De la estepa rusa al centro de Madrid
Las complicidades de Zúñiga le permitieron afinar su mirada para contar las entrañas de la guerra en la capital española
En 1951 Juan Eduardo Zúñiga se estrenó en la novela con Inútiles totales. Se desarrolla en Madrid, en plena Guerra Civil, así que se oyen cañones lejanos y la ciudad tiene ese aire triste que procede del hambre, la falta de perspectivas, la pobreza. Aun así hay margen para la vida: a dos jóvenes, Cosme y Carlos, de “aspecto desmedrado y sucio”, les llega de pronto la amistad en cuanto cruzan las primeras palabras. Cosme va a visitar a Carlos a Vallecas y camina por zonas descampadas y rodea algunos huertos, el ruido del frente como telón de fondo, la gente con aspecto miserable, los niños jugando (los niños siempre siguen jugando). Llega a una pequeña casa, lo espera su amigo. Entran, “allí había libros amontonados por todos sitios y, en cambio, solo una cama de hierro, una mesita y una banqueta”. Cosme se da cuenta de que son los que a él también le gustan, y Zúñiga se refiere entonces a una “charla entusiasta sobre los libros conocidos”. No es mala manera de empezar una amistad.
El pasado lunes Juan Eduardo Zúñiga murió con 101 años, pero ha dejado, al margen de su propia obra literaria, ese puñado de caminos que permiten llegar de una manera estrictamente personal a los escritores rusos que tanto amó. La lectura es también el lugar de la amistad y de la celebración de la vida y, como ocurre con aquellos muchachos de su primera novela, es un buen caldo donde hervir las complicidades y aprender a mirar el mundo. No hay otra para encontrar la propia voz que recorrer los surcos que otros han recorrido antes. Y aquella pequeña casa de Vallecas puede servir como la síntesis de lo que resulta imprescindible: una cama, una mesa, una banqueta, libros por todas partes; ya está.
Fue en Desde los bosques nevados donde Zúñiga reunió ese puñado de ensayos en los que explora cuanto los escritores rusos le enseñaron y en el que incorporó también la biografía que hizo de Iván Turguénev, al que se rindió, confiesa, cuando todavía tenía en sus manos libros infantiles. Habla de “evocación de un entusiasmo juvenil”: quizá habría que añadir que acaso no haya otra época en la vida más propicia para facilitar el enigmático encuentro que se produce entre lector y escritor. Ya nada es igual cuando se ha cerrado un libro. Y de esa experiencia tan íntima y profunda y extraña, y que te transforma radicalmente, es de la que trata Zúñiga cuando entra en su memoria de escritores rusos. Los avatares del anillo de Pushkin, la canción de una mujer zíngara, las maneras de Chéjov, la transformación de Dostoievski cuando regresa del penal, la timidez de Turguénev, las extravagancias del círculo de los simbolistas, el afán de los revolucionarios por abolir las injusticias… “Nadie inventa las palabras que convocan a esa lucha: proceden de un hondo subterráneo abierto en las conciencias de las gentes”, escribe.
Zúñiga intimó tanto con esos escritores rusos que aprendió de primera mano cómo tratar los dolores y las quiebras, las ilusiones rotas y los sueños imposibles, las traiciones, los miedos. Estaba preparado para mirar con finura y una inmensa piedad lo que pasó en Madrid durante la guerra. No hizo literatura social, se metió en sus cuentos en las entrañas de los que padecieron aquel horror: por eso son admirables.
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