Asalto al cielo de la moda
LVMH y Kering, los dos grandes grupos franceses que lideran el mercado del lujo en todo el mundo, se enfrentan a la aparición de nuevos conglomerados de moda y accesorios de alta gama estadounidenses e italianos dispuestos a amenazar su hegemonía y romper el equilibrio de poder en un negocio que no para de crecer.
Si nada se tuerce, Estados Unidos verá nacer su propio gigante del lujo en algún momento de 2024. La noticia de tan esperado natalicio saltó a mediados del pasado agosto, cuando el grupo Tapestry, Inc. formalizó la compra de Capri Holdings por cerca de 8.000 millones de euros. Una operación financiera que, a falta de secundar por los accionistas, reunirá seis populares enseñas de moda y accesorios de alto rango —Coach, Kate Spade y Stuart Weitzman, en la cartera del primero, más Michael Kors, Versace y Jimmy Choo, aportadas por el segundo— bajo el mismo techo de barras y estrellas con la intención de plantarle cara a los líderes europeos del sector. “Al fusionarnos con Tapestry, tendremos mejores recursos y mayor capacidad para acelerar la expansión de nuestro alcance global, al tiempo que preservamos el ADN único de nuestras marcas”, se jactaba tras rubricar el acuerdo John D. Idol, presidente de Capri Holdings. Ambas multinacionales cerraron el último ejercicio fiscal con un saldo combinado de 12.000 millones de euros en ventas, previsiblemente a doblar, al menos, ahora que su presencia unificada se extenderá a 75 países. Que comiencen los juegos del hambre de lujo.
La del conglomerado de firmas/empresas de productos de consumo premium es una vieja aspiración de la industria del vestir estadounidense, espoleada por su particular escudería de tradición marroquinera artesana, que es lo que suele dar calidad a esta película. Fundada en 1941, en un taller de Manhattan, Coach pasa por ser la Louis Vuitton neoyorquina, con sus galones de excelencia ganados primero con los artículos de piel (bolsos y maletas) y renovados por la pertinente colección de prêt-à-porter con firma de diseñador estrella a partir de 1996. La percepción de la marca, sin embargo, siempre ha sido de categoría media antes que de lujo; un quiero y no puedo que se solventó al reinventarse como sociedad y salir a Bolsa en 2000. Comenzó a facturar por encima de la barrera de los 5.000 millones de euros y a sentir apetito por la exclusividad: se hizo con el zapatero Stuart Weitzman por 480 millones de euros a tocateja en 2015 y, dos años después, con la rival Kate Spade por algo más de 2.100 millones. Fue también en 2017 cuando el entramado resultante de las adquisiciones pasó a denominarse Tapestry, Inc.
La peripecia financiera del grupo anteriormente conocido como Michael Kors Holdings Ltd. resulta similar. Establecido en 2003 por el infatigable diseñador neoyorquino que le dio nombre, merced a los 100 millones de efectivo inyectados por un par de inversores, pagó casi 1.000 millones de euros por Jimmy Choo en 2017 y, a continuación, se merendó Versace por 1.830 millones, rescatando a la firma italiana de la quiebra. Todas jugadas maestras orquestadas por John D. Idol, en calidad de presidente desde 2011. Con semejantes activos, el grupo se rebautizó Capri Holdings hace ya un lustro. Antes de convertirse en propiedad de Tapestry, su valor de mercado rondaba los 3.600 millones de euros. Juntos se disponen a dominar el 5,1% del consumo de lujo mundial, según cifra la consultora GlobalData, lo que convierte el naciente conglomerado en la cuarta fuerza del sector a efectos globales (segunda en EE UU, ojo), solo por detrás de los franceses Louis Vuitton Moët Hennessy y Kering y el suizo Richemont. Claro que no están solos en este asalto al cielo de la moda.
Hace cuatro años, Marco Marchi vio cumplido su sueño: crear un supergrupo empresarial no solo a mayor gloria comercial del made in Italy, sino además de su preservación. Harto de “ver pasar los tesoros italianos a manos extranjeras”, como declaraba al portal FashionNetwork, el ideólogo y presidente de Liu Jo adquiría Blufin, el grupo fundado en 1977 por la diseñadora Anna Molinari y su marido, Gianpaolo Tarabini, y con él, dos de las más reverenciadas etiquetas transalpinas, la propia Anna Molinari y Blumarine. “Mi visión del emprendimiento se materializa: reunir marcas de alta gama con un carácter común y potencial de crecimiento, con el objetivo de hacerlas competir de manera más eficiente en el escenario internacional”, decía al presentar Eccellenze Italiane Holding, en el que ejerce como único administrador. Y miraba directamente al ejemplo francés: “Han demostrado que la sinergia reporta resultados objetivos”. Aunque aún no ha podido saltar al parqué como pretendía, los suyos los estima en 500 millones de euros para finales del actual ejercicio. Un récord que fía a la designación de Walter Chiapponi como director creativo de Blumarine, puesto que asumió a principios de noviembre llegado de Tod’s. La jugada no tiene pérdida: al deshacerse de su antecesor, Nicola Brognano, que devolvió el favor de las celebridades con su traducción alto standing de la juvenil estética de los primeros años de la década de 2000, busca la consolidación comercial por la vía rápida de los accesorios. “Debemos ser coherentes y responsables, esta segunda fase nos lleva a alcanzar metas más ambiciosas”, explica. E insiste: “Somos italianos, y llevar una empresa de lujo al éxito es un orgullo para todos, que ya las demás nos las han arrebatado”.
El empeño de Marchi en apostar por el producto nacional contrasta con la aspiración internacional del resto de los conglomerados italianos en liza que, aparte de Only The Brave (OTB), el holding de Renzo Rosso cimentado sobre Diesel, Maison Margiela, Marni y Viktor & Rolf, tampoco han ido muy allá: el grupo Prada lo intentó adquiriendo Helmut Lang y Jil Sander en 1999, pero tuvo que venderlas seis años más tarde ante los apuros financieros, mientras que New Guards Group, hogar de los superventas Off-White, Palm Angels y Heron Preston, es propiedad de Farfetch, gigante portugués de la venta electrónica, desde 2019, tras desembolsar 600 millones de euros. Los dos fundadores que permanecían en la cúpula directiva, Davide de Giglio y Andrea Grilli, fueron despachados el pasado junio. El tercero, Claudio Antonioli, prefirió coger la puerta motu proprio en 2020 para poner en marcha una nueva aventura: Dreamers Factory, incubadora empresarial que se nutre de la reflotada etiqueta de culto belga Ann Demeulemeester y la recién adquirida marca de clubwear 44 Label Group, al tiempo que se beneficia de un magnífico canal de distribución propio (Antonioli es también dueño de la cadena de tiendas multimarca más exclusiva del país). El resto de los baluartes de la excelencia italiana, de Giorgio Armani a Max Mara, pasando por el grupo Zegna o adalides del lujo silencioso tipo Brunello Cucinelli, resisten el expolio como pueden.
En julio saltaba otra liebre: resulta que Kering ha llegado a un acuerdo con la actual propietaria de Valentino, la sociedad de inversiones Mayhoola for Investments (gestionada por la familia real de Qatar), para comprar el 30% de sus acciones. La maniobra pone al holding francés en posición de ventaja para adquirir el 100% de la firma de origen romano antes de 2028. El conglomerado del clan Pinault —hoy comandado por el hijo, François-Henri Pinault— también habría ido a por Tom Ford, pero se le adelantó Estée Lauder, el emporio cosmético que debutaba en la arena de la moda con una operación valorada en 2.000 millones de euros, quién sabe si para rivalizar en un futuro más o menos cercano con Puig, el grupo de lujo español que ha ido sumando etiquetas de exclusividad indumentaria (Jean Paul Gaultier, Carolina Herrera, Rabanne, Dries Van Noten y la más reciente Nina Ricci) a su catálogo de fragancias, maquillaje y dermocosmética para convertirse en referente del sector merced a esos históricos 3.600 millones de euros de ingresos netos alcanzados en 2022. Curioso, para el caso, que cuatro décadas después la dinámica del “y yo más” sea la que aún defina al sector.
Por supuesto, el lujo sigue siendo cosa de los franceses. Como concepto, porque viene dado desde las políticas cortesanas de Luis XIV. Y en términos de consumo, porque responde a los intereses de las dos corporaciones que han modelado su devenir en el mercado a partir de mediados de los años ochenta. Bernard Arnault, factótum de Louis Vuitton Moët Hennessy (del que se convirtió en accionista mayoritario en 1989, opa hostil mediante), y François Pinault, artífice de Kering (primero Gucci Group y luego PPR), se han ocupado de redefinir su significado, ponderando el precio por encima del valor. De ahí la carrera enloquecida por acumular activos, a veces casi a tortas —recuérdese la llamada guerra de los bolsos, que los enfrentó en batalla legal por la posesión de Gucci a finales de los noventa, resuelta a favor de Pinault en 2001—, con el único objetivo “de hacer tanto dinero como les fuera posible”, según constata la periodista Dana Thomas en Deluxe: de cómo el lujo perdió su esplendor (Superflua, 2023). Ya lo dijo una vez Bernard Arnault, el segundo hombre más rico del mundo, a veces incluso el primero: “Lo que me gusta es la idea de transformar la creatividad en rentabilidad. Es lo que más me gusta”.
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