ETA, acto final
La disolución no extingue sus culpas, pero es un alivio para la democracia
ETA —o más bien lo que queda de ella— habrá dejado de existir en breve. La banda terrorista se dispone a escenificar su final como acostumbra: arropando sus decisiones con un halo político de internacionalidad y una etiqueta de “conflicto armado” que no le corresponden. Un mal menor, en todo caso, para lo esencial: que los pistoleros que han ensangrentado la democracia española claudican, admiten su derrota y se diluyen como un mal sueño de la historia. Lamentablemente, la desaparición como marca de ETA no tendrá un efecto inmediato en la sociedad española, que todavía tiene que ajustar cuentas con los criminales, atender a las víctimas, recuperar por completo la convivencia en el País Vasco y, en definitiva, pasar página.
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El balance de cincuenta años de ETA es dramático. Se le contabilizan en torno a 3.600 actos terroristas, más de 850 asesinatos, entre ellos más de 300 crímenes sin esclarecer, casi 7.000 heridos y 86 secuestros. Es una trágica hoja de servicios que ha dejado marcadas a varias generaciones de españoles, a las que les será muy difícil olvidar el dolor causado.
Pero el daño que el terrorismo etarra ha producido en este país trasciende el de cientos de familias rotas. Nacida durante el tardofranquismo, la banda de pistoleros, englobada en lo que tramposamente se autodenominaba Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional, cometió sus más salvajes atentados durante los primeros años de la democracia española. De hecho, el golpismo y ETA fueron durante muchos años las dos grandes amenazas contra las libertades recién conquistadas tras el franquismo. Y, lo que es un sarcasmo, ambas se alimentaban mutuamente. Baste señalar respecto a la amplitud de su ofensiva en democracia que el mismo día en que España firmaba su adhesión al proyecto europeo, la banda cometió tres atentados en los que murieron cuatro personas.
El golpismo y la banda fueron las dos grandes amenazas a las libertades recién recobradas
El empeño de ETA en revestir sus acciones de una legitimidad liberalizadora de la que nunca dispuso caló, sin embargo, en una parte de la sociedad vasca. El matonismo y su propia propaganda generaron adhesiones en un clima totalitario de intolerancia, acoso y odio hacia el discrepante. Los etarras lograron incluso la connivencia de importantes estamentos, como ha reconocido la propia Iglesia católica. La derrota de la banda ha facilitado la paulatina recomposición de la convivencia, en la que queda todavía mucho por hacer. La paliza a dos guardias civiles y a sus parejas en Alsasua y los constantes homenajes que todavía hoy se organizan para recibir a los excarcelados son pruebas de ello. Es indispensable aprender de la historia y que en el próximo futuro los libros de texto expliquen un fenómeno que ojalá nunca se repita.
El tiempo ha demostrado que los terroristas solo entendían el lenguaje de la fuerza
Por ello la sociedad española no puede permitir que ETA escriba su propio epitafio, porque no hay nada de positivo que recordar de su existencia. Al contrario. Es imprescindible seguir desmontando el falso discurso de unos especialistas en bombas lapa, secuestros y tiros por la espalda. Porque nunca hubo dos bandos. Unos mataban y otros, simplemente, morían o sufrían. Nunca hubo una lucha armada ni un conflicto que ella pudiera resolver porque el conflicto era ella misma. Sus miembros no eran valientes soldados vascos. La heroicidad, en todo caso, estuvo entre esos ciudadanos que no callaron y le plantaron cara.
La última banda terrorista que queda en suelo europeo ha sido derrotada por las fuerzas de seguridad del Estado y, en parte, por su aislamiento internacional. Las negociaciones políticas que gobiernos de uno y otro color emprendieron con la mejor voluntad no lograron el supremo objetivo de su rendición. El tiempo ha demostrado que la banda solo entendía el lenguaje de la fuerza. Únicamente una dura e implacable lucha antiterrorista, que llegó a descabezar cuatro veces a la banda en apenas dos años, fue crucial para diezmarla y derrotarla. La cobarde batalla de los etarras ha sido estéril en términos políticos.
Sus sucesivos anuncios —cese de la violencia, entrega de armas y disolución— son buenas noticias para este país, pero también para la propia banda terrorista, que ahora puede acariciar la posibilidad de que la justicia le aplique medidas de gracia. Es lo que esperan sus casi 300 presos, para los cuales ya hay voces que piden un acercamiento al País Vasco frente a una política de dispersión que ha coadyuvado a su derrota. Pero su disolución no puede ser premiada con una extinción de la responsabilidad de los graves delitos cometidos. Ni sería ajustado a derecho ni es lo que debe hacer una democracia asentada como la española frente a los crímenes horrendos que se cometieron en su nombre. Para ETA no puede haber una ley de punto final.
El simbolismo de su última puesta en escena en el sur de Francia, su antiguo santuario, nos obligará a recordar todos esos crímenes que sus víctimas quisieran dejar en el olvido. Ojalá esto les ayude.
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