La colina de las ametralladoras
El Turó dels Guíxols, con un búnker, un puerto y una casa de salvamento marítimo, libera del encierro covid
El nombre, “nido de ametralladoras”, no puede ser más sugerente. Es fácil imaginar un nido, de esos que construyen los pájaros costosamente, y que cuelgan de cualquier árbol, incluso en la peor ciudad. Un lugar mullido, caliente, acogedor... Hasta que se lee “ametralladoras”. Ahí ya la cosa cambia. Más que pollitos y vida, se cae en la cuenta de qué eran los nidos de ametralladoras: construcciones de hormigón, semienterradas, para la defensa o el ataque.
El de Sant Feliu de Guíxols (Baix Empordà) está en uno de los lugares más genuinos del pueblo: el Turó dels Guíxols, un accidente geográfico que divide la bahía en dos. Dice la leyenda que desde ahí se tiró al mar al predicador Feliu l’Africà, del siglo IV, con una rueda de molino atada al cuello. Tres ángeles salvaron al mártir y lo llevaron hasta la costa. Tomando como referencia el bar el Corsari, con los mejores calamares a la romana de la zona, y subiendo una pequeña cuesta, se llega a la colina. Unas escaleras a la derecha llevan hasta la entrada del nido. La covid obliga a pedir cita. Antes no había tantos formalismos: los del pueblo se colaban por los agujeros para las ametralladoras, hoy enrejados.
Xavier Roca, técnico del museo de historia de Sant Feliu de Guíxols, mueve la plancha de hierro que cubre el nido y permite la entrada. Le acompaña Silvia Alemany, la directora de la institución. Ambos se conocen la historia del pueblo, de la colina, del nido, y de casi cualquier cosa que se quiera preguntar. Hay que bajar un tramo de escaleras angostas antes de llegar a un espacio de unos 50 metros cuadrados. En forma de L, se ve claramente el espacio de las troneras que protegían la bahía durante la Guerra Civil. Allí se colocaban las ametralladoras.
Sant Feliu de Guíxols fue un lugar muy bombardeado, explica Alemany. Los plafones informativos del búnker dan cuenta de ello. El 22 de enero de 1938 tres bombarderos trimotores italianos Savoia 79 atacaron la ciudad. Los aviones empezaron por la montaña de Sant Elm, desde donde supuestamente el periodista Ferran Agulló bautizó la Costa Brava en 1908, y dejaron caer “entre 10 y 15” bombas sobre la zona de los baños (que aún siguen medio en pie, con la mítica discoteca Palm Beach cayéndose a trozos), el paseo del Mar y la plaza del Mercado. Murieron 13 personas y 45 resultaron heridas.
Un día después, el municipio fue atacado desde el mar. Dos cruceros sublevados, el Canarias y el Almirante Cervera, dispararon “hasta 40 tiros contra el puerto”. Acertaron en el vapor Cabo Tres Forcas, que justo entraba, y también en casas de las calles más cercanas. Hubo un muerto, diversos heridos, y varios tejados de la zona baja del pueblo sufrieron desperfectos por la metralla.
En la era covid, por las hendiduras del interior rocoso del nido de ametralladoras solo se cuela la tranquilidad de la bahía de Sant Feliu de Guíxols. El mar empieza a rizarse ligeramente y las nubes amenazan con bajas temperaturas y algo de lluvia la primera semana de libertad, solo con cierre autonómico después de dos meses de confinamiento municipal y comarcal. Pero no es suficiente para empañar la alegría de volver al pueblo, donde los pinos acarician el mar.
La sensación de liberación, lejos de la ciudad, es aún más potente desde la terraza del edificio del antiguo edificio de Salvamento Marítimo: una estación de rescate de náufragos, creada en 1887. En la misma colina, al lado del nido de ametralladoras, es una de las sedes del museo de historia del municipio. Desde ahí arriba, se ve la tramontana azotar todo el paseo. Incluso el edificio Joan I, con sus 11 plantas de apartamentos frente al puerto, parece menos monstruoso. Serán los efectos secundarios del encierro pandémico.
La caseta de Salvamento Marítimo exhibe intacta la embarcación que se usó a finales del siglo XIX para salvar a los náufragos y el carro que la transportaba. “Es, con toda seguridad, único en la Mediterránea y, posiblemente, en el mundo”, asegura el tríptico informativo. “Había un almacén, al lado de donde está el Corsari, y allí quedó todo el material guardado”, cuenta Roca, sobre el milagro de su conservación. El barco fue bautizado con el nombre de Miguel de Boera, en recuerdo a un famoso militar ganxó (el gentilicio de Sant Feliu de Guíxols) que en siglo XVI llegó a ser capitán general de la Marina española bajo el mando del emperador Carlos V. El barco estaba a cargo de 11 remeros voluntarios que asistían a los mercantes que tenían problemas en el mar. Para asegurarse que se movilizaban rápido, se daban primas por orden de llegada, cuenta Roca. En 1940, el edificio pasó a manos de la armada y en 1971, de la Cruz Roja del Mar. En los años ochenta, el edificio se llenó de objetores de conciencia que se negaban a hacer la mili.
Pero la historia del Turó dels Guíxols no se acaba ahí. Todavía se puede caminar por el que fue el primer puerto artificial, construido en 1943. Y si se va más atrás, en esa colina se asentó un poblado íbero, en el siglo IV antes de Cristo. Las ruinas se encontraron en 1904, cuando se empezó a levantar el actual muelle y se horadó el montículo para crear la calle que conecta las dos bahías, donde sigue en pie la mítica sala de fiestas Las Vegas.
A todo ello, se suma el uso más popular del Turó dels Guíxols, que no se cuenta en los trípticos de los museos de historia: lugar de botellón por la noche, de ligues en verano, de campana en el instituto o de paseo familiar los domingos. En esta nueva era, habrá que sumarle el de la colina de la libertad tras el encierro covid.
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