Pala, poeta y cantor del pesimismo luminoso: “No me gusta el reguetón, pero siempre hubo música para pensar y música para bailar”
El artista colombiano se rodea de Drexler, Pedro Guerra o El Kanka para darse a conocer en España
El colombiano Carlos Alberto Palacio ya era plenamente consciente en 2001, cuando comenzó a difundir sus primerísimas canciones, de que Pala constituía una firma demasiado escueta, difusa e indefinida en plena era de las búsquedas digitales. Pero no existía otra rúbrica posible. “El nombre artístico me eligió a mí, y no a la inversa. ¡Hasta mi mamá me dice Pala!”, exclama este antioqueño sonriente, pausado, amabilísimo, que se ha instalado durante varias semanas en Madrid para preparar el concierto del próximo martes 23 en la sala Galileo Galilei, su gran puesta de largo ante el público de la ciudad, tras una década de visitas esporádicas.
Hay al menos dos buenas excusas para que nuestro entrecano cantautor y poeta ande estos días pateándose las calles de la ciudad de un extremo a otro y enumerando barrios (Chamberí, Arganzuela, incluso Puente de Vallecas) con el desparpajo de un hijo adoptivo. Por un lado, ha querido celebrar con su pareja las bodas de plata, aunque para ello Piedad y él hayan tenido que encomendar a unos allegados el cuidado de sus cuatro gatitas: Chavela, Frida, Romina y Ágatha, por aquello de que el espíritu de la bohemia se adentre también en el universo felino. Por otro, se trae entre manos un flamante nuevo disco de sonetos, El siglo del loro, para el que ha contado con la aristocracia de la canción de autor española, desde Javier Ruibal a Rozalén, Coque Malla, Jorge Drexler, Pedro Guerra o El Kanka.
Casi todos son viejos amigos y cómplices de habitaciones prestadas y estancias compartidas. “Mi primer concierto en Madrid tuvo lugar en la Fídula, allá por 2011″, rememora. “Y mis compañeros de cartel eran Rozalén y Pedrito Pastor. María aún no había publicado su primer elepé y Pedro… no era ni mayor de edad”. En realidad, Carlos Alberto solo podría mejorar esta nómina de aliados si añadiera un último nombre con el que aún no ha trabajado nunca: Joaquín Sabina. “Hay escribidores fantásticos, pero, como letrista en castellano, él es el puto amo”, resume con ese énfasis que se reserva solo para las evidencias.
Médico sin vocación
Antes de amigarse con las musas, Pala pudo desarrollar una próspera carrera en la medicina. Se licenció como médico general y cirujano a los 23 años, para orgullo de una familia que ya contaba entre sus primos con Francisco Lopera, una de las eminencias mundiales de la neurociencia en la lucha contra el Alzheimer. Pero Carlos apenas aguantó dos cursos con la bata blanca. “Comprendí que había cursado esa carrera por inercia, como una tontería posadolescente. Era un estudiante de muy buenas notas al que le faltaba la vocación”, recuerda. Así que colgó el fonendoscopio y se aventuró en el Instituto Superior de Arte de la Habana. Un cuarto de siglo, nueve discos y muchas incertidumbres después, no lo lamenta. “No he llegado a salvar ninguna vida, ni en la consulta, ni con las canciones”, resume. “La música es un oficio bellísimo, pero mitificado. Nos parecemos a los artesanos o a los orfebres, no a ningún salvador”.
Los años le han atemperado el carácter en casi todo. Comenzó como el típico joven brillante y airado que confía en comerse el mundo. Fue guitarrista en la banda de Juanes, conoció la fama muy de cerca y dio por hecho que él también originaría a su paso un reguero de suspiros, desmayos y fascinaciones. Nada de eso aconteció. “Al principio lidias con la frustración y con la incertidumbre económica. Dormir tranquilo y ser feliz con lo que haces es una cuestión de edad”, se sonríe.
Espíritu crítico intacto
También se significó por un anticlericalismo radical, acrecentado cuando sus hermanas mayores decidieron vestir los hábitos de monja. “Son dos mujeres muy brillantes, pero decidieron adscribirse al Sodalicio de Vida Cristiana, una congregación peruana ante la que el Opus Dei parece de extrema izquierda. La abandonaron a raíz de que estallaran todos los escándalos de abusos sexuales y hoy son las madres de mis sobrinos”. Esa “recuperación fraternal” le ha permitido “abandonar la militancia” contra las estructuras religiosas. El espíritu crítico, en cambio, permanece intacto. “Tengo buen recuerdo y gratitud hacia los jesuitas, pero los libros me enseñaron a hacerme preguntas, a dudar. Envidio de los creyentes que puedan afrontar la muerte con una teórica tranquilidad. Yo sigo prefiriendo una realidad intranquilizadora antes que una mentira para procurarte sosiego”, sentencia.
Y así, preguntándose mucho y cuestionándoselo todo, ha ido creando ese universo lírico que hoy tanto le caracteriza, el de un entusiasta de la belleza que no puede reprimir un intenso pesimismo cuando eleva la mirada de lo concreto a lo general. No solo no tiene hijos, sino que asegura: “Es una de las decisiones de las que más me enorgullezco. La angustia que me provoca el mundo venidero en sí mismo sería insoportable con niños de por medio”. Y se muestra íntima, profunda y cabalmente convencido de que la humanidad, en su infinita torpeza, está abocada a la extinción. “¿No ha visto la última Cumbre del Clima, sin ir más lejos? Somos un fracaso rotundo como especie. No nos sobrevaloremos: la desaparición del ser humano constituirá una buena noticia”.
La conciencia del dolor, el vacío y la duda avivó su interés por la lírica. “En la historia de la humanidad”, escribió la poeta nicaragüense Gioconda Belli. “Primero fue la música y, luego, la poesía”. Carlos Alberto Palacio ha hecho bueno aquel diagnóstico. Desde hace una década simultanea la guitarra y los versos, con la peculiaridad de que algunos de sus cinco poemarios han obtenido premios internacionales: el Miguel Hernández de Valencia por Abajo había nubes y el Antonio Machado de Baeza por En el abrazo de la sílaba, sin ir más lejos. Se tenía por un bardo sobrevenido, pero el destino es de talante caprichoso. “El atributo de poeta me produce el pudor del recién llegado”, admite. “No quiero pertenecer a ese mundo acartonado de los festivales de poesía. Me conformo con escribir libritos. Eso sí, soy un obseso. Puedo invertir horas enteras cambiando una preposición. Y eso me hace cada vez mejor”.
Mira de reojo el reloj, porque le esperan en la Gran Vía para proseguir con los ensayos, pero se resiste al apremio. “Sería contradictorio con el espíritu de la ciudad. Madrid es el lugar donde todo el mundo anda muy liado, pero encuentra dos horas para comer… y las alarga para pedirse un chupito”, sentencia entre risas. Envejecer aquí, suspira, sería su gran sueño de felicidad.
—Pero Medellín ya no tiene que ver con aquella ciudad de los años de plomo.
—No, en absoluto. Los ochenta fueron tiempos de una violencia terrible. Yo era alumno del doctor Héctor Abad Gómez, el protagonista de El olvido que seremos, asesinado como tantos otros. Y hoy me enorgullezco de ser buen amigo de su hijo, el novelista Héctor Abad Faciolince.
—A lo mejor dice preferir Madrid porque aquí somos menos reguetoneros. Al menos por ahora…
Carlos Alberto Palacio estalla en una más de sus carcajadas de pesimista feliz. Y acaba entrando al trapo:
—No me gusta nada el reguetón, pero no me produce deseos de decapitar a nadie. A fin de cuentas, siempre hubo música para pensar y música para bailar. Y las letras misóginas ya estaban inventadas con las rancheras. Solo me da pena que no exportemos igual de bien nuestras otras músicas, porque somos un país de riqueza desbordante.
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