El negocio que no amaba a las mujeres
En la agencia Elite nació el ideal de supermodelo, una fórmula que convirtió a las profesionales en celebridades a veces a costa de la integridad personal
Hay que ver más documentales de moda. De ser así, a estas alturas a nadie le habría pillado por sorpresa el último escándalo que agitaba de nuevo las conciencias del sector a principios de semana. Los cargos contra el que fuera director para Europa de la agencia de modelos Elite, Gerard Marie, por repetidos abusos sexuales presentados por la fiscalía parisina el pasado lunes eran noticia largo tiempo anunciada. Estaban ahí, asumidos entre cocaína y champán, en aquel controvertido reportaje a propósito de la corrupción del muy boyante negocio de las modelos, emitido por la BBC en 1999: Marie salía en cámara demandándole cama a una adolescente de 15 años. Y luego insinuándose a una periodista. La misma que, dos décadas después, lo señala con el dedo. “Una broma de borracho”, dijo entonces en su defensa.
El caso no fue a mayores porque Elite consiguió darle la vuelta. Marie dimitió un día y fue readmitido prácticamente al siguiente. Y a seguir facturando. Hasta 100.000 millones de dólares anuales en contratos a costa de sus representadas, algunas de las féminas más bellas -deseadas, al menos- del mundo, entre 1988 y 2000. Era el tiempo de las supermodelos, y su demiurgo, John Casablancas, no iba a consentir que le chafaran la diversión. Al fin y al cabo, él dio carta de naturaleza a semejante negocio tal y como hoy lo conocemos. Y lo hizo a su imagen y semejanza. “Todos los demás agentes son tías o gais. Quizá su manera de hacer las cosas sea superior a la mía, pero yo poseo algo único: contemplo a las modelos como mujeres”, decía el fundador de la agencia. “Tengo la comprensión del tipo que ama a las mujeres hermosas y, sobre todo, adora su sensualidad”.
En realidad, lo que hizo este avispado empresario neoyorquino, hijo de emigrantes catalanes, no fue otra cosa que humanizar la, hasta aquel momento, parte más deshumanizada de la industria del vestir. Esto es, dotar de personalidades muy terrenales a unas maniquíes que, por otro lado, seguían presentándose inalcanzables. Diosas sobre la pasarela, en las revistas y las campañas de publicidad; chicas que solo querían pasárselo bien fuera de foco. “A la moda no le van los catálogos Disney. Lo que quiere son mujeres excitantes, con algo que decir y expresar”, proclamaba. Y si no tenían nada que decir, expresar o excitar, ya se encargaba él de que fuera así.
Naomi Campbell, Linda Evangelista, Cindy Crawford, Claudia Schiffer, Iman, Carol Alt, Paulina Porizkova, Andie MacDowell, Heidi Klum, Gisele Bündchen. En la liga de las estrellas de la pose, todas las que entonces eran y estaban jugaron en el equipo de Elite. Casablancas las entrenó a la perfección: disparó sus tarifas hasta el absurdo, cebando de paso tanto ego; las sacó de fiesta, alimentó sus leyendas de chicas malas y consiguió que los hombres (heterosexuales) no solo se interesaran por ellas, sino también que suspiraran por ellas. Nacía el concepto de la modelo como celebridad global, amén de supermujer. Una idea que el empresario expandió más allá de su estricto negociado, colocándolas como presentadoras de televisión, figurantes de lujo en vídeos musicales e incluso publicaciones adultas (que Crawford saliera en Playboy fue cosa suya). Supermodelos hasta en la sopa. Aquello del “No nos levantamos de la cama por menos de 10.000 dólares al día” que soltó en Vogue Evangelista, en 1990 -cuando estaba casada con Gerard Marie-, encarna como ningún otro mantra la fatuidad y vanagloria de la época.
Con fama de amoral desde que abrió Elite en París, en 1972 (el “ladrón de cuerpos”, le llamaban sus rivales, Eileen Ford y Wilhemina Cooper, con quienes se enzarzó en una batalla campal/legal por un quítame allá esa maniquí que la prensa de la época bautizó como la “Guerra de las modelos”), Casablancas terminaría renegando de su gran logro. “Haber creado a las supermodelos es uno de mis mayores arrepentimientos. Se han vuelto imposibles. Y jamás me han agradecido lo que hice por ellas”, lamentaba en The Daily Telegraph, en 2000, poco antes de abandonar la empresa y recolocarse junto a su tercera esposa, Aline Wermelinger, en Río de Janeiro, donde se habían casado en 1993, cuando ella contaba 17 años y aspiraba al título de Look of The Year, el exitoso concurso internacional de modelos también establecido por Elite. “Odiosa”, calificaba a Campbell. “Salchicha alemana sin talento”, escupía de Klum. “Un monstruo de egoísmo”, piropeaba a Bündchen.
John Casablancas falleció en 2013, a los 71 años. Pero aún le dio tiempo de perpetuar su legado en El hombre que amaba a las mujeres, documental estrenado en Netflix en 2017 y que debería figurar igualmente en el haber de los visionados de moda porque, aparte de cascarlo todo o casi sobre sus modelos, también ponía sobre la pista de la depredación sexual que siempre ha rodeado el negocio. Como que él mismo, a los 41, se lió con una Stephanie Seymour de 14. “Puede que lo que hice no haya cambiado el mundo”, concluía. “Pero por Dios que me he divertido en el intento”.
En la agencia Elite nació el ideal de supermodelo. Una concepción de la maniquí inalcanzable, pero con personalidad muy terrenal. La fórmula de éxito que convirtió a las profesionales de la pose en celebridades globales, no pocas veces a costa de la integridad personal.
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