Taiwán, el punto caliente donde chocan las superpotencias
Atrapado en el pulso hegemónico entre EE UU y China, el potencial explosivo del archipiélago asiático se ha multiplicado con el seísmo geopolítico por la invasión rusa de Ucrania. Viajamos al corazón del conflicto
Unas mariscadoras se agachan en busca de almejas, ellas conocen el pasado de este lugar, hablan de cuando eran niñas y se escondían en los refugios para guarecerse de las bombas que lanzaba desde la otra orilla el Ejército Popular de Liberación capitaneado por Mao Zedong. Son recuerdos “muy vívidos”, dicen. Una de ellas expresa su miedo a que todo eso regrese, a que China ataque Taiwán, aunque no cree que vaya a pasar. Otra añade: “¿Qué puedes hacer? Si ocurre, ocurre”.
Las aguas del estrecho de Taiwán transmiten una extraña paz, indiferentes a la pugna entre superpotencias. Las olas rompen sobre la arena, el día es cálido, perfecto para un paseo por la playa. Pero hay algo raro en el paisaje, elementos paradójicos, propios de esos enclaves a los que se les ha atragantado la historia.
Enseguida emerge en la costa una línea de pinchos herrumbrosos de las antiguas defensas destinadas a frenar las incursiones comunistas, y al fondo se ve una protuberancia que parece una roca, aunque en realidad no lo es: al acercarse, uno descubre un viejo tanque estadounidense semienterrado en la arena. Es pequeñito, de otra era, y se presta a la metáfora; evoca esa idea de un conflicto que se niega a desaparecer bajo la ambigüedad diplomática. El cañón comido por el salitre sigue apuntando hacia el horizonte.
En estas playas de Kinmen, un archipiélago taiwanés ubicado a escasos kilómetros de la China continental, el bando nacionalista frenó en 1949 el avance de las tropas comunistas. Huían en retirada hacia la isla de Taiwán, y el tapón permitió que los perdedores de la guerra civil china establecieran en Taipéi una especie de gobierno en el exilio, bajo la batuta del líder del Kuomintang, el dictador Chiang Kaishek. Lo denominaron República de China y su nacimiento es el origen de uno de los mayores conflictos geopolíticos de nuestra era, una rémora de la Guerra Fría, pero aún incandescente y de alta volatilidad, donde chocan las dos grandes potencias del siglo XXI: Estados Unidos y China.
Durante años, Kinmen estuvo blindada con miles de soldados, recibió andanadas de bombardeos y tensó las relaciones entre Washington y Pekín hasta la amenaza nuclear. La isla de Taiwán propiamente dicha, donde viven la mayor parte de los 23 millones de taiwaneses, se encuentra a decenas de kilómetros al este. Pero este grupo de islitas tan próximas a China que uno podría cruzar a nado se ofrece como un punto de observación avanzado para una primera toma de temperatura.
Desde el punto más cercano a la China continental se distinguen con nitidez los edificios de la costa, los barquitos de vela, la vida del otro lado que casi puede rozarse. Con prismáticos se pueden leer también los enormes caracteres escritos con mucha intención por parte de Pekín para convencer a los taiwaneses de una solución al estilo de Hong Kong: “Un país, dos sistemas para unificar China”. Taipéi también estima que en la otra orilla hay más de 1.000 misiles que apuntan hacia Taiwán.
He Chihyi
“Estados Unidos nos ha manipulado. Debemos reunificarnos”
Hoy Kinmen ha perdido ese vigor militar y se ha convertido en un enclave turístico al que acuden viajeros para hacerse una foto frente a las costas de China. El lugar tiene algo de microcosmos y da mucho juego para entender la poliédrica visión taiwanesa. Lii Wen, de 33 años, está de visita y acaba de retratarse con China al fondo. Es un político local de otro pequeño archipiélago llamado Matsu, miembro del Partido Progresista Democrático, actualmente en el Gobierno en Taiwán y chinoescéptico. Aboga por mantener el statu quo y a la vez mejorar las capacidades defensivas: “Debemos estar preparados ante cualquier eventualidad”. Otro turista da la visión contraria: He Chihyi, de 80 años, exmecánico de la fuerza aérea taiwanesa, reclama la fusión con la República Popular: “Estados Unidos nos ha manipulado. Debemos reunificarnos”.
Kinmen también es uno de esos lugares fronterizos con historias de mezcla. Tras la pandemia, han comenzado a funcionar los ferris que llegan en pocos minutos a China. En la terminal del puerto, Mao, una china de 37 años, casada con taiwanés y residente en la isla, espera a embarcar con un bebé en brazos: es la primera vez en tres años que cruza a China para ver a sus padres y que conozcan a su nieto.
Durante unos años, el de Taipéi fue el único Gobierno chino reconocido por la comunidad internacional, pero la situación dio un giro en 1971, cuando Taiwán perdió su sillón en la ONU en favor de la República Popular y comenzó un trasvase de vínculos diplomáticos hacia Pekín (España los estableció en 1973). La mayoría de los países han aceptado el principio de “una sola China”.
Hoy el enclave solo es reconocido por 13 Estados, pero funciona de facto como territorio independiente. Estados Unidos, que reconoció a la República Popular en 1979, rige su política hacia Taiwán mediante la “ambigüedad estratégica” y nunca aclara si respondería a un ataque chino a la isla. Así, mientras Pekín la reclama como “parte inalienable” de su territorio y no renuncia al “uso de la fuerza” para recuperarla, Washington la surte de armas, en una espiral en la que cualquier movimiento del contrario podría hacer saltar todo por los aires.
En la fragua del Maestro Wu, en Kinmen, hay una enorme pila con cientos de proyectiles y obuses. Este herrero nacido en 1957 se dedica a transformar el acero de los viejos artefactos que disparaban desde la China comunista en cuchillos. Muchos de ellos no explotaban, solo traían propaganda. Con un soplete, corta un pedazo del tamaño de un móvil y, tras introducirlo en el horno, lo golpea y lo pule hasta convertirlo en una hoja afilada. “El acero es de muy buena calidad”, asegura. Sentado ante un té, el herrero recuerda su primera infancia a cubierto y la sensación de crecer junto al gigante asiático en la Guerra Fría: “Era como vivir al lado de un tigre”. Décadas después, se logró la distensión y se abrieron comunicaciones entre ambos lados. “La gente iba y venía”, dice con nostalgia. Le gustaría volver a esos tiempos de intercambio, pero Wu cree que la pandemia ha derivado en un auge del sentimiento antichino en el resto del mundo. No quiere oír hablar de una guerra, cree que al final las víctimas son siempre ciudadanos inocentes, y que la isla no tiene ninguna opción contra China: “Taiwán debería mantenerse neutral”.
Las tensiones han ido en aumento en los últimos años a medida que ha crecido la rivalidad entre Estados Unidos y China. Si la competición entre estas dos superpotencias está llamada a marcar el curso del siglo XXI, Taiwán es ese punto del mapa donde podrían colisionar. La guerra en Ucrania ha servido de recordatorio de que las tragedias están siempre a la vuelta de la esquina. La turbulencia alcanzó cotas de riesgo el verano pasado con la visita a Taipéi de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi. Pekín reaccionó enfurecida, con las mayores maniobras militares de su historia en torno a la isla. Misiles de una potencia inusitada rodearon el enclave, y el Ejecutivo taiwanés denunció que el despliegue equivalía a un “bloqueo”. Estados Unidos redobló su apoyo militar a la isla.
El Gobierno chino acusa a Washington de tratar de alterar el statu quo, de apoyar a fuerzas separatistas y de contravenir la política de “una sola China”. “Están aumentando la venta de armas y colaborando en provocaciones militares”, denunciaba un documento publicado por Pekín tras el viaje de Pelosi. También ha dejado claro que cualquier comparación con la guerra de Ucrania tendrá “graves consecuencias”. Las relaciones no se han recompuesto tras el rifirrafe Pelosi. Hubo un espejismo en noviembre con el encuentro en el G-20 de Bali (Indonesia) entre Joe Biden y Xi Jinping, donde se emplazaron a evitar una nueva Guerra Fría. Pero la desconfianza que enfrenta dos formas de ver el mundo continúa, y estos últimos días han dejado señales peligrosas. Tras un nuevo encuentro en Estados Unidos de la presidenta taiwanesa, Tsai Ing-wen, con el actual líder de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, Pekín lanzó la semana pasada unos ejercicios militares con los que ha simulado durante tres días el cerco y bombardeo de Taiwán. Las tropas chinas “están preparadas para el despliegue en todo momento y decididas a aplastar cualquier forma de secesión o independencia [...] y de injerencia extranjera”, dijo un portavoz del Ejército Popular de Liberación el lunes, al concluir el teatro bélico.
Syaru Shirley Lin
“La historia de Taiwán es muy larga y complicada. Trágica”
“Yo veo Taiwán como una frontera avanzada de la sociedad democrática”, sentencia Syaru Shirley Lin, una exfinanciera curtida en Goldman Sachs, hoy al frente del Center for AsiaPacific Resilience and Innovation (CAPRI), un instituto con sede en la isla y EE UU. Es viernes y reina el bullicio en un elegante café de la zona financiera de la capital, Taipéi, pero su rostro se torna grave: “Si este mundo cae en la oscuridad y China supera a todos, entonces Taiwán no necesitará ser atacada: se convertirá en parte de China”. Mientras habla, atardece y prenden las luces en este barrio de aire futurista, reflejo de una potencia tecnológica. Taiwán produce cerca del 60% de los semiconductores del planeta y un 90% de los más avanzados, la mayoría a través de una sola compañía, TSMC, fundada en los años ochenta. El PIB per capita supera los 35.000 dólares, por encima de Japón y más del doble que el chino. Lin cuenta que esto no fue siempre así. Taiwán, hace no tanto, era un lugar pobre de agricultores en el que habían dejado su huella las potencias coloniales europeas, el imperio chino y, brevemente, el japonés. “La historia de Taiwán es muy larga y complicada”, dice. Y también “trágica”.
La biografía de Lin, cuya abuela materna era iletrada y se dedicaba a la recolecta de té, es un resumen de la transformación de la isla. Gracias a los lazos con EE UU, Lin ingresó en la Universidad de Harvard y, tras graduarse, trabajó en Wall Street. Cuando China comenzó a conectarse al resto del mundo y a crecer con cifras de dos dígitos, capitaneó la cartera de inversión en Asia de Goldman Sachs, uno de los mayores bancos de inversión del planeta. Su equipo fue de los primeros en posar la mirada en el sector tecnológico chino. Invirtieron en incipientes compañías como Alibaba (hoy un gigante digital) y SMIC, uno de los principales fabricantes de semiconductores del gigante asiático.
Tras colgar las botas de las finanzas, se ha enfocado en las relaciones internacionales, ha escrito el libro Taiwan’s China Dilemma (2016) y ha fundado el instituto CAPRI porque cree que hay que dejar de hablar tanto de Taiwán en términos de seguridad y hacerlo sobre “identidad democrática”. Lin habla a toda velocidad. Su discurso viaja de la economía a la historia y de la anécdota personal a las altas esferas de la geopolítica. No cree que su tierra se haya convertido de pronto en un punto caliente: “Los ucranios dirían lo mismo. Nosotros siempre hemos estado en el centro de esta crisis”. Tal y como lo ve, los semiconductores son el resultado de esa búsqueda de identidad. Taiwán se desarrolló porque no había más remedio: estaban aislados, eran un pequeño lugar al lado de un coloso, y necesitaban encontrar su camino. De pequeña, añade, vivía en un mundo que giraba en torno a hacer todo lo posible por construir una economía para que algún día pudieran regresar a China, recuperarla y “liberarla del régimen comunista”.
La otra clave que hoy define la identidad taiwanesa, dice, es la democracia. Fue un camino largo y tortuoso, con episodios de represión. Tras la muerte de Chiang Kaishek, en 1975, el enclave fue dando pasos hacia la apertura política a medida que registraba un desarrollo meteórico; se puso fin a la ley marcial en 1987, se celebraron elecciones en 1996 y comenzó una aproximación hacia la República Popular. Durante décadas, ambas capitales albergaron la esperanza de que ese acercamiento crearía las condiciones para una reunificación aunque discreparan en su significado. El cambio político en Taiwán ha ido complicando esa posibilidad.
Pero con la apertura se permitió viajar de un lado a otro a los ciudadanos de ambas orillas y se abrieron lazos comerciales. Hoy China es el primer socio comercial de Taiwán, una enorme paradoja. “La fuente más sencilla y más grande de estimulación económica provenía irónicamente de la fuente de los más importantes dolores de cabeza de Taiwán”, escriben Kerry Brown y Kalley Wu Tzu Hui en The Trouble with Taiwan (2019).
”Los taiwaneses tardaron los últimos 30 años en darse cuenta de que en realidad somos taiwaneses y formamos parte de la cultura china, pero tenemos valores distintivos: creemos en el Estado de derecho, en una sociedad libre y abierta”. La democratización del enclave y su desarrollo económico han ido en paralelo al surgimiento de ese sentimiento de pertenencia. La transformación, vista en una gráfica, resulta asombrosa: en 1992, solo el 17,6% de la población de la isla se consideraba “taiwanesa”; hoy son mayoría, el 60,8%; entre tanto, ha caído el porcentaje de quienes se consideran “chinos y taiwaneses” del 46,4% al 32,9% y se ha desplomado el de quienes se consideran solo “chinos” del 25% al 2,7%.
Abrazar esta identidad, sostiene Lin, implica despertarse del letargo de los últimos años en los que muchos pensaron que “comerciar con el enemigo reduce la posibilidad de tensión”. La lección, según cuenta, es similar a la que está aprendiendo Alemania con Rusia. Algunos de forma naíf y otros por puro interés y beneficio personal, dice, confiaron en que el comercio con China llevaría a la democratización del gigante asiático. Ella cree que no ha sido así, y que la confirmación de Xi Jinping al frente de todos los poderes del Estado en China, tras ser reelegido para un tercer mandato histórico, solo puede tener un sentido: pretende resolver la reunificación de Taiwán en vida. En su contra, añade, juega que para mover ficha necesita estar convencido de que puede lograrlo. Si yerra el tiro, podría suponer el colapso del Partido Comunista.
De nuevo, su rostro se torna oscuro: en los próximos 30 años, suspira, el mundo va a cambiar completamente. “Será distinto de aquel en el que crecí, se lo digo a mis dos hijas”. Y menciona cómo Pekín se ha impuesto en Hong Kong, con una Ley de Seguridad Nacional que ha barrido la resistencia ciudadana. “Uno no sabe lo que es perder la libertad hasta que la pierde”.
Kacey Wong
“Muchos taiwaneses vieron lo que pasó en Hong Kong, cómo la gente se levantó y luchó”
Kacey Wong, un artista hongkonés “autoexiliado” en Taiwán, conoce esa melodía porque la ha vivido. Estuvo en el nacimiento de las protestas prodemocráticas de la excolonia británica en 2014 y vio su final en 2020, tras la aprobación de aquella ley. Rememora cómo a muchos se los llevaron detenidos, acusados de subversión; temió por su libertad, tomó la decisión de huir. Dice que se ha retirado “al siguiente campo de batalla” de “una guerra que ya ha empezado”. Ahora trabaja en esta nave en un lugar indeterminado de la isla, un espacio que parece un baúl gigante donde atesora algunas creaciones que solía pasear en las manifestaciones, como el gigante rojo, un monstruo hecho de cartón que tiene dos muñecos atrapados en el puño: “Son los ciudadanos de Hong Kong”.
La excolonia ha vivido en los últimos años el mayor éxodo en décadas, 144.000 personas han volado al Reino Unido desde 2021, las universidades públicas pierden profesores. Lo sucedido, dice Wong, ha servido de alerta para Taiwán sobre el modelo “un país, dos sistemas” que Pekín ofrece para la reunificación. “Muchos taiwaneses ya no creen en ese sistema; vieron lo que pasó, cómo la gente se levantó y luchó”. Esa guerra en marcha de la que habla, dice, tiene que ver con las “ambiciones” de una persona: “Mao Zedong 2.0″.
“¡Que le jodan a Xi!”, exclama un hombre en una cena con amigos en Taipéi. Otro se arrebuja en la silla: “Yo amo a Xi...”. Mientras fuman y apuran cervezas, el primero saca un nuevo dólar taiwanés de la cartera: “Tenemos moneda, pasaporte, soldados. Taiwán no es parte de China”. Y un tercero agrega que, aunque Pekín actúa como un “abusón”, han de ser amigos: “No queremos una guerra”. Lo que la gente corriente en Taiwán opina sobre sí misma y sobre su relación con China no es monolítico, pero a menudo (casi el 60% según encuestas recientes) suelen responder que lo ideal es conservar el statu quo. Unos creen que para siempre y otros para meterse en faena después. Un empleado del sector financiero lo llama la “estrategia de la tortuga”: esconder la cabeza hasta que puedan completar su independencia.
En Occidente crece el temor al choque de trenes en torno a Taiwán y muchos se toman la guerra en Ucrania como un aviso. Cuando Moscú decidió invadir otro país, en Bruselas, donde tienen su sede la Unión Europea y la OTAN, políticos y asesores solían comentar fuera de micrófono la necesidad de responder con firmeza para lanzar un mensaje a la región de Asia-Pacífico. Una fuente comunitaria dedicada a China calcula la ventana temporal para que Pekín dé pasos hacia la reunificación entre 2024 —un año en el que se celebran elecciones en Taiwán, Estados Unidos y la UE— y 2027, cuando concluye el tercer mandato de Xi al frente del partido. Un general estadounidense ha asegurado, en un informe filtrado en febrero, que su “instinto” le dice que el conflicto puede estallar en 2025 (el Pentágono niega que sea una postura oficial).
Convivir con esos tambores de guerra de fondo produce cierta disociación cognitiva. Una mañana, uno puede disfrutar en Taipéi de un café carísimo en un local para gourmets ubicado en la colorida calle Dihua, que aún conserva cierto sabor del siglo XIX, viendo a la gente pasear mientras lee alarmantes titulares en la primera página del Taipei Times: Washington planea enviar más tropas a Taiwán; Blinken asegura que lo que ocurra con la isla no es una cuestión interna china: “Es un asunto que preocupa literalmente a todo el mundo”; el Ministerio de Defensa taiwanés quiere incrementar las tropas que irán a entrenar a Estados Unidos, y un legislador estadounidense, recientemente de visita en Taiwán, reclama “aprender las lecciones de Ucrania” para “armar a nuestros amigos y socios antes de que sea demasiado tarde”. El faldón recuerda que Corea del Norte ha lanzado un misil, poniendo en alerta a toda la región. Ahí fuera la vida fluye.
Es probable que las cosas se vayan tensando a medida que se acerquen las elecciones presidenciales de enero. La contienda enfrentará a los dos grandes partidos: el nacionalista Kuomintang (KMT) —en la oposición, aboga por un acercamiento con Pekín— y el DPP —chinoescéptico y en el Gobierno desde 2016—. Alicia García Herrero, analista española residente en Taiwán, economista jefa para Asia-Pacífico del banco de inversión francés Natixis, cree que Pekín esperará al resultado para dar cualquier paso. Si gana el KMT, dice una mañana en Taipéi, probablemente China no necesitará mover ficha para lograr un mayor acercamiento. El caso contrario crea un escenario más inestable. “Si el DPP gana y es bastante independentista, entonces habrá un conflicto. ¿Cómo? No lo sabemos”.
Hay quienes ya estudian esos escenarios. Lin YingYu, profesor asistente de la Universidad de Tamkang, especializado en las capacidades del Ejército chino, ha proyectado fases de un posible ataque. Lo primero que haría Pekín, cuenta en una charla virtual, es bloquear Taiwán: de este modo evitaría lo que ha pasado en Ucrania, a la que le llegan suministros desde la UE. Segundo, usarían ciberataques y campañas de desinformación para evitar que los taiwaneses tengan acceso a noticias fiables. Tercero, buscarían tomar islas cercanas, como el archipiélago de Penghu, para bloquear el paso del estrecho. Finalmente, si quieren atacar Taiwán, “el primer golpe sería disparando misiles” contra “el aeropuerto y las estaciones de radares”. El desembarco, concluye, se haría mediante helicópteros que despegarían de la flota anfibia china.
El Center for Strategic and International Studies, con sede en Washington, también ha proyectado batallas. Si la guerra se desatara en 2026, y Estados Unidos decidiera defender la isla con ayuda de Japón, el resultado probable sería una derrota de China, pero con un coste enorme para todos, según un estudio realizado en enero a partir de la reiteración de un juego bélico. En el escenario base, en unas semanas de combate se producen más de 30.000 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos. “Estados Unidos y sus aliados perderían docenas de barcos, cientos de aviones y miles de personas. Las elevadas pérdidas dañarían la posición global de EE UU durante muchos años. Mientras que el Ejército de Taiwán queda intacto, la isla queda gravemente dañada sin servicios básicos. La Marina china está en ruinas, el núcleo de sus fuerzas anfibias está roto y miles de soldados son tomados como prisioneros de guerra”, dice el informe. La UE se limitaría a imponer sanciones contra China; se evitaría la tercera guerra mundial. Pero el golpe económico se sentiría en todo el mundo, por el tamaño de los contendientes y porque Taiwán, con su industria de semiconductores, se ha convertido en imprescindible.
Con el planeta en un proceso de digitalización vertiginoso, el interés geoestratégico de Taiwán es casi equiparable al de las cuencas del carbón y del acero centroeuropeas por las que tantos tiros se pegaron en el siglo XX. El sector es también parte de la creciente rivalidad comercial, militar y tecnológica entre Estados Unidos y China; Washington impuso en octubre un bloqueo a la exportación de los chips más avanzados, al que se han sumado aliados como Japón y Países Bajos, con la intención de evitar el desarrollo chino de las armas más sofisticadas. Pekín lo ha criticado como una fórmula estadounidense para contener su desarrollo. Y se ha lanzado a producir semiconductores de última generación. En marzo, en su primer discurso tras ser reelegido presidente, Xi Jinping tocó las tres patas de la ecuación: exhortó a perseguir la “autosuficiencia científica y tecnológica”, aseguró que modernizará el Ejército para convertirlo en “una gran muralla de acero” y reiteró que la República Popular no estará completa hasta la reunificación de Taiwán.
“Los semiconductores casi han sustituido al acero como la base de la industria”, afirma Miin Wu, que ha dedicado su vida a levantar una multinacional de chips de memoria llamada Macronix. Él niega que sienta la tensión del estrecho a diario. Evita exportar a China lo prohibido y, es cierto, se han resentido los lazos comerciales, pero sigue “haciendo negocios como siempre”, cuenta una mañana en la sede de su empresa en Hsinchu, el polo tecnológico de Taiwán. Wu, de 75 años, da una vuelta por el pequeño museo dedicado a la compañía que fundó en 1989. En él se cuenta el proceso de la creación de chips desde la fundición de lingotes de silicio hasta su corte microscópico. Mientras, narra su odisea personal, desde la emigración a Estados Unidos para estudiar Ingeniería en Stanford hasta su regreso para revertir la fuga de cerebros.
Wu proviene de una familia de derrotados en la guerra civil china. Nacido en 1948, un año antes de que acabara el conflicto, llegó en brazos de sus padres a Taiwán con unos meses. Cree que no le queda familia en China. “Desapareció, supongo”, dice de forma lacónica. En el museo, aparece en la portada de revistas y hay expuestos aparatos en cuyo interior se encuentran sus chips de memoria (de videoconsolas a vehículos espaciales). Cree casi imposible que China u otros logren replicar de forma inmediata los semiconductores más avanzados (en Taiwán desarrollan ya los de tres nanómetros; China va por siete nanómetros). Eventualmente les alcanzarán, pero llevará “10 o 20 años”. Cree que esta es una de las fórmulas para Taiwán: “Si podemos seguir creando tecnología de vanguardia mundial, podremos sobrevivir”. Pero la fama es una navaja de doble filo: “Quizá porque nos va demasiado bien, estamos llamando la atención de los dos grandes”.
En el parque tecnológico de Hsinchu, que alberga a unas 600 empresas y genera unos 57.000 millones de dólares (unos 52.430 millones de euros), tiene también su sede TSMC, fabricante de la mayor parte de los chips avanzados del mundo. En ese interés renovado por la autosuficiencia tecnológica, Washington ha llegado a acuerdos con la compañía para fabricar sus circuitos integrados más punteros en Estados Unidos. Una fuente del sector cree que es también una forma de hacer una copia de seguridad por si las cosas se ponen feas en Taiwán.
Ting Lu
“Solo espero que podamos seguir siendo taiwaneses”
La sede de TSMC es una impenetrable sucesión de gigantescas naves. En torno a las cinco de la tarde salen trabajadores que han terminado el turno. En el aparcamiento, Ting Lu, de 28 años, ingeniera de software, cuenta que está empleada en una subcontrata que surte a TSMC de “máquinas de alta tecnología” que permiten crear chips de vanguardia: son “uno de esos vendedores” afectados por el bloqueo estadounidense. Y sobre las relaciones en el estrecho: “Solo espero que podamos seguir siendo taiwaneses”.
El incidente Pelosi, la guerra en Ucrania y la creciente beligerancia china han colocado la capacidad de defensa en el centro del debate político. Muchos se preguntan si Taiwán está lista. “No está en absoluto preparada” para un escenario bélico, zanja el teniente general retirado de la fuerza aérea taiwanesa Chang Yenting una mañana en Taipéi. Chang cree que apenas hay reservas de gas y petróleo, tampoco suficientes camas de hospital, hay problemas de logística, desfase en el material bélico y las Fuerzas Armadas no interesan al ciudadano: “Nadie quiere asistir a las academias militares”, dice.
El Ejecutivo de Tsai Ingwen ha dado pasos para mejorar la formación. En los últimos años se había ido reduciendo el servicio militar obligatorio desde los dos años a los cuatro meses. Pero el Gobierno decidió en diciembre incrementarlo hasta los 12 meses en 2024. La medida cuenta con el apoyo de la opinión pública. En octubre, una encuesta afirmaba que el 83,3% de los taiwaneses están de acuerdo con la siguiente afirmación: “La lección más importante que la guerra en Ucrania tiene para la educación de la defensa nacional es que debes luchar para salvar a tu propio país”, según la agencia oficial taiwanesa CNA.
Una de las cosas que más les interesan a los mandos militares taiwaneses es cómo hacer que las tropas “luchen ferozmente”, un factor decisivo en Ucrania, cuenta el analista ucranio Yurii Poita, que ahora trabaja en el Instituto de Investigación en Defensa Nacional y Seguridad, en Taipéi. Estudia qué conclusiones puede extraer Pekín de la guerra: “Si Rusia puede ocupar una parte de Ucrania y mantener su posición y si Europa lo tolera, sería una señal para China de que nadie hará nada”, dice un mediodía de finales de febrero, durante una manifestación en solidaridad con su país convocada al año de la invasión en la plaza de la Libertad de Taipéi. Poita cree que la guerra muestra a Taiwán “que la cooperación económica no puede prevenir una guerra; que el escenario más trágico puede suceder, y que hay que esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor”. A la manifestación también ha acudido Peifen Hsieh, directora de asuntos internacionales del DPP, el partido del Gobierno, que habla de las “similitudes” entre Ucrania y Taiwán: “Ambos nos enfrentamos a vecinos muy poderosos y agresivos con ambición territorial”. Rusia y China, añade, son aliados en muchos aspectos, por lo que resulta clave aprender la lección de cara a la “preparación” de Taiwán; justifica la necesidad de “incrementar la cooperación” militar con Washington, algo que Pekín considera una provocación. “Me pregunto qué no es una provocación para ellos, excepto que nos rindamos a sus reivindicaciones”, señala. “Solo se puede tener paz si uno es lo suficientemente fuerte”, concluye. “No queremos un conflicto militar, pero tampoco vamos a ceder a su intimidación”.
Chang Yenting
“Nadie quiere asistir a las academias militares”
El partido en la oposición, el KMT, ve las cosas algo distintas. También quiere evitar la guerra, pero mediante el fomento de los lazos comerciales y un mayor intercambio. Cuentan con un bagaje que avala sus postulados: la época de mayor acercamiento y distensión con Pekín se vivió en su última etapa al frente del Gobierno, durante la presidencia de Ma Yingjeou (2008-2016). Recientemente, mientras la presidenta Tsai visitaba Estados Unidos, Ma hacía el histórico primer viaje de un expresidente a la China continental.
“Dado el historial de malas relaciones con la República Popular, al menos sabemos cómo comunicarnos mejor con ellos”, afirma Wu Iding, una diputada del KMT. “Si quieres hacer las paces con la otra persona, no sigues empujándola. Tratas de entenderte. Eso es lo que hacíamos cuando gobernaba el KMT”. Los intercambios y los viajes hacia uno y otro lado, añade, son necesarios: “En cuanto tienes amigos, negocios o cualquier conexión, es menos probable que quieras golpear al otro”.
Tal y como lo ve, una de las bases de la relación es el consenso de 1992, por el cual Pekín y Taipéi reconocieron la existencia de una sola China con interpretaciones diferentes. Esa ambigüedad es “el truco” para evitar el desastre. Mientras acusa al DPP de querer romper el statu quo porque entre sus principios se encuentra la independencia, se pregunta: “¿Estamos contentos con esta situación? Sigamos así”. Concluye: “Ambigüedad, esa es la forma en que sobrevivimos”.
El acercamiento promovido por el KMT llegó a máximos con la celebración en 2015 del primer encuentro entre los presidentes de ambas orillas del estrecho. El líder chino, Xi Jinping, y el de Taiwán, Ma Yingjeou, se citaron en Singapur y, en línea con la ambigüedad, evitaron dirigirse el uno al otro como “presidente”.
La excesiva sintonía marcó al Ejecutivo de Ma, que perdió las elecciones meses después frente a Tsai Ingwen, chinoescéptica. También fue determinante el movimiento estudiantil Girasol: cientos de jóvenes tomaron en 2014 el control de la Asamblea Nacional durante tres semanas hasta bloquear la firma de un nuevo acuerdo de libre comercio con China. La protesta originó una nueva generación de políticos.
Miao Poya
“Mi generación no puede aceptar ser regida por una dictadura”
Miao Poya, concejala en Taipéi por el partido socialdemócrata, forma parte de esa nueva ola curtida al calor de los girasoles. Nació en 1987, el año en que terminó la ley marcial, y define a Taiwán como una “democracia aún muy joven pero vibrante”. Esa, dice, es la gran diferencia con China: “Mi generación no puede aceptar ser regida por una dictadura”. Miao cree que los taiwaneses gozan de una “independencia de facto” a la que lo único que le falta es el reconocimiento internacional. Es consciente de que mantener el statu quo es necesario para la estabilidad regional. Ve el reconocimiento internacional como un objetivo “a largo plazo”. Es una voz conocida del activismo a favor de los derechos LGTBI con un discurso contundente. Cree que la tensión de los últimos años tiene que ver con la década de Xi en el poder, que ha colocado la reunificación en el centro de “la propaganda de su dictadura”. Asegura que Pekín ha incrementado la presión desde que el DPP tomó el poder, con una táctica de intimidación para que los taiwaneses dejen de votar a un partido que aleja las posibilidades de reunificación. China les hace notar que, si optan por tomar sus propias elecciones, “estará muy insatisfecha”, dice.
En su opinión, la historia del siglo XX muestra que hacer caso es la peor forma de tratar con “una dictadura”. Un día después de la entrevista, la política se encuentra en el escenario de la manifestación a favor de Ucrania y, con el micrófono en la mano, traza un hilo entre Taipéi y Kiev: “¡Somos como dos velas en una habitación muy oscura! ¡Con nuestros sacrificios queremos iluminar la democracia y la libertad en el mundo!”.
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