La humanidad inmigrante
El año pasado se adoptó en Marrakech una declaración muy generosa de la ONU, defendiendo una respuesta digna frente al reto migratorio mundial; pocos Estados la rechazaron
"Al menos 58 inmigrantes de varias nacionalidades han muerto tras naufragar este miércoles su embarcación en aguas del Atlántico a la altura de Nuadibú (470 kilómetros al norte de Nuakchot), en Mauritania… Otros 83 ocupantes de esa misma patera lograron salir con vida tras nadar hasta llegar a la costa de Mauritania, y fueron ellos los que dieron detalles del naufragio” (EL PAÍS, 5/12). En otras palabras, una patera de 141 personas deja enterrados bajo el mar a 58 de sus tripulantes, entre ellos, niños y mujeres, y el resto, destinado probablemente a la vida de los campos de internamiento o a cualquier otra fatalidad…
Es nuestra humanidad. Es el mundo real en que vivimos. A las víctimas de la hambruna, de la desesperanza, cabe añadir las otras decenas de miles de muertos de estos últimos años, los anónimos que huyen, que reaparecen como “invasores” a los ojos de nuestros partidos xenófobos, que hacen de su destino trágico el plato político cotidiano, incentivando la furia, el miedo, el racismo, el odio.
Los Gobiernos europeos actuales, en especial los de la zona euro, salvo la excepción ya borrada de Italia bajo la férula de Matteo Salvini, son plenamente conscientes de tamaña tragedia humana que llama diariamente a sus puertas. No pueden contestar porque la situación económica, los temores identitarios de la ciudadanía, las dificultades de toda índole para integrar poblaciones nuevas y culturalmente diferentes, contienen el impulso de abrir los brazos a las llamadas de socorro. Pero es de justicia recordar que dos jefes de Estado, Angela Merkel y Pedro Sánchez, demostraron valentía al salvar vidas en peligro. La denominada opinión pública, por su parte, está dividida entre los que temen las llegadas, controladas o incontroladas, y los, minoritarios, que demuestran ante el desafío solidaridad y humanismo.
Lo que pasa en Europa ocurre también en otros continentes —América Latina, EE UU, Asia y África—. Por doquier seres humanos pidiendo ayuda a los países más ricos, aceptando las peores condiciones de acogida, de trabajo, de explotación, de desprecio, para sobrevivir, ayudar a la familia en el país de origen, conseguir, por lo menos, una ínfima suerte de bienestar allí donde creían que la vida es, por ley, más digna, más humana. Contemplar, como una letanía, estos —nuestros— cadáveres malogrados en nuestras playas, estos jóvenes encapuchados en los campos de internamiento, nos impide valorar el alcance de los anhelos, los sueños que pueblan su imaginario y los impulsan, en cambio, al abismo: para la inmensa mayoría, migrar se paga al precio de la humillación, incluso la muerte.
El año pasado se adoptó en Marrakech una declaración muy generosa de la ONU, defendiendo una respuesta digna frente al reto migratorio mundial; pocos Estados la rechazaron. Y los que la apoyaron todavía no pueden conciliar sus valores con la cruda realidad; ¿o será que se trata tan solo de la reafirmación de un deseo común de humanidad cuando, en realidad, hay que repensar las condiciones de posibilidad concretas del principio universal de libre circulación?
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