Cuando los periodistas iban a clases de esgrima
Hubo un tiempo en el que los redactores, después del cierre, se entrenaban para batirse en duelo
El último duelo a espada documentado (hasta existe un vídeo en Internet) se celebró en 1967 cerca de París. El 21 de abril de ese año, durante un acalorado debate en la Asamblea Nacional de Francia, Gaston Defferre, diputado socialista y exalcalde de Marsella, le espetó a un vociferante René Ribière, diputado gaullista por Val d’Oise: Taisez-vous abruti! (¡Cállate, imbécil!). Al negarse el primero a disculparse, Ribière, que se casaba al día siguiente, le desafió a un duelo a espada. Defferre no solo aceptó, sino que le amenazó con arruinar su noche de bodas tocándole (con la punta del acero) en la entrepierna. La cita fue esa misma tarde en una finca privada de Neuilly-sur-Seine, cerca de París. El entonces secretario de Estado de Asuntos Exteriores francés, Jean Lipkowskiin, arbitró el lance, que fue “au premier sang” y duró apenas cuatro minutos. Ribière, poco hábil en el arte de la esgrima, fue herido levemente en el antebrazo, pero decidió continuar; tras ser tocado por segunda vez, Lipkowskiin paró el combate. La prensa mostraba al día siguiente a la novia de Ribière curándole las heridas: “Pupa, pupita…”.
Los periodistas eran especialmente proclives a estos lances por un quítame allá esta errata. En España, los columnistas de los periódicos, después del cierre, solían ir a clase de esgrima para poder enfrentarse a los frecuentes desafíos de políticos y lectores cabreados. Lo cuenta el escritor, periodista y bohemio sevillano Rafael Cansinos Assens (1882-1964) en su libro de memorias La novela de un literato. Entonces no existían las redes sociales ni los haters; los agravios o diferencias políticas se tuiteaban lanzando un guante a la cara, y a menudo los artículos compuestos en la linotipia se rubricaban a punta de espada (o a tiros) en el campo del honor con presencia de padrinos, testigos y forense. En el libro Ofensas y desafíos, publicado en Madrid en 1890, Eusebio Yñiguez recopila las reglas y normas que regían los duelos, “resultantes de una ofensa inferida a una persona, familia o colectividad, de obra, de palabra, por escrito y aun valiéndose del dibujo”.
Los duelos podían ser a sable, a pistola o a espada. Y dependiendo de la gravedad de la ofensa, “à outrance”, aquellos que acababan con uno de los contendientes muerto o malherido, o “au premier sang”. Lo habitual es que fueran a sable sin punta y a primera sangre, bastando un leve corte o pinchazo y unas gotitas de hemoglobina para lavar la honra y dar por terminado el asunto. Aunque no siempre ocurría así. En su libro, Yñiguez critica a “quienes para lavar una pequeña ofensa estipulan un encuentro personal a espada, sin tener en cuenta los funestos resultados de esta arma e ignoran la existencia del sable y que este debe emplearse sin filo, y a veces sin punta, con el fin de que los ofendidos puedan apalearse y aun herirse, pero jamás matarse”.
El 29 de febrero de 1904 se batió en duelo a muerte y con pistolas el escritor y periodista Vicente Blasco Ibáñez, entonces diputado republicano por Valencia. El autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis había sido vapuleado la víspera en una carga policial y puso a caldo desde su escaño a las Fuerzas Armadas. El Ministerio del Interior le retó a duelo, designando como representante al teniente Alestuei, un militar con fama de certero tirador. En el primer disparo, ambos fallaron. En la segunda descarga, el tiro de Alestuei alcanzó al escritor, pero la bala rebotó en la hebilla metálica de su cinturón, salvándole la vida. Otro duelo muy sonado en España, por las consecuencias políticas que tuvo, fue el que enfrentó a pistola, la mañana del 12 de marzo de 1870 en la escuela de tiro de la Dehesa de Carabanchel (Madrid), a Enrique de Borbón, duque de Sevilla, y Antonio de Orleans, duque de Montpensier, quinto hijo del rey de Francia Luis Felipe de Orleans y aspirante al trono español. En el lance, el primero perdió la vida de un tiro en la frente y el segundo, sus opciones a reinar en España.
Confieso que yo también me pongo el guante y la careta (mi arma es la espada; mi colega Jacinto Antón, en cambio, es sablista de la Escola Hongaresa de Barcelona) cuando me dejan los cierres en El Viajero, y no por miedo al talante bronco de algunos políticos que adornan hoy el Congreso, sino porque me encanta decir: “Hola. Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. La esgrima (espada, florete o sable) es un deporte extenuante y caballeroso (no como el fútbol) en el que tras ejecutar el preceptivo saludo y ponerse en guardia, se cruzan los aceros como si no hubiese un mañana. A los cinco tocados, casi siempre muy rápidos, ganador y vencido se quitan la careta que protege el rostro y el cuello, se dan la mano izquierda (o la diestra, si el tirador es zurdo), inclinan levemente la cabeza y despiden con un “gracias” al contrario. Para quienes no estén familiarizados con este deporte, recomiendo ver la película La clase de esgrima (2015), del director finlandés Klaus Härö, sobre la historia real del campeón estonio Endel Nelis (el filme fue candidato a la mejor película no inglesa en los Premios Oscar 2016).
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