El mito de las casas inteligentes: por qué el trabajo doméstico sigue ocupando tanto tiempo
La tecnología no libera la carga si a la vez elevamos nuestra exigencia de confort o productividad, los estándares de limpieza no dejan de elevarse y tareas que fueron colectivas, como la colada o el cuidado de los hijos, se han individualizado, generando sensación de aislamiento
Mi tío es una comedia de Jacques Tati que ganó el Oscar a mejor película extranjera en 1959. En ella, la hermana del señor Hulot (el personaje clásico de Tati) está casada con el ejecutivo de una fábrica de plásticos con el que vive en una casa muy moderna (en los dos sentidos: cuenta con todos los adelantos imaginables de la época y su diseño caricaturiza el trabajo de arquitectos como Le Corbusier). La obsesión por el orden, la higiene y la tecnología de esta familia da lugar a un montón de situaciones absurdas: la esposa corre detrás del coche de su marido para limpiarlo mientras se aleja, su regalo de aniversario es una puerta automática que los encierra y cada uno de los interruptores que accionan su casa inteligente genera ruidos muy molestos. La película parodia un estilo de vida demasiado automatizado y cierto modelo de familia en el que solo el marido trabaja fuera y todos los cuidados recaen sobre la esposa, satisfecha con su tarea. Se rodó en unos años durante los que estaban imponiéndose en Francia (un país cuyo desorden simboliza el propio señor Hulot) algunas de las ideas y productos que fueron la norma en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial.
Sorprendentemente, aquella casa sigue pareciendo moderna a día de hoy y es que, como exponen Helen Hester y Nick Srnicek en su ensayo Después del trabajo: una historia del hogar y la batalla por el tiempo libre, con la excepción del microondas y el robot-aspiradora, los hogares occidentales apenas han incorporado innovaciones en las últimas décadas. O, dicho de otra manera: un ama de casa de 1880 no sabría manejar los electrodomésticos de una cocina americana de 1950, pero una viajera del tiempo de los años cincuenta enseguida se apañaría en un hogar contemporáneo.
Según Hester y Srnicek, los grandes saltos tecnológicos que todavía marcan nuestra vida doméstica se produjeron en la Europa urbana durante el primer tercio del siglo XX: las redes de abastecimiento de gas y agua potable permitieron olvidarse del acarreo de carbón y baldes y elevaron la higiene; la electricidad alargó las jornadas de trabajo y trajo todo tipo de electrodomésticos como el frigorífico; y, no menos importante, muchos suministros y alimentos, como el detergente o las latas de sopa, se convirtieron en bienes de consumo que podían adquirirse ya preparados. Y, sin embargo, después de cambios tan profundos, los estudios de la historiadora estadounidense Ruth Schwartz Cowan demostraron que las horas semanales que cada mujer dedicaba al trabajo doméstico no se redujeron entre 1870 y 1970 (una paradoja que hoy recibe el nombre de la propia investigadora).
Ese número de horas tampoco ha descendido entre 1970 y la actualidad (sigue rondando las 50 por semana) y, además, la proporción de trabajadores remunerados relacionados con la denominada “reproducción social” (sanidad, educación, alimentación o limpieza) no deja de crecer. Como escribe Hester: “El futuro del trabajo es cuidar, no programar”. Una realidad que no solo obvia el sistema económico (la pandemia reveló que muchos de los trabajos más esenciales eran también los peor pagados) sino que también es pasada por alto por muchos pensadores de izquierdas que, cuando imaginan una sociedad post-trabajo, elaboran utopías centradas en la automatización de las fábricas y la eliminación de las oficinas, olvidándose de lo que ocurre dentro de los hogares.
Pero no es necesario leer un ensayo como Después del trabajo para notarlo: basta con abrir Twitter, centrifugadora de nuestras miserias cotidianas. Allí, miles de usuarios se quejan cada día de que hacer la colada es una tarea interminable (lo empezó a ser cuando se extendió la ropa de bajo coste), de que es casi imposible cocinar algo equilibrado entre semana o de que todas las semanas están condenados a dedicar uno de sus dos días libres a limpiar su casa. El trabajo doméstico es una carga que sigue creciendo y sigue pesando, y es que, según Hester, “no disponemos de la tecnología que nos merecemos”, los estándares de limpieza no dejan de elevarse y tareas que fueron colectivas como la colada o el cuidado de los hijos se han individualizado, generando sensación de aislamiento.
Suelos cada vez más brillantes: una tarea feminizada que se desplaza pero no se elimina
Cada vez que alguien compra un aspirador de alta potencia se sorprende porque aparecen pelusas y suciedad en rincones y superficies que parecían impecables, y se pregunta cómo ha podido vivir tanto tiempo sin ese aparato. Si bien desde finales del siglo XIX los avances en bacteriología (se dejó de hablar de miasmas en el aire y se difundió la teoría de los gérmenes, localizados en la suciedad) influyeron en un saludable aumento de la higiene doméstica, desde entonces, esos estándares han seguido elevándose, no siempre por razones científicas.
Los sociólogos llaman “políticas de respetabilidad” a todas esas acciones que los desfavorecidos llevan a cabo para satisfacer las expectativas sociales, y la limpieza es uno de los mejores ejemplos: en las zonas más humildes es donde más se presume, para desmentir prejuicios, de tener una casa impecable. Pero no es solo una cuestión de limpieza (relacionada asimismo con la publicidad de las empresas que desarrollan productos cada vez más complejos); también aumenta el tiempo dedicado al cuidado de los hijos (a los que hay que llevar y traer de infinidad de actividades) o a la cocina, en la que los platos deben ser cada vez más sofisticados y estéticos. “La tecnología no libera tiempo si a la vez elevamos nuestra exigencia de confort o productividad. Con la llegada de los ordenadores se pensaba que pronto dejaríamos de trabajar. Ahora sabemos que lo que nos permiten es hacer más en menos tiempo. Eso también ocurre en el hogar. Pensamos que la comida preparada de los supermercados nos permitiría tener más tiempo libre, pero se traduce en trabajar en un lugar más lejano o en hacer más horas extra”, observan los arquitectos Tatiana Poggi y Joaquín G. Vicente desde el estudio ESPECIE.
Según Hester, eso no significa que debamos volver a un modelo que privilegie el trabajo humano frente al de las máquinas, sino que es necesario que todo el sistema se oriente de la manera adecuada. “La tecnología a menudo se desarrolla pensando en los bolsillos de las empresas o de sus accionistas, pero sería fácil imaginar una sociedad en la que todo el mundo tiene acceso a tecnologías fundamentales como la vivienda, la energía o, incluso, la informática y estas están sirviendo para reducir las desigualdades. Sería vergonzoso tomar del pasado las imágenes de lo que podría ser un futuro mejor”, reflexiona en conversación telefónica con este periódico.
La teórica feminista Silvia Federici escribió que el trabajo doméstico es “la manipulación más perversa” porque “no solo se ha impuesto a las mujeres, sino que ha sido transformado en un atributo natural, una necesidad interna y una aspiración”. Así que, si resulta tan difícil reducir el trabajo doméstico es porque, en muchos casos, se considera que debe llevarse a cabo de manera altruista e incluso disfrutarse (singularmente por parte de las mujeres). “El trabajo doméstico no es una expresión de nosotras mismas, sino algo que somos empujadas a hacer en beneficio del capital. Y, teniendo en cuenta las desigualdades que provoca, lo debemos discutir”, añade Hester. Además, cuando las necesidades del mercado de trabajo asalariado han cambiado (con la extensión de la educación obligatoria o con la incorporación de las mujeres de clase media), siempre ha resultado más barato desplazar las tareas del hogar que repartirlas o acortarlas. Actualmente, por ejemplo, son mujeres migrantes quienes se suelen ocupar de ellas, a cambio de un salario pero manteniéndose intacta la brecha de clase y género.
“La infraestructura legal y técnica que regula estos trabajos está diseñada de forma que permite la explotación”, continúa Hester, refiriéndose a la mayoría de democracias occidentales. “En cuanto a las plataformas —la filósofa habla de aplicaciones como las que ofrecen comida o niñeras a domicilio—, se venden como medios para evitar las fricciones de una interacción directa entre personas, pero a menudo exponen demasiado al trabajador, como cuando conectan su perfil con sus redes sociales personales. La raza y el género siguen siendo relevantes en la economía de plataformas”. “Lo que la modernidad vendió como progreso, hoy es un retroceso. Ante eso, muchas mujeres hemos alzado la voz”, afirma por su parte Mara Sánchez Llorens, arquitecta y profesora en la Universidad Politécnica de Madrid.
Un desafío para arquitectos y diseñadores
“En 1945 se produce un cambio de paradigma en la construcción de viviendas en Estados Unidos. Tras la guerra, las mujeres que habían trabajado en fábricas u hospitales mientras los hombres iban al frente son socialmente arrastradas a retomar sus papeles de amas de casa. Entonces los grandes arquitectos de la época resitúan el concepto de cocina con un nuevo dispositivo: la isla”, relatan Poggi y G. Vicente. Y continúan: “Este mueble sitúa a la mujer en un punto medio del salón, un lugar abierto desde el que conversar mientras cocina para su familia heteronormativa. Aunque hoy parezca una nimiedad, aquello fue un aporte de la arquitectura a la emancipación de la mujer. Pero después la cocina apenas ha variado en 70 años y quizá el siguiente paso sea hacerla desaparecer”.
En sintonía con lo que desarrolla Después del trabajo, Sánchez Llorens explica: “Hay muchas maneras de entender la cocina y usarla, pero la arquitectura ha retrocedido en muchos casos. Se ha perdido la variedad y se normatiza todo mientras que no se ha avanzado en técnicas constructivas (o no se ha implementado lo suficiente), en sistemas energéticos urbanos o en conexiones entre las infraestructuras urbanas y el desarrollo de la vivienda. También se desconectan el campo y la ciudad”. La arquitecta y docente defiende “una arquitectura feminista, que es aquella que nace del equilibrio entre la modernidad y lo ancestral y desde la libertad del usuario”. Un ejemplo de buenas prácticas sería el de Anupama Kundoo, una arquitecta actual “que se enfrenta al proyecto desde el sentido común de lo cotidiano”.
Desde la arquitecta Grete Schütte-Lihotzky (creadora de la Cocina Frankfurt), a lo largo del siglo XX ha habido muchas arquitectas y diseñadoras, como Lina Bo Bardi y Aino Marsio, que han intentado hacer de la cocina un espacio mejor, aliviando el peso de los trabajos reproductivos. Pero, más allá, Sánchez Llorens, impulsora del proyecto Musas de Vanguardia, reclama espacios para la convivencia social: “Para mí, cuidarme o cuidar supone poder elegir hacerlo individualmente o en grupo. En países tan diferentes como Brasil o Finlandia disponen de lugares como los SESC o los Mercados donde se facilita comida sana a la población a precios muy buenos y en convivencia con otros usuarios que van a tomar clases de danzón, a un taller de grabado o lectura, a nadar o a hacer la compra”.
Espacios como esos son los que también propone Helen Hester cuando se le pregunta por soluciones a corto plazo. La filósofa y ensayista concluye introduciendo la idea de “lujo público”, un objetivo que, tal vez, pueda al fin reducir y repartir de manera más justa la pesada carga del trabajo reproductivo: “El lujo se concibe normalmente como el atributo de un objeto o un servicio que proporciona estatus y establece jerarquías porque muy pocos pueden acceder a él. Por el contrario, la idea de lujo público trata de una forma de lujo accesible para todos, como el de las famosas estaciones de metro de Moscú o la Biblioteca Oodi de Helsinki. Podría parecer una contradicción, pero queremos que nuestra idea de lujo contraste con la más común. Nuestro lujo público son todas esas cosas y servicios de buena calidad, como el que ofrece el Gobierno danés para el cuidado de niños que, además, no escasean, así que hay más que suficiente para todos”.
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