San Remo más allá del ciclismo y las canciones: arquitectura, paseos frente al mar y mucha historia
La perla de la Liguria es conocida por cerrar una de las grandes clásicas ciclistas, la Milán-San Remo, y el legendario festival de la canción, una institución italiana con trascendencia más allá de notas y melodías. Pero también guarda tesoros como el oratorio de San Sebastián, el palacio Borea d’Olmo o la fortaleza de Santa Tecla
San Remo es una ciudad en una especie de limbo desde muchas perspectivas. En italiano su nombre se escribe unido, mientras en nuestra lengua sus vocablos van separados. Además, esta localidad de poco más de 50.000 habitantes se halla a medio camino entre dos referencias de la gran línea de costa mediterránea de su perímetro, Niza y Génova. Ello, en vez de disuadirnos a visitarla, debería ser una invitación para hacerlo. La perla de la Liguria es conocida por cerrar una de las grandes clásicas ciclistas, la Milán-San Remo, y el legendario festival de la canción, una institución italiana con trascendencia más allá de notas y melodías.
Para ir a San Remo lo mejor es el tren. Su estación, inaugurada en 2001, es una rareza para este tipo de arquitectura, pues casi parece un búnker. Este extraño recibimiento se compensará a los pocos metros, cuando, camino del centro, topemos de sopetón con una iglesia ortodoxa rumana, preludio a maravillas futuras enmarcadas en el mismo credo.
Tras pasear, bien cobijados por la sombra, durante unos 10 minutos por Corso Garibaldi tendremos al alcance los hitos ciudadanos esenciales. Para verlos deberemos estructurar nuestro recorrido con cierta lógica si no queremos repetirnos.
San Remo ingresó en la historia a partir del siglo XIX. Su situación estratégica, rodeada de montañas con salida al mar, conllevó durante casi toda la Edad Media ser víctima de ataques de todo tipo, desde los temibles sarracenos hasta los insidiosos piratas, desplazándose los habitantes a las alturas del laberíntico barrio de La Pigna, así llamado por su forma, con tal de resguardarse de estos ataques.
El debut de La Pigna puede cifrarse al lado del Mercado mediante la torre sarracena, una construcción defensiva del siglo XIV. El antiguo meollo de la Ciudad de las Flores, patria del escritor Italo Calvino, rebosa de oratorios y templos católicos. Es muy recomendable verlos y para ello conviene tener mucha paciencia, pues lo normal, una vez en el interior del barrio, es encantarse ante la proliferación de callecitas curiosas con arcos y direcciones imprevisibles.
De esta arquitectura religiosa destacaríamos el oratorio renacentista de San Sebastián y el de Horacio, este último erigido a finales del siglo XIX. Asimismo, la ruta nos lo pone fácil en este sentido, pues La Pigna se corona muy a su manera con el bellísimo Santuario de la Madonna della Costa, azul en su fachada del Seicento y blanco en sus naves, de elaboración posterior y muy bien nutridas de un espectacular conjunto escultórico donde cada detalle es primordial pese a no contar su origen, debido a un marinero agradecido por salvarse de las incursiones corsarias.
Antes del santuario podremos descansar de tanta empinada subida en los Jardines de Regina Elena, ideales para admirar las vistas urbanas y orientarnos una vez descendamos, tras caracolear por lugares hacia el llano como la plaza de La Cisterna, promesa de modernidad, como si así la ciudad estructurara con claridad sus distintos estratos.
En medio de ambos, de lo antiguo y lo contemporáneo, se halla el hermoso limbo de la Catedral de San Siro, uno de los mayores ejemplos ligures de arquitectura románica, una bombonera fundamental bien rodeada de callecitas con sus correspondientes arcos y muchas terrazas como antesala a la Via Matteotti, el meollo tanto para turistas como para habitantes.
Esta línea recta hacia el mar conjuga todas las épocas de San Remo y une sus dos iconos más típicos: el teatro Aristón, sede del famoso festival, y el Casino, uno de los cuatro existentes en Italia. Inaugurado en 1905, representa a la perfección el espíritu de la Belle Époque, cuando acudían personas de todo el Viejo Mundo a tentar su suerte, algo resucitado con estrépito durante la Segunda Posguerra para alegría de periodistas, contentos con tanto desfile de celebrities, y dueños, eufóricos por el dinero ingresado.
Via Matteotti a simple vista puede parecer otra arteria prototípica de la actual Europa al reunir todas las marcas presentes en las principales calles del Continente. Su gracia reside en cómo brinda joyas patrimoniales casi en sordina. Una de ellas, frente al Aristón, es el palacio barroco Borea d’Olmo, con su doble fachada como museo estatuario al aire libre, coronada por una virgen ejecutada a manos de Giovanni Angelo Montorsoli, alumno de Michelangelo.
La culminación de Matteoti puede endulzarse con un helado, mucho más baratos que en Cannes y otras urbes cercanas, y rematarse con la iglesia del Cristo Salvador, el templo para la comunidad rusa. Lleva presente antes de la diáspora causada por la Revolución Rusa porque la nobleza del gran país eslavo amaba transcurrir sus veranos en la Costa Azul y la Riviera Ligur para disfrutar de sus aguas, playeras y termales. Esto lo atestigua todo el reguero de cúpulas de corte bizantino esparcidas por su geografía.
Desde la iglesia, una opción muy apetecible es acercarse al mar para mezclar cultura con ocio. La primera brilla en una bisagra del Corso Augusto Mombello, con el grupo escultórico a los caídos por la patria, y la fortaleza de Santa Tecla. La segunda copa nuestra mirada por el puerto con sus embarcaciones, indudable prueba de cómo el poder de la navegación comercial del Medioevo ha derivado en la ostentación de una nueva tipología de riqueza.
La morfología de la ciudad y su crecimiento se revelan por la ubicación de sus fincas y palacios. Una buena forma para redondear nuestro itinerario consistiría en rehacer lo caminado para descubrir el feudo de los residentes extranjeros de postín justo después de la estación ferroviaria.
A finales del siglo XIX, San Remo se erigió en un centro internacional de veraneo, no solo frecuentado por la frivolidad. Uno de los que establecieron su residencia en la localidad ligur fue Alfred Nobel. El creador del homónimo premio ordenó reconstruir en 1891 la villa de un farmacéutico para vivir sus últimos años en la tranquilidad de esos parajes.
Como vecinos, tenía a la familia suiza de los Ormond, quienes en 1887 reestructuraron tras un terremoto la Villa Rambaldi hasta darle su toque. Es magnífica tanto por finura como por el blanco predominante, complementado con el verde de sus jardines municipales, dotados de mucha variedad de flora y fauna, como la raíz de un árbol, frontera entre el ingreso y la vista a la mansión, hoy en día sede del Instituto Internacional de Derecho Humanitario.
Quien vaya a San Remo debe pasar casi de manera inevitable por Ventimiglia, encrucijada de frontera por excelencia entre Francia e Italia. Desde aquí recomendamos concederle unas horas porque nadie espera nada de ella, cuando en realidad, en su pequeñez, sorprende por cómo esconde su pasado, menos popular que el de nuestra protagonista, pero con argumentos muy fuertes para seducirnos y quedar en el recuerdo viajero.
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