La traición de los intelectuales
Julien Benda denunció hace cien años las pasiones nacionales que impedían a los pensadores defender los valores universales. Es lo que le ha sucedido en Cataluña en la última década
El odio político no toma vacaciones. Hace casi un siglo, en 1927 exactamente, Julian Benda publicó La trahison des clercs, su famoso panfleto, traducido en español como La traición de los intelectuales, contra las pasiones políticas y especialmente contra la renuncia de los intelectuales a su vocación de defensa de los valores universales. Si los intelectuales, es decir, los clérigos al cargo de la verdad, la razón y la libertad, defienden los valores particulares y partidistas de la raza, la nación o la clase, cometen la más alta traición que pueda producirse, y se convierten en propagandistas, policías del pensamiento y servidores del orden establecido.
Esto es exactamente lo que ha ocurrido con el grueso de la intelectualidad catalana en la última década al menos. La pasión nacional, disfrazada ocasionalmente de pasión de clase, ha podido sobre los valores universales, especialmente sobre la verdad, oculta bajo una maraña de mentiras sobre el pasado y el presente y de promesas sin cumplimiento posible sobre el futuro de Cataluña. Pero también ha ocurrido respecto a las libertades, especialmente las más sagradas para el intelectual, como son las de conciencia y de expresión.
No son los de hoy los mejores tiempos para actitudes tolerantes y liberales, las propias del intelectual, desde la comunista Rosa Luxemburgo (no hay libertad si no es para quien piensa distinto) hasta el ilustrado Voltaire (desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo). La década perdida del proceso independentista deja un rastro moral demoledor en el mundo del periodismo, el pensamiento y la cultura, sometido con singulares excepciones a los imperativos dictados desde el poder partidista.
Produce sonrojo y estupefacción leer cartas y manifiestos de adhesión de clases profesionales casi enteras a determinadas propuestas partidistas, especialmente en un país plural en el que los unanimismos han sido siempre sospechosos. El clima político de la última década lo ha favorecido, pero quienes han organizado las estrategias persuasivas para obtener tan lamentables unanimidades se han visto obligados a utilizar también técnicas de presión, a veces incluso de coacción, y en no pocas ocasiones de compra directa de voluntades.
No habría novedad en estos procedimientos y en sus sonrojantes resultados, sin las abundantes y exculpatorias dosis de buena conciencia, de autosatisfacción y de culpabilización de los adversarios, de los tibios e incluso de los silenciosos, totalmente ajenos a estas querellas, de las que han hecho gala quienes han alentado estas actitudes. Victimizarse y transferir a los otros las responsabilidades ha sido históricamente la técnica con la que el nacionalismo ha alcanzado grados extremos de excelencia, desde Jordi Pujol hasta Quim Torra.
Así es como numerosos intelectuales, la mayoría, traidores a los valores universales, han invertido los términos de la traición en todo el largo recorrido del proceso independentista. En primer lugar, señalando a los ‘intelectuales españoles’, especialmente a los descalificados como “progres”, por su insensibilidad al derecho a decidir de los catalanes, su incapacidad para reaccionar ante la actuación de la policía en la jornada del 1 de octubre de 2017, y finalmente su escasa misericordia ante los sufrimientos de los políticos presos y exilados. Incluyendo, luego, por supuesto, los nombres de los intelectuales catalanes hostiles al proceso independentista a la cabeza de la infamante lista negra de esta intelectualidad designada por su falta de corazón.
Esta labor de señalamiento, propiamente policial, adquiere funcionalidad política dentro del movimiento independentista. Ha servido para disciplinar las propias filas y evitar fugas y cambios de posición. Y ha alimentado la polarización que necesita el independentismo para legitimarse como opción única frente al enemigo maniqueo identificado como antidemócrata e incluso fascista, continuador del franquismo.
Está claro que convenía dejar limpio cualquier territorio intermedio, primero entre el derecho a decidir y la Constitución, y después entre la autodeterminación y la integridad territorial, convertidos en polos opuestos del conflicto. Quien haya buscado una interpretación constitucional del derecho a decidir, pretendido sustituir la autodeterminación por la mesa de diálogo, o propugnado el indulto en vez de la amnistía, se ha visto sometido a una doble e insoportable presión. Desde el nacionalismo español más rancio, que ya impugnó el Estatuto de 2006 y ahora rechaza cualquier medida en favor de los presos y abomina del diálogo político con el independentismo. Desde el secesionismo procesista, en exigencia de la adhesión al referéndum de autodeterminación y a la amnistía, como insidiosas prendas en favor de los derechos humanos y la democracia.
La evidencia de que no son los ‘intelectuales españoles’ los traidores, y que lo son todavía menos los intelectuales catalanes ajenos al secesionismo, nos la proporciona, como en tantas otras dificultades políticas locales, su inserción en el contexto europeo e internacional. Es tan escasamente universal la reivindicación secesionista, con sus presos, sus exilados y sus falsas instituciones, que pueden contarse con los dedos de una mano los intelectuales extranjeros reconocidos que han identificado valores universales en peligro en Cataluña. Más bien ha sucedido lo contrario: quienes mejor conocen la realidad española son los que más distancia han tomado con la traición intelectual catalana.
Esta es una cuestión que debiera dar que pensar a los intelectuales secesionistas. Su insensibilidad, y en algunos casos incluso su responsabilidad, ante el acoso sufrido durante estos diez años por sus colegas catalanes ajenos a la independencia, les ha dejado moralmente desnudos. Como les dejó ya desnudos su insensibilidad ante los sufrimientos mucho más intensos y serios sufridos por los intelectuales vascos cuando ETA todavía mataba. El odio político, la peor pasión política, es tan incansable como ciego: no permite ni siquiera escuchar y entender lo que escriben y dicen los otros. Este pecado, cometido también por muchos intelectuales, demasiados, va más allá de la traición y se hunde en la estupidez, ocasión en la que el intelectual se traiciona a sí mismo.
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