El fin de Chicago Spire, el sueño muerto de Calatrava en EE UU
En 2005 el arquitecto valenciano se propuso transformar el ‘skyline’ de Chicago, pero la crisis de 2008 dejó sin financiación al promotor. Dos edificios de menor ambición diseñados por David Childs se levantarán en su lugar en 2024
La torre Chicago Spire iba a ser el rascacielos más alto del mundo y a llevar la firma de Santiago Calatrava. Pero el edificio de 610 metros de altura con el que el arquitecto valenciano pretendía transformar el skyline de Chicago será finalmente sustituido por dos torres de apartamentos de 267 y 233 metros proyectadas por David Childs, el cerebro de la reconstrucción del World Trade Center. El orgullo americano que el español iba a consagrar (hasta que su promotor se quedó sin financiación a raíz de la crisis de 2008) dará paso a un diseño que “refuerza la conexión de la ciudad con el reino natural”, según defienden ahora sus impulsores. Se prevé que esté listo en 2024.
Inicialmente denominado Fordham Spire, por ser la inmobiliaria local Fordham la desarrolladora, el proyecto contó con el artífice de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia desde que echó a andar en 2005. Al edificio lo iban a caracterizar una delgadez y altura extremas, así como una fachada compuesta de módulos de vidrio que simularían una espiral. Además, iba a contar con el beneplácito del vecindario, de las administraciones locales y hasta de los proyectistas de la zona. “El diseño de Calatrava promueve la tradición de los rascacielos de Chicago como estructuras escultóricas”, llegó a declarar Lynn Osmond, presidenta de la Fundación de Arquitectura de la ciudad.
Sin embargo, pronto aparecieron los problemas. En 2006, Christopher T. Carley, el primer promotor, tuvo que renunciar por falta de financiación y vendió el proyecto a la Shelborne Development Company, con sede en Dublín. El nuevo desarrollador, Garrett Kelleher, un modesto constructor irlandés, se puso al mando, aunque algunos advertían de que lo hacía con más determinación que credenciales. Eran los años previos a la crisis financiera, con una burbuja inmobiliaria a punto de estallar. En aquel momento, el constructor con mayores ambiciones políticas que se recuerda, Donald Trump, levantaba su propia torre unos solares más allá. Tendría 96 plantas, muy por debajo de las 150 del edificio de Calatrava, pero el futuro presidente de Estados Unidos anticipó acertadamente que la “broca de lujo” del proyectista español —como la denominó desdeñosamente The New Yorker— no se construiría y, años después, declaró a Timeout que sabía que así sería porque solo él tenía “la visión y los recursos” para lograr algo parecido. Había conseguido la financiación a tiempo y, además, el de Calatrava era “un edificio poco práctico” y, de ubicación, “estaba así, así”, decía.
No fue eso lo que pensaron los compradores, la mitad de los cuales eran inversores extranjeros, que en 2008 se habían hecho con un tercio de los 1.200 apartamentos proyectados. Originalmente, el edificio iba a albergar espacios hoteleros, pero el diseño final se consagró enteramente a viviendas privadas. Los apartamentos contarían con suelos y gabinetes de madera, encimeras de granito y techos de tres metros. En las zonas comunes, habría gimnasio, cancha de baloncesto, muro de escalada y hasta sala de cine. Los precios oscilaban entre los 750.000 dólares (unos 500.000 euros, al cambio de la época) que costaban los pisos más modestos y los 40 millones del ático de 900 metros cuadrados que adquirió el fundador de la popular cadena de peluches Beanie Babies. No obstante, por entonces el proyecto ya había sido replanteado en varias ocasiones, y algo, a lo que estos compradores no atendieron, comenzaba a cuestionarlo.
Lo más llamativo era el despilfarro que acompañaba a la promoción de un edificio que, se decía, debía venderse por sí solo. Al enorme centro de ventas que la promotora equipó en la cercana torre NBC se sumaron pronto actos con un punto de exceso, como la invitación a los compradores a bajar al hoyo donde se preparaban los cimientos, que a la postre sería el único elemento concluido. Se les ofreció escribir sus nombres y brindar con champán. Algunos expresaron su elocuencia manifestando que se habían decidido por este, y no por la Torre Trump, porque el edificio del magnate les infundía una especie de superioridad neoyorquina, y ellos querían identificarse con Chicago.
Muchos pensaron que podrían confiar en la enorme cartera de bienes inmobiliarios de la Shelborne Development Company, superior a los 2.000 millones de dólares. Pero en octubre de 2008, Calatrava, con la intención de presionar para cobrar, presentó un gravamen sobre el proyecto por valor de 11 millones, lo mismo que otro estudio arquitectónico implicado. También había abonos a bancos pendientes, y el principal prestamista, el Anglo Irish Bank, iba a ser nacionalizado para evitar la quiebra financiera. Los promotores consideraron incluso que los sindicatos de Chicago, deseosos de dar trabajo a un número creciente de desempleados, les hicieran un préstamo con el que seguir adelante a cambio de ceder el control de las contrataciones. Las unions aceptaron inicialmente, pero varios fondos de inversión que las respaldaban declinaron prestar dinero a Shelborne y se echaron atrás.
El golpe definitivo llegó con la ejecución hipotecaria presentada por el banco irlandés ante el impago de préstamos por parte de la promotora. El proyecto, con el que el premio Príncipe de Asturias de las Artes 1999 iba a marcar uno de los mayores hitos de su carrera, a la altura de su celebrado Museo de Arte de Milwaukee (2001), parecía definitivamente muerto en diciembre de 2010, cuando la justicia nombró a un nuevo administrador de la parcela. Atrás quedaba la torre que Calatrava creía que se parecería a las conchas marinas que portaba en sus viajes.
No es posible saber si el Spire habría generado las mismas críticas que otras obras de Calatrava. Ese es al menos el juicio del periodista Llàtzer Moix, autor del ensayo Queríamos un Calatrava (Anagrama), en el que analiza la devoción rendida al arquitecto y los que considera sus puntos débiles. “El proyecto apenas superó los trabajos de cimentación, por lo que es difícil decir si en la ejecución se habrían dado situaciones que hemos visto en otras ocasiones como demoras, presupuestos multiplicados o renuncias a rasgos distintivos”. Por correo electrónico, Moix también apunta a la “primacía de lo formal” sobre lo material como potencial elemento de conflicto: “La altura y la esbeltez, así como el imprescindible y robusto núcleo central de hormigón, iban a reducir considerablemente la superficie útil disponible en su interior”.
Años después, Shelborne hizo un nuevo intento. En 2013, con el banco irlandés como propietario y la parcela en venta, Kelleher intentó recuperar el control. Correoso, estuvo a punto de lograr meses después que un nuevo promotor cerrara un plan de pago de las deudas y, en paralelo, le permitiera continuar con la construcción. Pero finalmente faltó financiación para pagar al principal acreedor y este dio el carpetazo definitivo al afirmar, a finales de 2014, que la Aguja no se construiría.
En su lugar, optó por desarrollar un nuevo proyecto liderado por David Childs, conocido por diseñar el rascacielos que sustituyó a las Torres Gemelas, por la Torre de Times Square o por la Embajada de Estados Unidos en Ottawa. En la obra de Chicago, Childs trabaja conjuntamente con Skidmore Owings y Merrill, el estudio de arquitectura que en 2010 permitió al proyectista estadounidense Adrian Smith firmar la construcción del edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa, en Dubái. Con sus 828 metros, es uno de los tres que superarían hoy en metros a la fallida Aguja de Calatrava, en cuya parcela Childs levanta ahora dos edificios de vidrio y piedra con incrustaciones de metal que semejarán un par de cascadas. Y que tendrán en las contadas terrazas que ataviarán la cristalera su mayor atractivo. “Ubicadas en intervalos cuidadosamente proporcionados, estas áreas para estar al aire libre presentarán una rara oportunidad de disfrutar vistas panorámicas de 180 grados de la orilla del lago, el río y el paisaje urbano”, dicen los promotores en la web del proyecto.
Calatrava, al menos, pudo resarcirse levantando en 2020 una escultura en el River Point Park de la ciudad. Con casi nueve metros de altura, Constelación conserva del Spire la forma en espiral y busca transmitir un sentimiento de elevación desde el suelo. Sobre ella, el arquitecto dijo que le permitía el “honor” de integrarse en el paisaje urbano de Chicago. Fue más allá en los elogios Jim Walsh, de la firma inmobiliaria Hines, una de las impulsoras de la obra, que dijo: “Los reflejos de esta escultura de color rojo brillante en el río y en la torre de cristal serán un espectáculo increíble de ver. Es un gran toque artístico en esta vera del río”.
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