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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado

Vagabundeos urbanos

El arte de perderse en la ciudad, incluso en la propia, es la mejor manera de saber qué es y de qué está hecha en realidad

Una joven pasea por una calle de Hamburgo.
Una joven pasea por una calle de Hamburgo.Eddy Lackmann (Wikimedia Commons)

¿Por qué errar es un error? En efecto, el lenguaje nos obliga a dar por descontado que apartarse de un camino y avanzar sin rumbo fijo y definido, errar, sea idéntico a fallar, cometer una equivocación, que también es errar. Qué interesante la expresión castellana "erre que erre", relativa al que yerra con terquedad, es decir, que no puede evitar desviarse por caminos que no llevan a ningún sitio. Y lo mismo para el verbo vagar, según el diccionario, "estar ocioso; caminar sin determinación de lugar a lugar, caminar por un lugar sin encontrar camino o lo que se busca". Vago es también un calificativo que quiere decir "indefinido". Por último, vago significa "dado a la vagancia", "gandul". Y divagar es "decir algo o sin el orden y disposición que regularmente debe tener". Y de la misma raíz, vagabundo. En el mismo infinitivo y sus derivados se identifica el nomadeo sin objeto con los valores negativos de la improductividad, la desorientación y la ambivalencia.

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Decididamente, vagar, errar, ir por ahí sin rumbo fijo, tiene mala reputación. Corresponde a enfermos a los que no hay que dejar salir porque no saben volver; a desocupados crónicos que no tienen qué hacer con su vida; a individuos a los que aplicar el estigma del merodeador, que es alguien que está ahí sin que quede claro por qué y para qué y, por definición, un sospechoso. Y, claro, a los sintecho, gente sin hogar ni domicilio fijo.

Contra esa maldición que señala el errar como error, hace poco aparecía en castellano Una guía sobre el arte de perderse, de Rebeca Solnit (Capitán Swing, 2019), de quien hace tampoco mucho recibíamos, en esa misma línea, Wanderlust. Una historia del caminar (Capitán Swing, 2016). En este último libro, escrito en voz alta, la autora repasa oportunidades en que decidió o tuvo que salirse del camino y topó con experiencias o seres que ni esperaba ni la esperaban, hitos imprevistos que definieron sin ni saberlo ni quererlo su vida. Caminos abandonados que también fueron los de un pensamiento que, para ejercerse, renunció a toda residencia y se pasó el tiempo desviándose del mapa.

En cambio, perderse es acaso una de las experiencias que permiten percibir y compartir el verdadero espíritu de una ciudad, incluso de la propia. En eso consiste el verdadero turismo de calidad: dar esquinazo al guía, saltarse el programa de la jornada para hacer otras cosas, encontrar lugares no indicados en el plano…, formas que le permiten al forastero encontrar su propia forma de descubrir la ciudad que visita. Un ejemplo reciente de cómo se comporta el turista desobediente es Dérive veneziane, del artista Antoni Muntades, que es un itinerario no planificado que convierte Venecia en una ciudad desconocida y misteriosa. Como en Hiroshima mon amour, aquella película que le sirvió a Alain Resnais para, a partir del guion de Margerite Duras, investigar sobre la relación entre memoria y espacio urbano: el "errabundeo" nocturno de la protagonista por las calles de Hiroshima, que ya no es Hiroshima, sino Nevers, la ciudad de la que procede, en una dislocación de los lugares por los que se transcurre que hace reconocer en ellos el reverberar y la sombra de otros espacios en otros momentos.

Pero eso también vale para los habitantes de su propia ciudad. Virtud y placer de extraviarse en ella, encontrar cosas, personas, sitios inesperados. Lugares con nombre y perfectamente identificados pasan a ser súbitos laberintos en los que todos podemos hacer del paseo un viaje de descubrimiento. Como le ocurre al protagonista de la novela de Anne Tyler El turista accidental y a sus hermanos, que padecen una extraña enfermedad que hace que la más prosaica gestión cerca de su casa les suponga una aventura por lo desconocido. O como le recuerda el Azar —no en vano encarnado en un vagabundo— a Malou, la heroína de la película de Marcel Carné y Jacques Prevert Les portes de la nuit, cuando esta descubre que acaba de perderse en su propio barrio.

Por supuesto que resulta aquí esencial evocar la figura del flâneur, a quien Charles Baudelaire convirtió en clave de la modernidad urbana, individuo que se pierde entre la multitud, abandonado al callejeo sin otro sentido que no sea el "verlas venir". Luego, la visita-excursión dadá o la deambulación surrealista, a través de las cuales las vanguardias artísticas encontraron en la errancia urbana pruebas de las molestias que se toma la casualidad en demostrarnos que no existe.

Heredando esa tradición, desde finales de los cincuenta, los situacionistas practicaron la deriva psicogeográfica, que era presentada en su manifiesto fundador, en 1958, como "forma de comportamiento experimental ligado a las condiciones de la sociedad urbana: técnica del paso fugaz a través de ambientes diversos". Deriva: forma radical de distracción, desplazamiento sin finalidad abandonado a los requerimientos y sorpresas de los espacios por los que se transita. A partir de ahí, no se ha dejado de reconocer el perderse urbano como una forma de experimentación creativa, a la manera como practica hoy, por ejemplo, el grupo Stalker.

De esa misma imagen de la vivencia urbana como desconcierto tenemos derivaciones cultas y banales. Un programa televisivo que quería imitar el argumento de Los papalagi, asumió como título Perdidos en la ciudad. M-Clan y Obús tienen temas titulados Perdido en la ciudad. Lost in the City fue una colección de relatos de Edward P. Jones, publicados en 1992, que tenían como protagonistas gente negra de Washington, D. C. Fito Páez cantó lo que vale tomar el camino equivocado en Un vestido y un amor: "Y cuando me pierdo en la ciudad…". Las calles y las plazas son o tienen marcas, pero el paseante puede disolver esas marcas para generar con sus pasos un espacio indefinido, enigmático, vaciado de significados concretos, abierto y disponible para que suceda cualquier cosa. Como le ocurre a Quinn, el protagonista de La ciudad de cristal —uno de los relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster—, que amaba caminar por las calles de su ciudad teniendo la sensación de estar perdido.

Mayores o menores, todos estos ejemplos vuelven a lo mismo. Cómo, queriendo o sin haberlo previsto, perderse en la ciudad, incluso en la propia, es la mejor manera de saber qué es y de qué está hecha en realidad. Una prueba más de que solo podemos conocer de veras aquello a lo que hemos otorgado antes la dignidad de lo desconocido.

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