“Hay que dejar de hablar de violación y hablar de respeto al espacio personal”
Yasmine El-Baramawy, música y activista egipcia, sufrió una agresión sexual múltiple en 2012. Desde entonces, quiere que su testimonio saque a la luz todos los casos silenciados
En Egipto, un país donde a las mujeres se les recomienda no fijar las pupilas en ningún hombre, Yasmine El-Baramawy mira de frente. A los ojos. Con una contundencia sin resquicios. Su seguridad se plasma en las respuestas rápidas, sin titubeos, y en la convicción con que defiende su postura. En noviembre de 2012, sufrió una violación múltiple en la plaza Tahrir, epicentro de las protestas que se desarrollaban en el país contra el Gobierno de Mohamed Morsi, cabecilla de los Hermanos Musulmanes. Su partido, Libertad y Justicia, alcanzó el poder tras el derrocamiento de Hosni Mubarak en la llamada Primavera Árabe.
Una turba de gente la rodeó. Empezó a notar manos “como de animales” que intentaban quitarle la ropa. Eran decenas. Desgarraron la camiseta y le bajaron el pantalón. Duró más de una hora y llegó a marearse, aunque nunca perdió el conocimiento. Creía que no salía viva. Ahora, aunque acceda sin problemas a una entrevista en una terraza del barrio de Zamalek, en El Cairo, prefiere no narrar de nuevo esta experiencia. Al mencionarle aquellos minutos se produce un escueto silencio. “Recuerdo todo, pero no me apetece contarlo de nuevo”, sentencia.
Desde entonces, esta música y compositora de 35 años es un símbolo de la lucha contra el acoso femenino en Egipto. Tras haber sufrido semejante episodio no buscó la venganza ni el rencor, sino “entender a la gente que la atacó”. “Fue mi primer objetivo”, dice. Le dolía el cuerpo y también la pasividad de los que lo vieron y no actuaron. Llegó a casa “en calma, tranquila”. Así lo rememora: “Estaba cansada y en shock, por supuesto, pero no rota ni triste. Simplemente me envolvía el enfado”. Abatida. Por la actitud de los que habían participado y de los que permanecieron mudos, parados.
Con una melena que a ratos cubre parte de su cara y un paquete de tabaco de liar con el que arma de vez en cuando un cigarrillo, El-Baramawy va desgranando esos rincones de la sociedad egipcia en los que la mujer solo tiene cabida como agente secundario. “En El Cairo tienes que ser o muy fuerte y valiente o muy sumisa, callándote y sin mostrar tus sentimientos. No hay término medio”, advierte. Las restricciones sociales y culturales —no está bien visto que la mujer trabaje fuera de casa, conduzca o baile— provocan que el día a día sea “muy duro” psicológicamente. “Todo forma parte de una situación de control. Es agotador. Hay que ser muy guerrera”.
En El Cairo tienes que ser o muy fuerte y valiente o muy sumisa, callándote y sin mostrar tus sentimientos. No hay término medio
Asume El-Baramawy que algo, poco a poco, ha cambiado. Hay grupos que ayudan ante el acoso. Se empieza a sentir cierta concienciación masculina. Pero de forma muy leve. Si antes el 99% lo veía normal, ahora es el 92%, calcula. Le sigue asombrando la gente que se mantiene aparte, que no ayuda, que hasta en la pareja considera que hay dos escalones, inferior en el caso femenino, superior en el de él. “Las chicas no tienen permiso para hacer lo que los hombres. Se espera que sean débiles, que no muestren deseo sexual, que no tengan relaciones antes de casarse… Todo es una cuestión de control”, insiste.
Tal papel femenino se extiende hasta la familia. Choca saber que entre los propios hermanos y hermanas existe una diferencia de trato o que ellos sienten que deben protegerlas. Algo que no pasa cuando la mujer en cuestión se encuentra en la calle. “Entonces se creen que las chicas son otra cosa; personas solas, sin familia”, indica El-Baramawy. Y ocurre parecido en la escuela, según explica: “Intentan ocultar la discriminación. No se dice nada. Se perpetúa el sexismo y se deja caer que si sufres un asalto es mejor no comentarlo para que no te genere un estigma social”. Añade: “Después de un ataque no se puede hacer nada, incluso siendo hombre. Siempre serás señalado”.
Sirve su ejemplo para confirmarlo. Cuando la violaron pasó un mes absorta, procesando aquello que aún removía sus tripas. Dejó de escribir canciones o tocar la guitarra, su profesión, durante año y medio. Hasta que decidió sacar a la luz el testimonio. Había puesto una denuncia, pero quedó archivada y jamás se tuvo en cuenta: ni siquiera pasó a ser considerada como penal. La impunidad legal acompañaba a la social. Su padre la persuadió para que no fuera a televisiones o radios. Su hermano, cuatro años mayor, la animó. Justo lo contrario de lo que pensaba. “Me sorprendió su apoyo”, sonríe mientras cuenta cómo esa alegría se topó con la decepción en algunos amigos de su círculo más próximo. “Decían que no era para tanto, que hay a quien le pegaban o le mataban”, lamenta. Los medios de comunicación extranjeros sacaron su caso. En Egipto se le hizo el vacío. “Algunos sitios me llamaron al tiempo, pero preferí no ir para que no quedara como que yo era la única, que era algo excepcional”, analiza.
Después de un ataque no se puede hacer nada, incluso siendo hombre. Siempre serás señalado
Quería poner la semilla para que otras mujeres denunciaran una cotidianeidad asfixiante: en los dos primeros años desde la Revolución, cuando se sucedían las protestas en la plaza Tahrir, hubo unos 100 casos de violaciones grupales, contabiliza la activista. Venían precedidos por una brutal agresión a la reportera estadounidense Lara Logan, que tuvo que ser ingresada y luego contó en una entrevista de su propia cadena, la CBS, cómo unos 200 hombres fueron a pegarla. Pudo escapar de milagro, ayudada por otros manifestantes.
“Raro es quien no ha sufrido algún tipo de acoso sexual”, resume El-Baramawy, “yo pregunto a mis amigas y todas dicen que sí”. Su manera de actuar, no obstante, sigue siendo igual. Criada en Ad-Doqui, un distrito pegado por el noroeste a esta urbe de 19,5 millones de habitantes, se mudó a 6 de octubre, un municipio cercano, y se mueve en coche. “Ya apenas camino por la calle”, justifica como única transformación en la rutina. “Y no salgo tanto por sitios multitudinarios. Hacemos fiestas en casas o nos vemos en cafés del centro”, añade.
Valora el movimiento #MeToo (Yo también, iniciado el año pasado por actrices de Hollywood), que ha puesto el foco en una desdicha global. “No están acusando a los hombres, solo se están expresando. Diciendo que si yo tengo un problema, tú también, como género. Y, si lo sabes, ayúdame, no me ataques”, explica. En su país queda mucho por recorrer. “Somos 100 millones de personas y, aunque haya ciertas iniciativas y un teléfono de atención, es insuficiente. Está en nuestra naturaleza preocuparse por estas cosas. Lo mamas en tu padre, en tu marido y cualquier declaración se silencia o se intenta caricaturizar”.
¿Qué hace falta? “Deberíamos empezar en las escuelas. Desde pequeños. Creo que no tenemos que hablar de agresión sexual o violación, porque siempre volvemos a la casilla de salida. En estos casos, se culpa a ella o a él y se acaba el asunto. No se genera debate. Tenemos que hablar de espacio personal: sacar este nuevo tema iría acompañado de una mayor aceptación. Y nos permite avanzar en otros sentidos, como el de defender el derecho a ser uno mismo o hasta a ir desnudo por la calle”.
Carrera de música retomada y voz firme, El-Baramawy se considera, seis años más tarde, alguien “fuerte”. Segura de sí misma y con un papel que desempeñar frente a sus compatriotas. Cada fotograma que le aflora en la mente de lo que le ocurrió en Tahrir es un motivo por el que luchar. Y aunque no lo quiera contar de nuevo, ni delante de un té ni en sus letras de canciones, sabe que nada le impedirá jamás mirar a los ojos de los hombres.
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