Demasiados ‘papers’
El autor critica "la exagerada masificación de papers" como síntoma de una forma de entender el proceso de creación del saber
Mi pasaje favorito de la extensa y deliciosa entrevista –memorable en su conjunto– que Julio Cortázar concedió a Televisión Española en 1977 es ese en que el presentador del programa “A Fondo”, el inolvidable Joaquín Soler Serrano, preguntaba al escritor argentino por qué motivo le costó tanto decidirse a publicar el primer libro firmado con su nombre real (la obra de teatro Los reyes, aparecida en 1949, cuando ya rondaba los 35 años) y no con el seudónimo de “Julio Denis”, con el que había presentado en sociedad sus primeros versos. La razón –argumentaba Cortázar con parsimonia, entre trago de whisky y calada al pitillo– es que no me sentía nada seguro… Honestamente, veía lo que había escrito hasta esa fecha como una especie de borradores –el desahogo de un adolescente– indignos de ser impresos y entregados al público. Además, añadía el autor de Rayuela, observaba con pudor y con vergüenza ajena que mis amigos de juventud literaria ya habían editado sus primeras obras: panfletos ingenuamente provocadores, de escasísima calidad objetiva, que en ningún caso justificaban tamaña inversión de papel y de tinta.
Me viene a la cabeza esta anécdota al reflexionar sobre la inhumana cantidad de papeles que, en forma, sobre todo, de infumables artículos académicos (también de actas de congresos, libros colectivos, monografías, etc.), escribimos y publicamos quienes trabajamos en la universidad. Ciertamente, el sistema universitario adolece de problemas estructurales bastante más graves, pero, dentro del derrotero que ha tomado en los últimos años esta noble institución, supuestamente dedicada a la docencia y la investigación, el de la exagerada masificación de papers no me parece un asunto menor, pues no deja de ser el síntoma de una forma de entender el proceso de creación del saber y porque enlaza, directamente, con otro tema recurrente y no menos discutible: el sistema de evaluación de la calidad investigadora que rige en España (me refiero a la ANECA y a otros organismos cuyas iniciales prefiero omitir, por la salud mental del lector común, que vive felizmente ajeno a esta realidad).
Decir que el profesor universitario está “obligado” a transferir su conocimiento a la sociedad es algo tan obvio, que nadie lo pone en duda. Cualquier investigador mínimamente responsable no ignora que su trabajo de laboratorio o de archivo solo cobra sentido cuando los resultados o conclusiones rebasan los muros de la academia y llegan si no al “público en general”, al cual hace ya siglos que hemos renunciado, sí, al menos, a eso que solemos llamar la “comunidad científica”. ¿Qué función, sino esa misma, tienen los libros publicados por editoriales universitarias y las revistas científicas que, pese a ser leídas por un ínfimo porcentaje de la población (incluso de la población académica), se siguen publicando con una regularidad asombrosa? Ese no es el debate, pues.
El problema es que la producción industrial de papers –cuya oferta siempre fue muy superior a la demanda, no nos engañemos– ha llegado a un nivel tan demencial, que casi resulta insoportable
Pensemos, por ejemplo, en la figura del llamado becario predoctoral, primer eslabón en la escala evolutiva del homo academicus en España. Aunque el sentido común aconseja que dicha persona debiera dedicar los años de su beca a formarse (su nombre oficial es “Personal Investigador en Formación”), a adquirir conocimientos y a reflexionar sobre ellos de forma crítica y reposada, con el objetivo final de elaborar algo tan serio como una tesis doctoral, sucede, precisamente, lo contrario. La ansiedad por “hacer méritos” que afecta a los “mayores” con quienes conviven en su Departamento o Grupo de Investigación (el profesor que necesita la acreditación del Ministerio para consolidar su plaza o el funcionario que aspira a conseguir otro sexenio para ser catedrático) acaba afectándoles a ellos, que terminan por contagiarse de esta locura colectiva. La consecuencia de esta paranoia, que ejerce su presión de arriba abajo, recorriendo todos los niveles de un sistema estamental, es que alguien que apenas empieza a investigar y que, por tanto, difícilmente sabe hacerlo bien, se ve forzado a hacer de todo, menos aquello para lo que se supone que le pagan: redactar su tesis. Es harto frecuente ver a un Becario de Investigación dar clases sin estar lo suficientemente preparado; recorrer la geografía española acudiendo a mil congresos absurdos de jóvenes –o no tan jóvenes– investigadores, en los que hay veinte o treinta mesas y talleres paralelos; hacer estancias de investigación que, en muchos casos, se alargan sine die innecesariamente, pues lo mismo que muchos hacen en París, Londres o Nueva York, lo podrían hacer perfectamente en Madrid, Barcelona o Valencia; y, por supuesto, publicar y publicar papers que, en un 90% de casos, siendo generosos, van directamente a la basura porque nadie, en su sano juicio, invertiría media hora de su vida en leerlos.
Si el criterio cuantitativo se impone al cualitativo, la universidad se convierte en una maquinaria burocrática sin sentido en la que, como en cualquier organización –ya lo explicó el sociólogo alemán Robert Michels en Los partidos políticos (1911)– se impone la “ley de hierro de la oligarquía”. En nuestro gremio, las ideas dominantes son las ideas de la “clase” que posee la capacidad para expedir certificados o para facilitar el acceso a publicar. No eres nadie ni vales nada, si no tienes un certificado con un sello y una firma que diga que eres alguien y vales algo. Trasladado al ámbito de la producción científica, eso se traduce en la fabricación sistemática de kilos y kilos de morralla: refritos de ideas ajenas y mil veces repetidas, carentes de profundidad analítica y, por supuesto, del más mínimo valor literario. Ni contenido, ni forma. Ni ética, ni estética. La obligación de sobrevivir y adaptarse al medio se impone a la dignidad personal y al amor propio de cada cual, en un ambiente darwiniano en el que proliferan las ONGs académicas: un IP (Investigador Principal) que usa el dinero del Proyecto de Investigación o de la Cátedra que dirige para inflar el CV de sus discípulos con el indisimulado objetivo de promocionarles y “colocarles” en una posición de ventaja con respecto a otros que, aun siendo mejores, no tienen acceso a esos “fondos reservados”. Dicho de otro modo, acumulación de eso que Bourdieu y Passeron llamaron “capital simbólico”, no por la vía del mérito personal, en libre y sana competencia, sino de la cooptación gremial: si tu director de tesis tiene Proyecto, “barra libre” de consumiciones; si no, a hacer “horas extra” para buscarte la vida.
Si el criterio cuantitativo se impone al cualitativo, la universidad se convierte en una maquinaria burocrática sin sentido en la que, como en cualquier organización se impone la “ley de hierro de la oligarquía"
Si de verdad aspiramos a la tan cacareada excelencia, uno de los debates inaplazables que la universidad española tiene pendiente es el de mirarse al espejo y decidir entre cantidad y calidad, en todos los sentidos posibles de la disyuntiva: en el número de universidades (es obvio que no puede haber una universidad excelente en cada provincia española), de grados y másters (el curso pasado se impartieron alrededor de 4.000 másters en toda España), de estudiantes por profesor (no se puede enseñar y evaluar igual trabajando con grupos de 30-40 alumnos, que con grupos de 80-100), etc. Con el modelo actual, condicionado por esa espada de Damocles que es el publish or perish, resulta muy difícil, por no decir imposible, que un joven investigador cuya plaza no es definitiva (alguien que todavía necesita consolidarse para lograr una mínima estabilidad laboral) se plantee objetivos a medio o largo plazo, que no sean el de ir tirando; el de ir añadiendo ítems al CV bajo la premisa de que todo suma. ¿Para qué organizar un buen congreso, convenciendo a ponentes extranjeros de nivel, si otros lo hacen con gente de su facultad –y con algún amigo de fuera– y lo venden como un “simposio internacional”? ¿Para qué invertir tres o cuatro años de tiempo y esfuerzo en escribir monografía de 400 páginas, si luego cuenta lo mismo que dos artículos o tres capítulos en actas de congresos pagadas por el Proyecto? Si la cantidad se impone a la calidad, lo único que compensa es fabricarse un CV ad hoc y adaptarlo a cada beca que pides o a cada plaza a la que opositas. Debemos decidir si queremos a gente con un CV de peso, o con uno que pese, literalmente.
Francisco Fuster (@pacofuster98) es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia.
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