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Sidecar: 40 años de música resistiendo en Barcelona

La sala de la Plaza Real celebrará su aniversario con 40 horas ininterrumpidas de actividades

La sala Sidecar, en la Plaza Reial.
La sala Sidecar, en la Plaza Reial.Juan Barbosa

Hace 40 años Barcelona era una ciudad diferente. En algunos autobuses, los articulados más antiguos, aún había cobrador en la parte trasera, aunque el entonces nuevo Pegaso 6038 Modelo Barcelona causaba el pasmo de sus usuarios por sus cómodos asientos acolchados. El metro costaba 6 pesetas, los turistas podían caber en un solo convoy y los fondos de inversión sonaban a ahorros de nombre prepotente. Entonces, en 1982, se abrió el Sidecar en la plaza Real, allí donde había estado el Texas y sus marinos yanquis tocando algo más que tierra, en un espacio con entrada por la calle Heures de dos plantas, la inferior con trazas de refugio antiaéreo. Han pasado 40 años e incluso la Sagrada Familia parece que se acabará, la ciudad se ha transformado pero Sidecar, como una aldea gala, resiste, presumiendo de una cuarentena apañada: “Estamos muy bien para cómo están las cosas”, dice Roberto Tierz, único de los cuatro socios fundadores que se mantiene en Sidecar, quien prosigue: “Han desaparecido muchos bares y salas afines que había por la zona, y los hábitos del público han cambiado, ya sólo se sale el fin de semana, existe Tinder y los precios han subido mucho más que los salarios”, apunta para explicar que su sala ya no está en la cresta de la ola como entre 82 y 85, o en los 90 indies. Nadie está de moda toda la vida, y menos pasada cierta edad.

Esta cuarentañera orgullosa, pequeña pero matona, ha visto conciertos (unos 6.000), millares de noches de baile, exposiciones de todo tipo, fiestas, ciclos de cine, ha organizado viajes para ver a Bowie en Francia, acogió a sus amigos en la infausta final de Copa de Europa contra el Milán y llegó a tener restaurante en la planta de arriba, cuando ya tenía entrada por la plaza. Esta sala es un reducto de la ciudad pre-olímpica que dejó de existir, aunque, reivindica Roberto “la mayor parte de nuestro público es local, a los extranjeros les gusta que les pongan reggaetón y les inviten a un chupito, y aquí ven a artistas cantando en catalán o a jóvenes con sus sonidos urbanos o rockeros que no les llaman la atención. Ni sabemos ni queremos atraerlos. El turismo es una riqueza que ha empobrecido al barrio”, remacha contumaz Tierz, orgulloso de sus principios. Esta vinculación del Sidecar con la ciudad es lo que le convierte en un activo para L’Associació D’Amics i Comerciants de la Plaça Reial, según indica su presidenta, Patricia Ferrer: “Al trabajar con público local, el Sidecar nos ayuda a que la ciudad vuelva a enamorarse de su centro, a que sus habitantes nos visiten y así se recupere este espacio para la ciudadanía”, apunta antes de continuar, “es cierto que dada nuestra ubicación hay turistas, pero no sólo nos visitan extranjeros”. La fidelidad al gusto del público local, una programación ecléctica y, enfatiza Roberto Tierz, “la pasión de todo el equipo por la música y su actualidad”, es lo que ha mantenido viva la sala. Tres patas de una longevidad que ha visto cómo la plaza ha olvidado los tiempos de la heroína, también parte de una ciudad que allí ya no existe como antaño.

Estos días, cercana la celebración 40 Hour Party People (24 a 26 de marzo con 40 horas ininterrumpidas de actividades) mediante chocolatada para chavalería, conciertos, debates, exposiciones y vermut para autoridades, en la ciudad se han visto banderolas anunciando los fastos. Y parodiando a los listillos, esos que estuvieron en el único concierto que ha valido la pena del fulano de turno, por lo general el primero de todos y el menos concurrido, los mensajes rezan “Als que, quan un grup triomfa, dieu ‘jo el vaig veure quan tocaven en antros’... No recordem haver-vos vist per aquí”. Sin ir más lejos, The National, banda que hoy llena festivales, estuvo en Sidecar ante los más o menos treinta y tres que los vieron. Esos mismos carteles aseguran que nueve de cada 10 modernos consideran que la sala está démodé, hecho que el mismo Sidecar convierte en mofa, pues quien persigue la moda está condenado a no alcanzarla. Lo que sí está de moda y cambia las pautas de consumo son, según Roberto Tierz, los grandes conciertos: “sus precios se han puesto imposibles y además resulta imperativo no perdérselos, tienes que estar allí, como mi hijo, que quiere ir a Coldplay sin apenas haberlos oído porque sus amigos van. Todo es muy caro, y hablamos de cultura pop, popular, algo que se están cargando las grandes multinacionales. No hay dinero para todo”, denuncia. Las salas pequeñas tienen hoy una competencia que antes no existía, aunque si desaparecen no se sabe de dónde saldrán los nuevos The National, Sidonie o Love Of Lesbian.

Lo que sí se sabe es que Sidecar llegó a programar un escenario en la plaza Real durante dos ediciones consecutivas del BAM (2007 y 2008), que hoy siguen bailando en su interior jóvenes de entre 20 y 30 años, que en algunos conciertos, el más reciente el de Mushkaa, “nos hinchamos a pedir carnets de identidad en la puerta porque la propia Mushkaa seis meses antes era menor y no podría haber entrado “, recuerda Roberto. La sala, que pudo sobrevivir incluso a la pandemia, poniéndose en pie de guerra junto a otras muchas para reivindicar su existencia, ha recibido por toda su trayectoria el reconocimiento de la ciudad mediante la concesión a su director de Medalla d’Or de l’Ajuntament de Barcelona en 2017. El sábado 25, se presentará un libro, Este no es el libro del Sidecar, que, escrito por el mismo Roberto, explica la vida de algo que apenas ha cambiado en una ciudad en mutación: el Sidecar.

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