Un verano con los Karamázov
Un agosto de mascarilla al codo y un balón no atajado refuerza la vigencia moral del clásico de Dostoievski
Congelemos la imagen: el balón ha salido ya del pie y lleva efecto de fuera hacia adentro; pero va a media altura y, aunque el derecho no es mi lado bueno en las estiradas, estoy ya en ello. Esa es mía. Más vale: no queda mucho, perdemos de uno en casa en el derbi comarcal de las fiestas y un nuevo error ratificaría la ancestral tesis local de que ya te decía yo que uno no puede fiarse de los de Barcelona, esos que arrasan con los botifarrons de elaboración propia de la carnicería...
Es final de un verano difícil, ciertamente. El tradicional balance de psicostasis al que me someto en estas fechas refleja en la balanza moral el espíritu alirroto que arrastro desde primerias de agosto, cuando comprobé en una playa del Maresme la docta sabiduría de James Bond en Diamantes para la eternidad (el libro, no la película, y léase la trastienda, más allá de una potencial literalidad machista hija de la época y el personaje): “Hasta los cuarenta, las mujeres no cuestan nada. A partir de entonces, o hay que pagar o hay que mentir. Y, de las dos opciones, es la mentira la que más duele”. Voy tarde, pero ha sido una de las revelaciones de estas vacaciones.
Invisible, pues, para el sexo opuesto, torpedeado el amor propio a las primeras de cambio y certificada la inutilidad de llevar la mascarilla en los espacios públicos como atractivo reclamo de ser civilizado, me he refugiado de nuevo en la lectura, cada día más convencido de que es la literatura, no la vida, la que enseña: en la calle está el mundo, sí, pero no cómo entenderlo.
¿Nos esperan los libros para ser leídos en el instante vital preciso? Ese presentimiento ha reaparecido con Los hermanos Karamázov, en la espiritualmente ajustada versión en catalán de Joan Sales, que desde hace siete años reposaba en una de las altas pilas-tsundoku que hago con los títulos imprescindibles a rescatar al final de cada temporada.
Aunque he empezado a diagnosticarme algún signo de esa infecciosa ansiedad cognitiva que inocula el vértigo narrativo de series y redes sociales, este dostoievski es de una actualidad moral escalofriante. Es una invitación a la complejidad, a la introspección y al raciocinio en estos tiempos de indecente credo del ultracapitalismo condensado en el pack retractilado de rebajas que conforman relativismo y emotividad, así en política (de Colau al nacionalismo hiperventilado; de la ¡libertad, libertad! madrileña al nuevo Vietnam de Afganistán) como en la vida cotidiana (del no-uso de mascarillas y distancias, a la cantada aluminosis del Estimem el Barça laportiano).
Podría ser efecto de eso que Josep Pla ya detectó (“La frase más insignificante de Dostoievski, la más vulgar y adocenada, tiene un punto de misterio”), pero la novela es uno de los últimos grandes viajes al nadir de la compleja alma humana. O mejor: aviso de lo difícil que es vivir, aunque no lo parezca, de que deberíamos ser responsables de nuestros actos, pero también de los de los demás, ya sea por acción… o por omisión.
Siempre subrayo (con lápiz) mensajes potentes. Aquí, la cosa empezó pronto, con uno de la miríada de consejos que da un monje a la familia Karamázov reunida: “Ante todo, evitad toda mentira y sobre todo la mentira con uno mismo (...) Aquello que os parece vil de vosotros mismos se purifica por el mero hecho de que os habéis percatado de ello”. Y no paré hasta el final, con el discurso del tísico fiscal, que constata que los siniestros crímenes de toda condición “ya no nos conmueven mucho. Es nuestra apatía lo que nos debería dar horror y no el crimen de tal o tal individuo. ¿Por qué esta indiferencia, de dónde viene que reaccionemos tan débilmente ante unos fenómenos que presagian un futuro sombrío? ¿Hay que atribuirlo al cinismo o bien al vuelco de nuestros principios morales, o a la ausencia total de estos principios?”. Y en otro momento, avisa: “Pero vendrá un día que deberemos empezar una vida sobria y consciente, deberemos examinarnos como sociedad, deberemos hallar algún sentido a nuestro hecho social o, al menos, comenzar a buscar su sentido…”.
Por en medio y por todas partes, ese combatir el orgullo titánico del hombre-dios y ese pulso acérrimo con la duda sobre la existencia de Dios y si su supuesta ausencia comporta que todo acto humano sea ya lícito, sin importar sus consecuencias, amén de la consiguiente desaparición de la virtud porque ésta ya sería del todo inútil. Y para mí, la gran pregunta: ¿Dónde queda la responsabilidad individual? Se fundió ya, como la lluvia deshace el hielo de Groenlandia, me decía bladerunnerescamente, ridículo por no portar la mascarilla en el codo en el paseo marítimo como todo el mundo.
Quizá Dostoievski no es lectura a 42º, como alcancé en la terraza, sofoco físico y metafísico: “Las torturas morales, los ‘remordimientos de conciencia’ y otras mandangas...”, alerta despreciativo otro personaje. “¿Y quién se aprovecha? Sólo aquellos que no tienen conciencia, porque se mofan de los remordimientos. En cambio, la gente decente, que conserva la conciencia y el honor, sufre...”.
Me hubiera gustado tener a los duales Dmitri, Iván y Aliosha Karamázov como defensas; ellos, con sus reflexiones, contradicciones y dudas, hubieran entendido mejor mi estado de ánimo veraniego y, sobre todo, el desenlace de la jugada: aún no me había dado el costalazo cuando ya oí el griterío del gol…
Dos semanas después, aún no me lo explico: lo vi claro, me tiré con tiempo, no se me podía escapar… pero el balón pasó tan rápido como la vida. Consecuencias: a) Como en la playa, ratifiqué que ya fuimos más que seremos; b) En el pueblo, unos días algunos hicieron como que no me conocían; c) La caja torácica sigue resentida, y d) Sí, la fe no se impone, pero sólo ella consigue mantenernos (Santo Tomás). Ahí seguimos.
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