El ánimo de la democracia
Si las emociones son dominantes, ¿cuánto tiempo sobrevivirán los sistemas?
Hace muchos años que Occidente limpió sus paredes de propaganda electoral. No era la publicidad más limpia y ordenada, era como si la consolidación de la democracia hiciera innecesario aquello que dictaminó Stendhal: “Todo lo exagerado se vuelve insignificante”.
Sin embargo, en algunas sociedades en desarrollo, como la mexicana, la brasileña y en algunos Estados de la Unión Americana, manchar las paredes se había convertido en la fiesta de la democracia en un signo de identidad. Pero antes de esta era y después de la marea del papel, vino la epidemia de los spots en las televisiones, que ya no retienen la atención de las audiencias.
Hace seis años, en la campaña presidencial mexicana, hubo elementos que irrumpieron con la fuerza de la naturaleza. Los jóvenes no estaban muertos, incluso antes de que el término millennial fuera un signo de los tiempos, y pusieron en un aprieto al hoy presidente de México, Enrique Peña Nieto, que, en uno de sus paseos por las universidades, volvió sobre sus pasos y contestó: “Me han hecho una pregunta sobre (los disturbios de) Atenco, que creo que no respondí bien”. Su respuesta sobre su mala gestión cuando era gobernador del Estado de México —una no política— provocó muchas cosas, sobre todo incitó una nueva manera de entender la beligerancia política, el movimiento #YoSoy132.
En aquel momento, las campañas se mostraban a favor y en contra, pero era tal el poder de la televisión que gran parte de la campaña y contracampaña era irse a manifestar ante los estudios de Televisa, por el peso que tenía.
Hoy, en la era de los millennials, con Internet manejando nuestra vida y con las redes como máxima expresión de nuestros sentimientos, el papel ha desaparecido de las calles, pero la emoción no. Esta se sube en 140 caracteres, con fotos retocadas y con agresiones, incluso para que niegues a tu madre, a través de Facebook.
No sé si esta democracia digital es mejor que la otra o no, pero sí sé que es diferente. Es un termómetro, no solo para medir a la gente —no sé si la más preparada, desocupada, entendida o la más motivada—, aunque sea mediante compra. Pero sí sé que es un indicativo de estados de ánimo y, en contra de lo que los políticos creen, en la política los estados de ánimo lo son todo.
Los pueblos no son niños, no se puede pretender convencerles de que se les va a aplicar el mejor tratamiento
Un buen gobierno siempre será un buen gobierno, solo que no existe si el pueblo que gobierna no lo percibe como tal. Los pueblos no son niños, no se puede pretender convencerles de que se les va a aplicar el mejor tratamiento porque lo entenderán cuando sean mayores.
¿Es muy difícil la democracia representativa en este sistema? No lo sé. Nadie lo sabe. Cuando en Inglaterra el voto era entre Disraeli y Gladstone, era un sistema en el que las mujeres no votaban y había un sufragio, no de representación colegial como en Estados Unidos, sino selectivo, tanto por los impuestos como por las propiedades.
¿Es esta democracia peor que aquella? No lo sé. Todas las democracias se basan en que podemos elegir a nuestros gobernantes, pero todas deberían, además, tener en cuenta que un mal paso no debería ser una hipoteca de nuestra vida.
Le hemos dado al valor del voto una indisolubilidad del vínculo, como si fuera el matrimonio antes del Concilio Vaticano II. Es un error. Hay veces que nos equivocamos y los tiempos legales nos obligan a aguantarlos. La gran ventaja que tiene esta democracia es que los errores son inmediatos.
Menos, cuando hay uno más aventurero que nosotros —que siempre lo hay—, y aprovecha la desaparición del papel de las encuestas, de la razón y de la seriedad para ocupar Twitter. Y, desde ahí, hacer un homenaje permanente a Goebbels: “Una mentira repetida constantemente, con la convicción necesaria, se convierte no solo en verdad, sino en la única”.
No sé quién inventó las fake news; si fue Donald Trump, mis respetos. Porque solo hay una manera de que las noticias y la verdad no tengan ninguna razón de ser: crear tal confusión —entre lo incierto, la mentira y la verdad— que, al final, uno solamente pueda escuchar a su corazón o a sus tripas para que le digan lo que es verdad y lo que es mentira.
Desde que se inventó la imprenta se acabaron los dioses únicos, vino la reforma y, con ella, la posibilidad de leer la Biblia en tu idioma. Las redes sociales son como la imprenta y la torre de Babel, y en medio una gran pregunta: si el sistema de elección es tan evanescente, si nuestros estados de ánimo son dominantes ¿cuánto tiempo sobrevivirán los sistemas, qué fuerzas te obligan a estar en un mal matrimonio? Porque así es el juego, pese a que desde el principio sepas que te equivocaste.
La solución no está en hacer un referéndum cada dos años para saber si te vas o te quedas. Está en vivir hasta las últimas consecuencias con el origen de nuestros actos. Y si nuestra elección es digital, está en redes y corresponde a una emoción, entonces lo que tenemos que hacer es adecuar las constituciones a lo visceral y no la cabeza.
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