La turbadora presencia de los militares en América Latina
La militarización de la política de seguridad trae, como consecuencia, un incremento del poder irrestricto del Ejército
El despliegue por parte del ejército brasileño para reducir los bloqueos en las autopistas de los camioneros que han colapsado al país y la reciente retención de 38 militares en Venezuela implicados en actividades conspirativas ha puesto en los titulares la evidencia de que un actor que presidió la política latinoamericana durante gran parte de su vida republicana sigue siendo un inevitable actor con poder político.
Ello, como enseña la historia, es un avatar que comporta riesgos a la democracia que, lejos de ser imprevisibles, se sitúan en la tradición militar del continente. El involucramiento de las Fuerzas Armadas por parte del gobierno de Salvador Allende para confrontar la huelga de camioneros en Chile abrió las puertas a su intervención política y fue un factor que facilitó el golpe de Estado, como lo es el ruido de sables en la sala de banderas de los cuarteles.
Dos son los terrenos en los que la actuación militar ha tenido una arraigada presencia en la vida pública latinoamericana. El primero ha sido en la seducción de los civiles por parte de los militares, su aparente fraternal proximidad y la adulación de unos y otros en maridajes de nefastas consecuencias. El segundo ha consistido en la permanente búsqueda de autonomía militar para obviar su sometimiento al poder civil, fuese en el ámbito presupuestario o en el administrativo y jurisdiccional. De la compleja realidad de América Latina, una región donde la inseguridad ciudadana y la debilidad del Estado acuciado por mafias delincuenciales dominan la agenda de las preocupaciones ciudadanas, hay dos países donde la presencia militar ha sido especialmente pesada tanto por la importancia de las Fuerzas Armadas en términos de representación real por sus efectivos y presupuesto, como por el significativo lapso en el que estuvieron en el poder. Se trata de Guatemala y del propio Brasil. Dejo ahora de lado a Venezuela donde el régimen de Maduro tiene un importante asidero en la institución militar.
El presidente Jimmy Morales ha mantenido un intenso idilio con las Fuerzas Armadas de Guatemala desde el propio proceso electoral cuando fue elegido en 2016 y que se extiende hasta el presente. Entre su entorno se encuentra un general de pasado turbio, Erick Melgar Padilla, con una orden de captura y fugado, su hermano, militar en retiro y hoy diputado, Herbert Armando, y Edgar Ovalle, coronel retirado, diputado oficialista y también fugado, con vinculaciones a la violación de derechos humanos y al financiamiento electoral ilícito. Paralelamente, Morales ha beneficiado al ejército transfiriéndole recursos del Fondo de Desarrollo y se ha beneficiado de él al recibir un insólito bono extraordinario en concepto de responsabilidad entregado por el Ministerio de la Defensa y que tuvo que devolver tras la interposición de la Contraloría General de Cuentas. Conviene no olvidar que las fuerzas de seguridad del Estado son responsables del 93% de todas las violaciones a los derechos humanos cometidas en el periodo crítico comprendido entre 1981 y 1986. Todo ello en un país en el que según Naciones Unidas el conflicto armado dejó en torno a 200.000 muertos o desaparecidos.
En Brasil en octubre pasado se sancionó la ley 13.491/17 por la que se amplió la competencia de la Justicia Militar Federal vinculada con los graves problemas del crimen organizado que vienen asolando al país. La ley no confiere a la policía civil atribución alguna para investigar acciones de los soldados que causen la muerte de civiles. De esta manera, se ve soslayada la jurisprudencia de la Corte Interamericana de que la justicia militar tenga un carácter restringido, funcional y excepcional. En la misma dirección se discute en el Senado el proyecto de ley 352/201725 que modificaría el Código Penal brasileño para presumir legítima defensa cuando un agente de seguridad pública mata o lesiona a quien porta ilegal y ostensiblemente un arma de fuego. La militarización de la política de seguridad trae, como consecuencia, un incremento del poder irrestricto del Ejército y la subsiguiente ampliación de garantías jurídicas que terminan confiriéndole impunidad en su actuación. Desde la pre campaña electoral que vive el país la oferta de Jair Bolsonaro, ex militar y ardiente defensor del legado de la dictadura y que mantiene altas expectativas de disputa de la presidencia, es coherente con este estado de cosas. Todo ello, junto con la presencia de los militares en el debate político, que se incrementó al calor de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y se aceleró con relación a la situación procesal de Lula, genera un clima de zozobra. En este sentido, la posición explícita del Comandante en Jefe del Ejército, Eduardo Villas-Boas, y otros generales, como Luís Gonzaga Schroeder, que había declarado al periódico O Estado de S. Paulo que, si Lula no es enviado a la cárcel, "el deber de las Fuerzas Armadas es restaurar el orden", generan un clima de opinión que puede permear al resto de una región que empezaba a mirar su futuro con cierto optimismo tras la desmilitarización vivida en Colombia.
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