Javier Rodríguez, el tripulante que se salvó del naufragio por una lesión: “Solo pienso en las vidas de mis compañeros que quedaron atrás”
La pesca es un oficio de alto riesgo, poco rentable y sin atractivo para las nuevas generaciones, que ceden el relevo a marineros inmigrantes
El día después del trágico naufragio del Villa de Pitanxo en aguas de Terranova (Canadá) dejó apenas sin movimiento las localidades pesqueras de Pontevedra. La niebla y una lluvia fina, pero persistente, dejó los barcos varados en los puertos. En Cangas, pueblo natal de más de la mitad de la tripulación del arrastrero gallego, solo había actividad en la lonja y en los bares frecuentados por los pescadores, donde todos hablan del triste balance de nueve marineros muertos y 12 desaparecidos.
Además de los tres únicos supervivientes, la tripulación fija del desaparecido Villa de Pitanxo cuenta con otro marinero a salvo. Una lesión en la clavícula por un golpe de mar durante la última campaña de diciembre, también en Terranova, dejó a Francisco Javier Rodríguez lesionado en tierra. “Lo primero que pensé cuando supe la noticia no fue en mi buena suerte, sino en las vidas de mis compañeros que quedaron atrás y la desgracia para muchas familias”, asegura completamente abatido, horas antes de que las autoridades canadienses anunciaran la suspensión de las tareas de búsqueda en la zona del naufragio.
Con 53 años, casado y sin hijos, Rodríguez llevaba enrolado tres lustros en este barco, que ya forma parte de la historia negra de la pesca gallega. En esta campaña de enero que estaba a punto de terminar, iban los mismos tripulantes de siempre y solo cuatro de ellos eran nuevos. “Éramos compañeros y amigos de mucho tiempo, y me quedo sin palabras para decir lo que siento, a pesar de que siempre que vamos allá somos conscientes de los riesgos que corremos”, afirma con la voz entrecortada.
Rodríguez atribuye a un golpe de mar la posible causa del siniestro. Recuerda que, durante otra fuerte borrasca, una ola que pudo alcanzar los diez metros, impactó con tanta fuerza contra el barco que derrumbó el puente de mando. Otra similar lo tiró a él en la cubierta cuando recogía cable con otros marineros. “Me salió la clavícula de su sitio y ahora estoy de baja, con recuperación, así que esa tempestad decidió mi destino”, sentencia.
El accidente ocurrió cuando el barco ya estaba agotando el cupo de capturas de fletán negro, bacalao y raya. El arrastrero congelador hacía una media de cuatro campañas al año que duraban dos meses y luego regresaba a las localidades pontevedresas de Marín o Vigo para hacer un parón de 15 días y darle un descanso a la tripulación. Durante la semana de viaje que lleva llegar al caladero de Terranova, los marineros preparan los cables, aparejos y las cajas para congelar el pescado. “Luego llega lo fuerte, jornadas intensivas en las que llegas a trabajar 18 horas, siempre a golpe del timbre del detector del aparejo, que suena primero al caer al mar y luego cuando está lleno para subir a cubierta”, relata Rodríguez. “Aquello parece una oficina de bomberos porque hay que moverse rápidamente”.
Rodríguez repite que es un oficio “muy duro”, que “quema mucho” y que “no es rentable para las horas” que se le dedican. “La gente joven ya no quiere este trabajo. Da dinero, pero el precio que pagas es muy alto, tanto físico, por las enfermedades que ocasiona tanta humedad, como psíquicamente, y hay un momento que necesitas dejarlo“, explica.
“El mar nunca está bien pagado”
Salvador López es primo del que era cocinero del Villa de Pitanxo en el momento del naufragio. En la noche del martes al miércoles no ha pegado ojo. Él mismo navegó durante 22 años, muchos de ellos en los caladeros de Terranova. Allí sufrió con sus compañeros un percance serio que ahora no deja de recordar. Fue un día de gran oleaje y un frío brutal. El mar entraba en el pesquero y al poco se helaba. El agua congelada empezó a cubrir el Villa de Pitanxo y su peso escoró el barco, cuenta. Para evitar irse a pique, relata López, la tripulación paró las máquinas y se turnó para subir a cubierta y picar el hielo durante todo un día. Solo así consiguieron enderezar el pesquero y seguir vivos.
Ante un oficio tan arriesgado y con los recortes en las cuotas, las nuevas generaciones de marineros ya no se enrolan como lo hacían antes en los pesqueros de altura. Prefieren otras profesiones y ceden el relevo a los migrantes que llegan a Galicia para quedarse y comenzar una nueva vida como tripulantes, después de asistir a cursos de aprendizaje. “Los chavales de ahora ya no quieren este oficio”, asegura José Sotelo, marinero jubilado de 68 años. “Antes había que marchar porque no teníamos otra cosa para poder mantener a la familia, pero en estos tiempos, la mayoría no lo necesita y puede elegir otras salidas”, comenta.
Sotelo pasó más de media vida navegando en buques pesqueros que faenaban en Las Malvinas (archipiélago del Atlántico sur, reclamado por el Reino Unido y Argentina), Sudáfrica y también en Gran Sol. Mientras pone hielo en varias cajas de pescado que carga en su furgoneta frente a la lonja de Cangas, lamenta el accidente del Villa de Pitanxo. “Es terrible lo que ha pasado, pero el mar es así, siempre sorprende, te traiciona y nunca está bien pagado. Aun así, quieren jubilarnos con 67 años, con todo el desgaste acumulado que llevamos encima”, protesta.
Secundino Magdalena explica que muchas tripulaciones subsisten gracias a los migrantes porque “para ellos es un medio de vida con buenas expectativas, como lo era para este sector hace 50 años”. Este marinero, de 58 años, incide en que se trata de “una mano de obra barata que demandan los armadores” mientras para la juventud autóctona el mar “ya no es vida”. “El mar es para valientes”, abunda. “En unos segundos pierdes la vida”. Magdalena cree que llegará un día en que los barcos queden varados por falta de relevo en las tripulaciones. “Primero porque no hay tanto migrante para cubrir las vacantes que habrá, y segundo, porque los cupos serán cada vez más limitados para los pesqueros gallegos. Hay pocos recursos y muchos con los que repartir”, incide.
El bar Géminis, frente al puerto de Cangas, es un punto de encuentro de pescadores de la localidad. José Ramón, Juan y Jacobo, tres amigos marineros de apenas 40 años, admiten que no se enrolarían en pesqueros como el Villa de Pitanxo. Ellos trabajan en barcos de bajura y creen que no compensa lo que pagan los armadores por dos meses a destajo. “Pasas a veces 48 horas sin dormir, cortando y empaquetando pescado, para cobrar 1.200 euros fijos al mes, que te entran en tu cuenta del banco, y luego te llevas un 0,9% de las capturas, dependiendo del rango del marinero, lo que puede suponerte unos 3.000 euros en la campaña de pesca”, comentan.
En la mesa de al lado, Carlos, de 56 años, sigue faenando y trabajó con Nores, la empresa armadora del barco que naufragó en Canadá, en la captura de calamar en Malvinas. “Si tuviera 20 años no iría al mar. ¿Qué importa que ganes 3.000 euros si trabajas 24 horas? No es vida”, asegura. “En un futuro cercano, aquí quedarán cuatro patrones y las tripulaciones serán de fuera, muchos de ellas con marineros jóvenes que están dispuestos a arriesgarse y a trabajar por un sueldo que para ellos es dinero”, concluye.
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