El circo
El espectáculo marca la política actual y debilita la democracia
La vida política está cambiando mucho. Las redes sociales contribuyen a trasladar la idea de que las cosas se pueden transformar al instante y de que se vive en un torbellino: se apunta ahí cualquier comentario y se desatan las reacciones. Y el mundo, habitualmente remoto y ajeno, irrumpe en tu móvil tomando posición. Unos corean tus comentarios y los celebran, y otros los cuestionan e incluso pueden llegar a insultarte. Cuando se habita en semejante frenesí, y con tanta intensidad emocional, resulta difícil seguir confiando en los políticos tradicionales y en la lentitud de las instituciones. El sistema está en crisis. Se lo contaba en una entrevista publicada en este diario el pasado domingo Steven Levitsky a Amanda Mars: “Es uno de los desafíos que tenemos los políticos y los politólogos: aprender cómo hacer funcionar una democracia en una época en la que el establishment no pesa nada”.
También decía Levitsky que la democracia “hoy es mucho más un circo”. En el libro que escribió con Daniel Ziblatt, los dos analistas auscultan la presidencia de Donald Trump para mostrar cuánto han cambiado las cosas desde que inició su camino a la presidencia un empresario que se hizo célebre por conducir un programa de éxito en la televisión y que conoce muy bien las fórmulas para conectar con las audiencias. Cómo mueren las democracias es el título del trabajo de los politólogos estadounidenses, y uno de los peligros que señalan en sus páginas es la degradación del discurso público. “El uso habitual que el presidente hace de los insultos, las descalificaciones, la intimidación, las mentiras y las trampas ha contribuido de manera inevitable a normalizar tales prácticas”, escriben. El estilo de Trump tiene cada vez más éxito; también en España hay políticos que quieren remedarlo.
La democracia como un circo, dice Levitsky. Y no hay que olvidar que en los circos el protagonismo lo tienen sobre todo los payasos, las fieras y los trapecistas. Es lo que, en gran medida, se está viendo en la campaña electoral del 28 de abril, esa que teóricamente empieza hoy pero que parece instalada desde hace ya mucho como una cantinela de fondo de la que resulta difícil abstraerse. Todos los líderes hacen un poco el payaso para seducir a los posibles votantes con sus bromas y con su cándida humanidad. Y se presentan también como los domadores que van a templar a las fieras que amenazan con destruir nuestro modo de vida. Y hacen piruetas en las alturas, como los trapecistas, para distraernos de las cuestiones verdaderamente importantes. Es lo que hay.
Unas elecciones, cuando la democracia se ha convertido en un circo, ya no tienen mucho que ver con la competición entre programas distintos para resolver los problemas de un país. Tampoco hay que extrañarse. El desfile de los candidatos para hacerse querer por los votantes ha tenido siempre mucho de espectáculo. Lo que tal vez en estos momentos ha cambiado es la magnitud de las audiencias. Antes los políticos tenían que esforzarse en llegar al último rincón de cada país para llevar sus mensajes y reunir a los cuatro gatos que vivieran allí para contarles sus planes. No tenían otra que articular un discurso para ser escuchados. Hoy el viaje al remoto confín forma parte de ese ruido continuo que no decae nunca y que se retransmite a un público multitudinario. Por eso lo que importa más es la payasada, el látigo que estalla contra las temibles fauces de los feroces enemigos y la pirueta inverosímil que deslumbra por su arrojo. Es también responsabilidad de los ciudadanos (y de los periodistas) que la democracia funcione en épocas de mudanza.
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