¿Qué hacemos con los domingos por la tarde?
Es cuando caemos en la cuenta, una vez más, de que no se ha cumplido esa promesa que lleva consigo cada viernes


Los domingos por la mañana se inventaron para leer la prensa y los domingos al mediodía para el esplendor, la gloria y el descorche —¡pop!— de un buen aperitivo. Pero la vida es un sistema de compensaciones y tiene por tanto alguna lógica existencial que los domingos por la tarde se cobren tanto bienestar y decidan vengarse de nuestra felicidad con una residencia temporal en el tedio: según la gravedad del domingo en cuestión, a veces sus tardes son una incursión por los terrenos de la angustia o tan solo un adiestramiento en la desgana. Es, en todo caso, el día más pegajoso de la semana: cuando caemos en la cuenta, una vez más, de que no se ha cumplido esa promesa que lleva consigo cada viernes. He ahí una verdad autoevidente: los domingos por la tarde, de algún modo, resulta más difícil ser feliz.
Lo más prudente, un domingo por la tarde, sería encerrarse a leer en casa, aturdirse con una de esas siestas —siestas con babilla— que flirtean con el coma. Los domingos, sin embargo, tienen más bien la mala pata de cogernos esperando el último Ryanair en algún aeropuerto donde van a perdernos la maleta. Es también el momento de la vuelta en coche, con su porción de atasco y de absurdo en la autovía: no pasa nada en el universo y, de pronto, la radio anuncia un gol del Eibar. El domingo por la tarde es el instante propicio para decirnos cosas terribles como “qué pronto se hace de noche ahora”, porque —de alguna manera— los domingos por la tarde siempre tienen un sabor a otoño y a final, y este último domingo llegué a oír, de pasada, una frase que sonaba directamente ya a sentencia: “Mañana hay que madrugar”. Los restaurantes que nos gustan están cerrados y —en ese espacio de indecisión entre los que se van y los que vienen— los bares de los hoteles están vacíos. La vida verdadera de los lunes nos parece todavía algo extraño, algo lejano, pero, al mismo tiempo, fatal e ineluctable. Esta certeza otorga a todo su espesa consistencia metafísica. Se supone que en el sabbat Dios descansó de su creación: el silencio de algunos domingos hace pensar, más bien, que Dios, simplemente, se desentendió del mundo. Tengo para mí, en fin, que casi todas las rupturas, casi todos los adioses, tienen lugar un domingo. También es cuando llueve de modo más hiriente, y esa combinación de domingo y lluvia puede llevar el desaliento a las almas más blindadas.
Quizá lo más llamativo del domingo por la tarde es su universalidad radical: ni todo el dinero del mundo lo evita, ni todos los placeres de este mundo lo ahogan. El domingo la orgía se marchita y el champaña pierde su burbuja. Uno se imagina a Julio Iglesias soltándose de los brazos de Vaitiare y a Hugh Hefner abandonando su fiesta para retirarse, en soledad, a meditar sobre la vida. El decaer es general, y en la isla —pura lujuria caribeña— de Santa Lucía, el Nobel Derek Walcott nos habla de la melancolía del domingo y de “esos pueblos en cuyas calles ocres duerme un perro”.
Uno ha pensado que quizá la ONU podría tomar cartas en el asunto y hacer algo: que los domingos por la tarde caigan de modo aleatorio, por ejemplo, la mañana de un martes o de un jueves. Así jugaríamos al despiste con el abatimiento, pero entiendo que es difícil cuando ni siquiera hemos logrado abolir esa fábrica de depresiones que es el cambio de hora.
O quizá ocurra algo distinto. Quizá ocurra que, con el tiempo, lo que uno entiende es justamente que la vida consiste en aprender a navegar esas tardes de domingo. A rendirse ante la evidencia que nos dejan sus lecciones: que nuestra tristeza y nuestro gozo tienen más que ver con lo que anticipamos que con lo que de verdad vivimos. Que son esas tardes de silencio las que dan brillo a esos mediodías en los que alguien dice “vamos a tomar algo por ahí”. Que la alegría era un tono menor y no un ruido, una intimidad y no un espectáculo. Que nuestros afectos —esas visitas a los abuelos, esos torteles y pasteles y cumpleaños del domingo— nunca andan demasiado lejos de nuestras angustias. Y que la vida tiene sus dulces venganzas: durante años, creemos que la alegría está lejos de casa, hasta que el círculo se cierra y sabemos que no hay nada como un domingo en casa de tus padres.
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