La gomita y la bolsa
La bolsa de plástico, cuando se trata de billetes de curso legal, significa catástrofe.
La primera señal es la goma. Uno va al banco a retirar dinero, digamos que el equivalente de 200 dólares, y le dan un fajo grueso de billetes atados con una goma. Hay que alarmarse cuando una cantidad con un modesto poder de compra adquiere un volumen físico tan notable como para requerir empaquetado. Ir al mercado se convierte en un calvario: los precios suben y la moneda vale cada vez menos. La inflación lleva a la devaluación y, en los casos peores, el desastre se remata con la recesión. Es lo que ocurre hoy en Argentina.
No debería parecernos exótico: es lo que ocurría en España hace 50 años. Por hacer memoria, un dólar costaba 60 pesetas en 1959; en 1999, último año de la divisa española, un dólar costaba 156. En 1977, la inflación rozaba el 30% anual.
La gomita puede ser el umbral de la catástrofe. En 2015 viajé a Venezuela. Cuando fui al aeropuerto para tomar el avión de vuelta llevaba dos fajos de bolívares atados con gomas. Era lo que iba a costarme, más o menos, una cerveza para entretener la espera. No pude conseguir la cerveza (sí pude ver al caballero que disfrutaba de la última) por un problema de escasez. Aún existía el bolívar y las operaciones de cambio, pongamos de nuevo 200 dólares, requerían el uso de una bolsa de plástico de supermercado.
La bolsa de plástico, cuando se trata de billetes de curso legal, significa catástrofe. O corrupción a lo grande, pero hoy no hablamos de eso. Ya no existe el bolívar, sustituido por el bolívar fuerte (cuando una moneda se apellida “fuerte” significa que es todo lo contrario), y por el bolívar soberano. Cien millones de los antiguos bolívares equivalen, en el nuevo papel, a mil soberanos. Estas cosas ocurren cuando el dinero no vale nada. En Zaire, actualmente Congo, hacia 1995, el equivalente de 100 dólares en moneda local no cabía en una bolsa de basura.
España fue un país de inflación fuerte y moneda débil. La cosa tenía sus ventajas. La economía crecía (partiendo de muy abajo) y resultaba fácil exportar. Durante el fin del franquismo y el inicio de la era constitucional, quienes contrajeron hipotecas a tipo fijo acabaron pagando muy poco por su vivienda: la inflación funcionó como impuesto redistributivo. Eso también ha pasado en Argentina.
En la Europa contemporánea reverdecen los nacionalismos y crecen los recelos hacia el euro. Aproximadamente un tercio de los franceses y de los italianos preferirían perderlo de vista. Es una moneda nacida con taras (la chapuza de Maastricht) y dominada por un solo país (Alemania), y durante la crisis ha ejercido un efecto perverso: como no era posible devaluar la moneda, hubo que devaluar el trabajo y en último extremo a las personas. Ha exigido terribles sacrificios y endeudamientos públicos colosales. ¿Valió la pena? Quizá no. Pero sin él existe el riesgo de la gomita, y de la bolsa de plástico.
Sobran los indicios de que el mundo se adentra en tiempos turbulentos. Y uno se sorprende al experimentar un sentimiento tan conservador como el apego por la divisa fuerte: que al menos exista algo sólido a que aferrarse si llega la tormenta.
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