De vuelta al chino sin nombre
Como en miles de negocios más, en Shi Fu han vuelto a empezar, sin empleados y casi sin clientes; se agradece que conserven la fortaleza de la cocina
No venía al chino sin nombre desde finales de enero pasado. Para entonces ya había cambiado de nombre, o lo había traducido para exhibirlo en la fachada –Shi Fu, Hacer Bien–, y la pandemia empezaba a escurrirse desde Wuhan hacia el mundo. Creo que fue la primera vez que especulé con lo referido al coronavirus, su alcance y sus consecuencias. La noticia saltaba definitivamente al mundo, aunque la veíamos lejana, y en aquel comedor no dejaban de entrar chinos; llegué a pensar si alguno estaría recién llegado directamente de China, pero duró poco. La autenticidad y la calidad de una cocina que atraía a la prolífica colonia china en Quito era un poderoso reclamo, y de lo otro no éramos realmente conscientes. Era domingo, el comedor estaba a rebosar y algunos clientes esperaban sentados junto a la entrada. Dos años y medio después del primer encuentro, el propietario empezaba a chapurrear un poco de castellano y se acercó, temeroso de que no pudiera aguantar el picante de la sopa de pescado. En realidad, me preocupaba más el tamaño de la fuente y como pedirle un plato auxiliar, para ocuparme de la cabeza sin repartir el caldo entre la mesa y la camisa.
Vuelvo a Quito nueve meses después de aquello y me acerco otra vez, también en domingo. La buena noticia es que sigue en su sitio, con las puertas abiertas, y la cocina, en manos del mismo cocinero de siempre, se mantiene en perfecto estado de salud. El local tampoco ha cambiado. Las mismas mesas, la carta mural recorriendo, fotografía a fotografía, dos de las paredes del comedor e idéntico ritual para la comanda: te levantas de la mesa y señalas lo que quieres comer. En la carta, que estrenaron hace un año, están los platos que el ecuatoriano medio identifica con el chino de siempre, mientras la pared se reserva para la otra cocina, la realmente china. Todo lo demás es diferente. La dueña se ocupa del comedor en solitario y parece que ha olvidado el poco castellano que usaba hace un año, su marido atiende y reparte los pedidos a domicilio y el cocinero trabaja solo en los fogones. No es para menos, no hay nadie más en el comedor. Vuelvo a la sopa picante, esta vez con carne picada –demuestra que el picante es más una sensación térmica que un sabor; abrasa la boca– y a unos intestinos de cerdo, cocidos y luego salteados con cebolla y pimiento verde, que me dejan entregado. En la carta mural se llaman tripas fritas. Mientras como, el cocinero saca un pedido para la calle, apaga la luz de la cocina y se sienta en una silla junto a la puerta. No esperan a nadie más.
La imagen que veo más allá del plato es sobrecogedora y muestra el descomunal ejercicio de resistencia que derrochan las cocinas y los restaurantes. Como en miles de negocios más, en Shi Fu han vuelto a empezar, sin empleados y casi sin clientes; se agradece que conserven la fortaleza de la cocina. La imagen, desoladora y al mismo tiempo ejemplar, impresiona y hace pensar. No es el único ejemplo que veo en Quito, donde una parte apreciable de la clase culinaria ha entendido el momento y el camino: quien no sea capaz de bajar tres o cuatro escalones tendrá un futuro todavía más complicado. Lo han asumido en el Quitu de Juan Sebastián Pérez, transformándose en un restaurante mínimo. El propietario como habitante único de la cocina y una camarera en el comedor, para ofrecer siete platos diarios, siempre diferentes, a precios realmente asequibles (12 o 24 dólares, según sean cuatro o los siete platos), para proponer una cocina que se me hace más festiva, gozosa y redonda que nunca. La cercanía es el valor que impulsa las cocinas. También han cambiado las cosas en Urko, rebautizado como Anker, aceptando que la sencillez es una herramienta al servicio de la supervivencia, como cambiaron en Zero lab, el restaurante de los Gallardo. Otros comedores, acostumbrados a vivir más cerca de la cordura, como el amable y cuerdo Marcando el camino, o De la llama, han sufrido menos traumas para agarrarse al nuevo mercado.
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