Las locas aventuras de los jóvenes que se atrevían a llevar Levi's en la URSS
Allí no era fácil ser un joven alternativo, pero en los años ochenta los movimientos 'underground' empezaron a querer vestirse, bailar y patinar como los jóvenes de occidente
Tina Turner por sexi, Ramones por violentos, Talking Heads por antisocialistas, Julio Iglesias por fascista o Kiss por esa sospechosa doble SS final que recordaba demasiado a la pesadilla nazi… La lista negra de canciones prohibidas en las radios soviéticas hasta mediados de los ochenta con la llegada de la Perestroika parece más un guion de los Monty Python que la obra de un organismo censor empeñado en preservar los valores de un estado comunista frente a un Occidente depravado y consumista. Pero, a la sombra de esta férrea censura, había quienes se las apañaban para fabricarse un skate, conseguirse unos Levi’s en el mercado negro, asistir a un concierto ilegal de rock local o poner en marcha una red como samizdat, que autoeditaba y distribuía copias de manuscritos vetados. Porque grietas siempre hay, y gente que sabe verlas y tirar del hilo, también.
En el caso del skate, probablemente las películas Trashin’ (1986) y Gleaming the cube (1989) fueran las responsables de que parte de una generación hiciera de este deporte religión: “Ahí vimos cómo ser un skater de verdad, qué patines usar, cómo vestir y qué música escuchar. Para nosotros, el skate era diversión callejera y la libertad personal en su más pura expresión. La policía no sabía qué hacer con nosotros, nos veían como hooligans. En aquella época, un tío con un monopatín era carne de agresión… pero también un héroe”, recuerda Gleb Bentsiovski, miembro fundador del club de skaters Destroyer, presidente de la Federación Bielorrusa de skateboarding y propietario de un museo del monopatín ruso. Ya desde finales de los setenta, revistas como Yuniy technik (El joven ingeniero), en las que se publicaban esquemas para fabricar sus propias tablas, habían hecho que el monumento de Lenin en Moscú o las calles de Odessa se poblaran de chavales sobre cuatro ruedas con técnicas probablemente poco ortodoxas. “Mi abuela me regaló un skate en 1988, entonces nadie patinaba en el Cáucaso, así que aprendí yo solo a dominar la técnica”, dice Bentsiovski. Una floreciente industria soviética empezó a fabricar la réplica rusa del tablero tradicional bajo marcas como Rula, Ripa, Start o Virazh. Por 50 rublos, casi la mitad del sueldo medio, se podían surfear las calles. “Era un fenómeno de mínimos”, explica Isaac Monclús, gestor cultural y responsable de comisariar el ciclo Contracultura soviet, celebrado en La Casa Encendida en 2015. “En una situación de colapso político y social, en el que nada está organizado culturalmente, hay un sector de la población que decide inventárselo todo y darle sentido a esa milonga absurda del do it yourself”.
"El simple hecho de llevar ropa punk o jipi, interesarse por la música occidental o montar una banda eran en sí mismos actos de protesta. Suponía diferenciarse demasiado de las obedientes masas soviéticas"
Artemy Troitsky, periodista, crítico musical y autor del libro 'Subkultura'.
Algo parecido sucedió con la escena musical. En un momento en el que llevar el pelo largo y usar cierto tipo de ropa estaba algo más que mal visto, montar un grupo de rock era una verdadera proeza. Igor Moukhin, el fotógrafo oficial de aquella movida cuyo centro de gravedad era el Leningrad Rock Club, lo recuerda así: “Todo estaba prohibido. Todo. Muchos no querían posar temiendo ser fichados por la policía, ni que sus padres se llevaran un disgusto al descubrir que su hijo ¡era punki!”. Y es que no hacía falta hacer mucho para ser declarado sospechoso. Según Artemy Troitsky, periodista, crítico musical, promotor de conciertos de la época y autor del libro Subkultura, la rebelión era más por omisión: “En realidad, las letras de los grupos rara vez eran políticas o estaban socialmente comprometidas. El simple hecho de llevar ropa punk o jipi, interesarse por la música occidental o montar una banda eran en sí mismos actos de protesta. Suponía diferenciarse demasiado de las obedientes masas soviéticas”. Masas que en los conciertos legales no podían bailar, gritar ni beber. “En los shows underground, sin embargo, todo eso era posible, incluso fumar hierba”, recuerda Troitsky. Si la clandestinidad era la norma, la camaradería era la clave. Lógico, si se piensa que las penas a las que se exponían estos rebeldes iban desde expeditivos reclutamientos a filas a forzosos ingresos psiquiátricos (caso de Yegor Létov, líder de la banda punk Grob, quien fue declarado “socialmente peligroso”). Eso sí, las razones aducidas por las autoridades pertinentes siempre eran otras: problemas con el pasaporte, negocios ilegales. Atentados burocráticos en suma.
Pero era tarea imposible hacer frente a una organización juvenil cuya máxima aspiración era pasarlo bien sin que nada ni nadie les dijera cómo, ni dónde. El artista, músico y parte de aquella escena nuevaolera moscovita Vasily Shumov recuerda los pedestres pero efectivos mecanismos: “Funcionaba con el boca a oreja. Había unos cuantos promotores y una red de ayudantes que distribuían las entradas impresas en postales con un sello estampado y cortadas en cuatro trozos. Siempre era necesario algún tipo de tapadera: entrega de diplomas, fiesta de cumpleaños…”. Junto a esta frenética actividad, una industria clandestina se encargaba de fabricar guitarras, grabar discos en estudios secretos o intercambiar casetes de estraperlo. Nada nuevo para un país que se inventó aquello del contrabando de vinilos impresos en radiografías médicas. En los primeros sesenta, los huesos, que así se llamaban este subgénero de improvisados flexidiscos, fueron el soporte ideal para dar a conocer entre la chavalada rusa los escandalosos contoneos de Elvis Presley o el diabólico jazz de Ella Fitzgerald.
Como no hay contracultura sin uniforme, las prendas occidentales se convirtieron en objeto de deseo de centenares de adolescentes. “La moda era muy importante”, asegura Troitsky. “Vaqueros, cazadoras de cuero, botas y camisetas con logos occidentales eran tan complicados de encontrar como los discos de contrabando. Costaban un dineral en el mercado negro y nunca se vendían en tiendas normales. Los jeans americanos (Levi’s, Wrangler o Lee) eran el colmo de lo cool”. Para las codiciadas Martens y las chaquetas punks, la cadena de material militar Voentorg hacía de marca blanca a la rusa. Pero en cuestión de vaqueros, la cosa se complicaba. Considerado por las autoridades como el símbolo de la decadencia occidental, se convirtieron en el enemigo público número uno. Pero los caminos del capitalismo son insondables y los marineros, diplomáticos y estudiantes del otro lado fueron sus colaboracionistas. Según relata The New York Times, en 1984, un airado lector del Pravda escribió al periódico ruso: “Cuando seamos capaces de hacer vaqueros mejor que Levi’s, entonces podremos empezar a hablar de orgullo nacional”. Era un clamor: Rusia quería sus vaqueros y los quería originales. Hasta tal punto que se extendió un truco para averiguar si eran o no americanos: si se pasaba una cerilla por la tela mojada y esta se volvía azul, eran buenos; si no, mejor deshacerse de ellos cuanto antes.
En 1985, con la llegada de Gorbachov al poder y su prometedora Perestroika, la URSS asistía a imágenes tan insólitas como que Kino, un grupo de rock underground, saliera en la televisión cantando su hit Peremen! (Cambios). “Fue una época de enormes descubrimientos para la mayoría de la población. El festival Rock Monsters recaló en Moscú, un grupo de skaters fue a competir en Europa, me hice con mi primer póster de Metallica en el 86 y, en 1989, tuve una novia por correspondencia en EE UU”, dice Bentsiovski. Rusia se abría y entonaba con alegría cantos libertarios. Para Troitsky, “los ochenta fueron lo más interesante. Si el primer lustro supuso el bum del movimiento underground con la mejor música que se ha hecho ¡hasta hoy!, el periodo entre 1985-1990 fue un momento único. Ya no había censura, pero el dinero aún no jugaba un papel importante. Fue perfecto para los experimentos, tanto en cine como en música o moda”.
Pero el espejismo acabaría en 1991 con la disolución de la URSS. Según Monclús, “Gorbachov intentó una renovación socialdemócrata cuando el resto del mundo había entrado de lleno en el neoliberalismo. No podía salir bien”. El paso de las barricadas independientes a la cultura mainstream tampoco fue fácil de digerir para muchos. “Creo que no todos los involucrados en la contracultura de la URSS estaban listos para un repentino colapso de la dictadura soviética y no supieron adaptarse a un sistema capitalista nuevo, salvaje y violento en los noventa”, explica Shumov. “Las oportunidades de ganar dinero y el deseo de enriquecerse después de décadas de pobreza soviética cambiaron a mucha gente. Se convirtieron en delincuentes, sombríos empresarios o se marcharon del país. Otros murieron en la soledad y el olvido”. Algo de todo esto anunciaba El síndrome asténico (1989), de Kira Murotava, una película que, lejos de retratar esa Rusia en pleno proceso de apertura, hablaba de un país sumido en una espiral de caos y autodestrucción; y cuya secuencia final era un funesto aviso a navegantes: en un vagón vacío, una persona sola se dirige a toda velocidad hacia ningún lugar. Fue la última película prohibida en la antigua URSS.
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