Ayuso y Pujol
La corrupción es lo de menos cuando un líder o una lideresa forjan un discurso identitario y victimista que seduce al electorado
Pocos partidos hay en España tan capacitados como el PP para impartir másteres en corrupción y espionaje. La trayectoria de los populares acredita un conocimiento a fondo del lado salvaje de la política. Hasta ahora, sin embargo, cuando afloraba alguna de las numerosas corruptelas, el duelo se observaba en la intimidad de los despachos. No se recurría a la movilización de masas, pues se consideraba propia de latitudes bolivarianas. Ese tabú se ha roto hace unos días, cuando varios miles de personas salieron a la calle para dictaminar que la razón estaba del lado de Isabel Díaz Ayuso en su contencioso con el presidente del PP, Pablo Casado, que no ha sido, por cierto, ejemplo de maquiavelismo. El detonante fue el intento de espiar a la presidenta para averiguar qué había de irregular en la compra directa de una partida de mascarillas por parte de la comunidad de Ayuso a una empresa amiga, gracias a la cual el hermano de la presidenta obtuvo un ingreso cercano a los 300.000 euros en plena pandemia de 2020.
El argumento de los manifestantes pro Ayuso fue básicamente expresar el enfado por cómo el líder del partido trataba a la nueva princesa del pueblo que supo levantar la bandera del orgullo madrileño y obtener el apoyo del 44,76% de los votos en las elecciones del pasado mes de mayo. Salvando todas las distancias, en Cataluña se vivió un precedente similar con el caso Banca Catalana. Fue en 1984. Jordi Pujol había obtenido el 46,80% de los votos —su primera mayoría absoluta en escaños— y decenas de miles de personas salieron a la calle el día de la investidura para respaldar al president contra la “jugada indigna” del Gobierno central, al que los manifestantes culpaban de impulsar la querella contra Pujol, aunque en realidad fuera la Fiscalía la que actuó desoyendo las pretensiones del Ejecutivo socialista.
En ocasiones la fascinación por la teoría de la conspiración es irresistible. Con los medios de comunicación mayoritariamente cómplices —como sucede ahora en Madrid y entonces pasó en Barcelona— no valen dudas razonables, sino adhesiones inquebrantables. Pasados los años, según explica el periodista Pere Ríos en Banca Catalana: caso abierto (Ediciones Península 2015), se acreditó que la familia de Pujol había cobrado 84 millones de pesetas en dividendos ilícitos y vendido acciones a una sociedad instrumental para cobrar otros 25 millones con los que sufragó el impuesto de sucesiones. El rescate bancario de entonces costó 345.000 millones de pesetas.
Los manifestantes, sin embargo, no repararon en cómo había sido la gestión de la entidad financiera: se trataba de una ofensa a Cataluña. En la batalla entre identidad y corrupción siempre gana la primera entre los creyentes.
Tampoco ahora en Madrid hay entre los votantes del PP quien proyecte sombra de duda sobre los casi 300.000 euros que consiguió Tomás Díaz Ayuso con la venta de mascarillas a la Comunidad de su hermana Isabel. La gestión de la crisis por Pablo Casado ha sido catastrófica, pero la corrupción sigue siendo lo de menos cuando un líder o una lideresa forjan un discurso victimista, identitario y populista capaz de seducir al electorado. La emoción vence la partida a la razón.
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