Menú de supermercado y mayorías
La vida breve, la jornada sin horas para dedicar al fogón, hace triunfar lo empaquetado
La inmensa mayoría, una multitud adscrita a la sociedad de consumo, es fiel usuaria de los supermercados. Por ello triunfan con normalidad las comidas casi idénticas, semielaboradas, procesadas, a mitad de camino de la mesa, listas para su servir, envasadas, quizás congeladas, condensadas en caldo o en elaboración completa, de abrir y calentar.
Esta cultura alimentaria doméstica se nutre de un mismo gran bazar, de un almacén de productos, la despensa sin anónimos. La vida breve, la jornada milimetrada sin horas para dedicar al fogón, se impone con un menú casi habitual o de celebración que surge de una factoría previa. Se compra, se selecciona, con materias primas o componentes expuestos y repetidos de manera masiva en el supermercado.
Esos complejos empaquetados triunfan porque son eficaces y útiles aun a costa de que los macroestablecimientos hayan laminado de las tramas urbanas a los colmados, ultramarinos y tiendas habituales de cercanía. La oferta se ha reducido paradójicamente mientras se multiplicaban los cientos de alimentos expuestos.
La pérdida de diversidad comercial se compensa con la acumulación de propuestas rápidas, ahí está la cuestión: el reloj y el bolsillo. La oferta y la militancia en la comida hallada en el supermercado no son directamente adversarias o competidoras, conceptualmente, de la cocina de mercado, clásica y tradicional, entendida por aquella fórmula culinaria congruente, la mesa vicaria de los productos agrícolas y del mar: cada plato en su temporada y la compra, de proximidad.
El archivo general y permanente del súper, en latas, hielo, cajas o bolsas, cuestiona la fugacidad del consumo, la inmediatez, la frescura del producto de época, fruta, pescado, hortalizas y carnes del tiempo.
Existen menús sabrosos, económicos o interesantes que nacen, se repiten o se inventan desde la gran formación de las estanterías de los supermercados, accediendo a productos elaborados, acaso congelados o precocinados. Sin firma ni estrellas de rango público, aparecen en la mesa, platos ajenos a los oficios de la gastronomía que desfila con mucha trompetería. El triunfo es su uso habitual, está avalado por el consenso entre la clase media y las clases populares urbanas.
El relato de las posibles comidas, sin el aval de la carta de restaurante o el relato precioso del chef al borde de la mesa, satisface, complace, a paladares exigentes y todavía caprichosos, a dieta o en la escasez obligada de la crisis de la cartera. La pandemia y el cierre de restaurantes impulsaron, además, las alternativas privadas.
Hay tantas versiones de platos y menús como casas y bocas. Vencer la rutina es uno de los retos de los cocineros anónimos que se nutren de productos finales del supermercado, que militan en la diversidad, no en la copia e imaginación, que van a tiro fijo porque los productos de base no varían y todos han sido verificados.
La cocina neopopular se nutre —o renace— entre los lineales de los súper, se hallan versiones fáciles o modernizadas de recetas arcaicas. Por ejemplo, la bolsa de congelados conserva unos excelentes guisantes tiernos (en crudo) para ser fritos o estofados, hay croquetas que aparentan ser caseras, los boletos o setas variadas congeladas posibilitan macedonias o compañía de risottos fantásticos, que tienen versiones precocinadas, en seco.
Entre las cajas de cartón o bolsas de hielo se reservan caldos de pescado preparados con honestidad, que posibilitan un gran arroz o sopas de marisco. Las gambas bien congeladas son más que útiles, necesarias por el precio de las frescas, tan fugaces en la piedra de hielo de las pescaderías. ¿Quién no reconoce que los pies de cerdo asados, envasados al vacío, son vencedores, por fáciles y más que correctos? Y es notable la oferta de pescados y mariscos congelados. Hay guisos de albóndigas, callos y hasta tortillas que, posiblemente, son mejores que muchas de las que se sirven en barras y restaurantes.
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