Cinco mujeres migrantes esenciales
Ana, Juana, Andrea, Susana y Patricia llegaron a Argentina desde otros países y se han convertido en un apoyo imprescindible para alimentar a los vecinos de los barrios empobrecidos de Buenos Aires en esta pandemia. Un trabajo solidario local que evidencia el valor global de los inmigrantes
En el medio de la pandemia y de una cuarentena que rige desde el 19 de marzo, mujeres migrantes como Ana Gamarra, Juana María Matos, Andrea Murga Gutiérrez, Susana Huallpa y Patricia Saavedra se pusieron al servicio de su comunidad, en la villa 1-11-14 del Bajo Flores, una de las más grandes y pobladas de Buenos Aires. Con la crisis sanitaria, los vecinos del barrio se dieron cuenta del valor de las organizaciones sociales. "Lo que no hace el Gobierno, lo hacemos nosotras", resume Ana. Ellas son los ojos y las manos en un enclave donde el Estado a veces no da abasto y, otras, simplemente no está. El trabajo solidario y voluntario de estas mujeres busca ser reconocido al grito de "somos esenciales".
Juana María Matos
Juana corre para llegar antes del mediodía a la esquina de la avenida Cobo y Curapaligüe, en el barrio porteño de Bajo Flores. Tiene 51 años, es promotora de salud de la organización Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) y vive en la villa 1-11-14 desde que llegó de Perú hace 20 años. A las doce en punto, vecinos, entidades sociales, residentes y médicos del Hospital Piñero organizan un corte para denunciar la situación y la falta de recursos sanitarios en la zona ante la progresión de la covid-19. Nada nuevo. El virus solo resaltó las problemáticas pre-existentes y cotidianas de muchos habitantes de los barrios populares de Buenos Aires en cuanto a vivienda, trabajo o salud.
La cuarentena supone permanecer en las viviendas. Pero cuando estas se vuelven un lugar de peligro por la falta de agua o por las condiciones de hacinamiento, urge tomar la calle. Eso sí, con distanciamiento social para denunciar sin ser denunciado. No hay canales ni grandes medios de comunicación, solo vecinos mirando desde la cola de la farmacia o de la verdulería. La avenida Cobo es una de estas fronteras invisibles que separa la ciudad de sí misma.
—Ahí tendría que estar la Policía, mira lo que están haciendo, en plena cuarentena. ¡Que vayan a laburar! ¡Hace 50 años que estoy en el barrio, son ladrones!, grita un señor de unos 70 años en la esquina de Puan y Cobo mientras mira de lejos la protesta.
"Esa crítica la hice en un momento, antes, desde afuera de la organización", comenta Juana, y recuerda cuando desde su trabajo de limpieza en el microcentro veía a manifestantes cortar las calles. Al entrar al FOL, hace cuatro años, descubrió “lo que es movilizar para un reclamo, luchar por los demás”.
Juana pertenece al comedor del FOL Berta Cáceres. Está sobre la avenida Francisco Cruz, que delimita el Este de la Villa 1-11-14. Desde las once y media de la mañana, vecinos del barrio forman una fila que da vuelta a la manzana. Así sucede todos los días desde que empezó la cuarentena. Cien familias se inscribieron para recibir sus raciones de comida de lunes a viernes, otras cien quedaron en la lista de espera. Juana camina por la cola, alcohol en mano, reparte información, conversa con la gente, responde a sus preguntas y trata de detectar situaciones de riesgo y casos potenciales.
Patricia Saavedra
En la puerta está Patricia, de 43 años, responsable de que las personas que vienen a buscar sus raciones ingresen una por una. Llegó a Argentina desde Bolivia hace cuatro años. Su hermana vive en el barrio y participa del FOL. Por ella entró a la organización. Hoy incluso la representa en la campaña Migrar no es delito, que defiende y pelea por los derechos y la regularización de los migrantes. Todos los martes tiene que hacer horas comunitarias en el comedor, cumpliendo con las tareas que hagan falta para que la máquina solidaria funcione: cocinar, recibir mercadería, atender... Desde que la covid-19 entró al barrio, trabaja el doble para cubrir a sus compañeras que tuvieron que aislarse o que resultaron infectadas.
Una mujer desempleada, un joven que pide algo de comida, una familia que se acerca para llevarle algo a sus hijos. Patricia cuenta que siempre hay una compañera dispuesta a dividir su ración personal para compartir. Pero no solo se trata de dar, aclara, sino de explicar por qué esa comida llegó a su plato y qué hace la organización más allá del comedor y de esa vital entrega. Explicar que no es magia o punterismo (clientelismo), que es lucha y trabajo de hormiga desde mucho antes de la pandemia.
Cien familias se inscribieron para recibir sus raciones de comida de lunes a viernes, otras cien quedaron en la lista de espera
En estas colas hay familias que nunca habían pisado un comedor. Pero con los ahorros agotados y muchas dificultades para cobrar el ingreso familiar de emergencia (IFE), no tuvieron otra opción. Según el relevamiento de Agenda Migrante 2020 —colectivo integrado entre otras organizaciones por Amnistía Internacional, el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Campaña Migrar no es Delito—, el 58% de las personas migrantes encuestadas en abril de 2020 se quedaron sin trabajo, sin fuente de ingreso y por ende sin comida.
Ana Gamarra
— Antes nos trataban de vagos, de planeros.
Lo dice Ana, de 35 años, referente del FOL del sector de Riestra que llegó de Perú hace 10 años. Con la pandemia, los vecinos del lugar se dieron cuenta del valor de las organizaciones sociales. Y también de que, de un día para otro, se puede estar en el lugar de aquel que prejuzgaron alguna vez.
Como promotora de salud, Juana participa de las postas comunitarias del programa El Estado en tu barrio, donde se comparte información sobre la covid-19 y se reparten barbijos, entre otras cosas. Como es un trabajo voluntario, Juana se niega a poner la pechera oficial del programa para conservar la de su organización, con una gran cruz roja en el pecho y las siglas FOL.
Mujeres como ella, provenientes de distintas organizaciones sociales, son los ojos y las manos en el barrio de un Estado que a veces no da abasto y otras está desconectado de las realidades al ras del suelo. Ana lo resume con precisión.
—Lo que no hace el Estado, lo hacemos nosotras.
Pocas semanas antes de la pandemia, Ana y otras compañeras estaban a punto de abrir un nuevo comedor llamado Las guerreras del FOL, en el sector Riestra de la villa 1-11-14. El trámite de habilitación para recibir alimentos y cocinarlos se suspendió por la crisis, pero ante la urgencia de atender las necesidades locales, las militantes, históricas o recién llegadas, decidieron abrirlo. Es un cuarto amplio de paredes claras, una planta baja en el cruce de varios pasillos estrechos y oscuros, donde la distancia social resulta imposible. En una de las paredes, una pequeña ventana deja entrar una luz del día más simbólica que eficaz.
Lo que no hace el Estado, lo hacemos nosotras Ana Gamarra
Como todavía no podían recibir las provisiones, las mujeres del comedor buscaron otra solución para poder ayudar. Hablaron con sus compañeras del Berta Cáceres, separadas físicamente por 1,6 kilómetros y lograron su apoyo. Para hacer llegar la comida atraviesan todo el barrio de lunes a viernes: el periplo empieza con una difícil caminata por los pasillos, con changos (carritos de supermercado) cuyas ruedas pelean contra el piso irregular de la villa, para luego saltar de puesto en puesto de Gendarmería.
Andrea Murga Gutiérrez
"Evitamos ir por Perito Moreno, es más peligroso. Una vez robaron a las compañeras toda la carga y sus cosas personales", cuenta Andrea, migrante boliviana de 22 años, una de las más jóvenes de la organización. A a pesar de no vivir más en el barrio, sigue militando y colaborando. En el comedor Berta Cáceres se reparten los alimentos que les corresponden a las familias registradas en ambos espacios. Después, al mediodía, los entregan en formato de bolsones. No es un paseo, es una carrera. Tienen que ir rápido porque no hay tiempo. Rápido, porque dos changos de comida en época de pandemia es un tesoro que hay que cuidar y las guardianas no son más de cinco, de todas las edades, que empujan con sus propios brazos las raciones diarias para 100 personas.
Cruzando por la manzana dos está el hogar de Ana. En los ocho años que ha participado en la organización, ha visto cómo muchas compañeras crecieron como mujeres y se empoderaron. Ella misma también. En su casa, la primera que tiene con comedor y habitaciones para todos después de muchos años de alquilar un cuarto para compartir, vuelve a analizar momentos de su vida, desde su infancia en Perú a su temprana vida de pareja.
“Crecí con una mentalidad machista, no me daba cuenta. Atender al hombre como un rey, hacerle caso”. Se resiste a reproducir lo que vio en su casa, no quiere revivir lo que la hizo escapar de su país de origen. Ana encontró en el movimiento su espacio de libertad, un espacio donde como delegada de género, pudo acompañar a otras compañeras durante muchos años desde la experiencia propia. Con una sonrisa en la boca y en los ojos, recuerda la timidez de algunas, y cómo hoy toman la palabra, tanto en la organización como en sus propias casas. Mujeres migrantes como ella, que por razones variadas llegaron a la Argentina. Mujeres migrantes como ella, que hoy están al frente de la pandemia en la villa 1-11-14.
Susana Huallpa
Susana tiene 49 años y es una de las mujeres que participan en el comedor Berta Cáceres. A mediados de 2001 quiso migrar desde Bolivia, su tierra natal, a Argentina. Pero por demoras en el trámite de sus documentos llegó en la primavera del 2002, en pleno caos político, social y económico. La pandemia no es la primera crisis que atraviesa en el país.
—¡Recolección! ¡Recolección de basura! ¡Recolección!
Su voz y la de sus compañeras de cuadrilla de limpieza resuenan en los pasillos de la manzana uno. Tres días a la semana, entre las 8.00 y las 10.30 de la mañana, recorren la zona para recoger la basura y desinfectar los pasillos. Antes de salir se preparan en el obrador de un cuarto que alquilan a un restaurante de la avenida Perito Moreno. El ritual de vestimenta incluye pantalones de trabajo, guantes de protección, barbijos y lentes, al menos de sol, porque no les entregaron otro tipo de protección a pesar de prestar un servicio esencial que depende del Gobierno. Antes de salir, guardan alcohol y lavandina para protegerse del virus y de la contaminación.
El 5 de junio, después del trabajo con su cuadrilla, Susana vuelve al comedor para hacer tareas de prensa, su otra actividad en la organización. Registra cada detalle, cada esfuerzo de sus compañeros y lo comparte en las redes sociales y grupos de WhatsApp. Este día es importante: un conjunto de organizaciones sociales instalaron siete ollas populares en el barrio para reclamar y visibilizar la situación de emergencia. El FOL participa en tres de ellas. Con sobras de bolsones, donaciones y parte de sus propias raciones, cocinan un plato caliente para los que no entran en los cupos de los comedores.
En cada olla, cada persona tiene definida una tarea. Es una mecánica engrasada: una distribuye el pan, otra cuelga pancartas, las restantes sirven raciones de comida. Mientras, Susana se mueve entre los vecinos y la estrecha vereda para buscar el mejor ángulo que registre a sus compañerxs. De pronto, no saca más fotos: le avisan que quedó infectada por el virus. Como trabajadora de la primera línea, como muchas mujeres de las organizaciones populares. Susana va a tener que aislarse en la habitación de un hotel que puso a disposición el Estado para pacientes leves. "Lo mejor que le puede pasar", comentan algunos presentes. Ir al Hospital Piñero, el que le corresponde al barrio, es uno de los miedos más grandes de los habitantes de la 1-11-14.
Unas cuadras más allá, en la rotonda de Perito Moreno y Riestra, las guerreras del FOL revuelven lo que queda de sus ollas populares. Una ya está vacía. Con el celular muestran las fotos de una cola interminable que se formó una hora antes. Mientras ríen y levantan sus pertenencias, empujan su fiel chango que, así como con los bolsones, las hará recorrer torpemente las veredas de la avenida Varela hasta volver a su base, para limpiar, desinfectar y ordenar todo para el día siguiente.
En el camino, las compañeras se sientan y descansan. Sacan conclusiones de la actividad, discuten qué cosas se pueden mejorar y qué quedó por hacer. Las más antiguas comparten experiencias y los modos de hacer con las más nuevas. Aunque otro tema está en boca de todas: las intervenciones de Horacio Rodríguez Larreta, jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en una conferencia de prensa.
"Habló del barrio y de nosotros, pero dijo cualquier cosa", comenta una. Ninguna vio llegar los kits de limpieza que mencionó Rodríguez Larreta en su intervención. Saben perfectamente que las palabras ante una cámara difieren de las realidades en el barrio. El cobro del IFE, por ejemplo, sigue siendo un tema de preocupación dentro de la comunidad. Según el decreto, migrantes con al menos dos años de residencia tenían derecho a cobrar los 10.000 pesos (unos 115 euros) del subsidio excepcional. Sin embargo, a muchos les rechazaron su pedido sin motivo entendible. Cada una comparte su experiencia administrativa, lo que escuchó por ahí o sabe. A ver si entre todas logran resolver los problemas de su comunidad.
Andrea despide a sus compañeras, sale del comedor y camina unas cuadras hasta la parada del 50, que está en la puerta del hospital Piñero. Reparte su tiempo entre el estudio, el activismo, el taller de costura y la participación como delegada de la organización en la campaña Migrar no es Delito. Antes de que llegue el colectivo cuenta que migró a Argentina de adolescente, por decisión de su familia. No sabía mucho del país cuando llegó. Su padre, que ya vivía en Buenos Aires, le aseguró que era como en cualquier parte del mundo, donde “hay gente buena y gente mala”. Y ella decidió que quería ser de las primeras.
Este proyecto recibió el apoyo del Pulitzer Center y Revista Anfibia.
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