Cómo nos engañaron con la cultura del esfuerzo: “Fracasar eternamente es más fácil desde un único lado del tablero”
El malditismo fue fuente de inspiración para el arte durante los siglos XIX y XX, desde Baudelaire a Kurt Cobain, pero en las circunstancias actuales ya nadie se cree aquella máxima de que el fracaso supone un paso más hacia el éxito
Una de las leyendas más difíciles de demostrar y, sin embargo, más difundidas sobre el suicidio de Kurt Cobain dice que se mató porque no podía soportar su éxito. El fracaso del músico se produjo cuando comprendió que siempre sería demasiado guapo y talentoso como para convertirse en un artista maldito. Había descubierto el único límite que no podía superar. Esto serviría para explicar algo que sostenía el filósofo rumano Emile Cioran, que dedicó su vida a estudiar el fracaso: que consiste en la corroboración de unos límites infranqueables. O sea, que no tiene que equivaler a la falta de reconocimiento o a la miseria. Mmuchos artistas, como Cobain, son ricos, atractivos y adorados por millones y aún así sienten que han fracasado y encuentran destinos trágicos. Un malditismo que viene de escritores como Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano que tituló a sus diarios La tentación del fracaso, aunque su obra fuera un éxito internacional. O de nuestro Leopoldo María Panero, que en El desencanto exclama: “Yo considero que el fracaso es la más resplandeciente victoria”. El fracaso, esa experiencia cotidiana e inseparable de cualquier actividad humana, parece una idea fascinante y un tema central para todos los artistas de los siglos XIX y XX.
Hasta que la idea se da de bruces contra la realidad del siglo XXI. En Lo indisponible (Herder, 2021), el filósofo alemán Hartmut Rosa explora las incompatibilidades que surgen entre nuestro sistema económico, cuyo funcionamiento estable requiere de una expansión y de un crecimiento ininterrumpidos, y los sucesivos límites contra los que choca nuestro deseo. Para Rosa, como para Ciorán, “la vivacidad, la conmoción y la verdadera experiencia surgen del encuentro con lo que no está disponible”, es decir, aparecen cuando fracasamos al no obtener lo que buscábamos. Lo explica también el teórico y matemático Javier Moreno: “El mercado propone productos y placeres en términos crecientes, y el individuo entra en ese juego en el que todo parece posible. Sin embargo, todos estamos confrontados al límite. Nuestro tiempo es finito, así como nuestros sentidos. No podemos ver todas las películas, escuchar todas las canciones ni culminar todos los match de Tinder”.
Como los poderes económicos querrían operar en un mercado sin límites y, por otro lado, quienes más han reflexionado sobre él han concluido que el fracaso equivale a la constatación de cualquier límite, no es de extrañar que también la idea de fracaso, como la de libertad y tantas otras nociones fundamentales, esté sometida a una dura disputa ideológica.
Fracasa otra vez. Fracasa mejor
Según Google N-Gram, la aparición en libros de la palabra resiliencia se ha multiplicado por más de treinta en los últimos veinte años. Así que, si todavía no sabes lo que significa, lo más probable es que no estés familiarizado con lo que Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández llaman, en su ensayo Poder y sacrificio (Siglo XXI, 2018), “el discurso managerial”. La resiliencia es la capacidad de algo o alguien para volver al punto de partida después de un fallo, es decir, de resistir el fracaso sin sufrir daños irreversibles, y ese “discurso managerial” que aparece tanto en los textos de gestión de empresas como en los libros de autoayuda está impregnando casi todos los ámbitos de nuestras vidas.
La palabra resiliencia se difunde a la vez que el mito del fracaso como aprendizaje, una versión contemporánea del “periplo del héroe” que propone que cada uno se responsabilice de sus propios fracasos y los interprete como etapas preparatorias y necesarias para el éxito. Según autoras como Belén Gopegui, estos discursos esconden trampas: “Atribuyen las carencias del sujeto a lo que en gran medida son problemas de un sistema de dominación” (El Murmullo, Debate, 2022).
Cuando Samuel Beckett escribió “Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”, frases que inundan memes, tatuajes, tazas y camisetas, estaba pensando en que el fracaso es algo inevitable con lo que uno topa a pesar de todos los intentos y todos los esfuerzos. Es la interpretación que el escritor dublinés hizo del mito griego de Sísifo, aquel condenado a acarrear la misma piedra una y otra vez hasta la cima de una montaña. Sin embargo, el significado de estas frases se ha pervertido hasta convertirse en una versión un poco más elaborada del dañino “si quieres, puedes”. Eudald Espluga, filósofo y autor de No seas tú mismo (Paidós, 2022) explica que en estos mensajes “se suprimen los elementos estructurales (económicos, sociales, familiares o de género) e incluso desaparece el azar. Además, da igual la magnitud del fracaso: no solo hablamos de no conseguir el trabajo o la pareja que quieres, sino que libros como El Secreto culpan individualmente a los sujetos de ser los causantes de tsunamis, guerras o enfermedades. Si solo fracasas porque quieres, o porque no te esfuerzas lo suficiente, el mensaje es que sigas trabajando más, estudiando más, deseando más, pensando más positivamente: produciendo más”.
Azahara Alonso también es filósofa y acaba de publicar Gozo (Siruela), un libro que habla, entre otros temas, sobre el malestar que genera el trabajo asalariado y en el que también se pronuncia en contra de “la dialéctica del éxito y el fracaso”. “Por eso”, explica la autora, “no utilizo la palabra fracaso en ninguna ocasión en esas páginas, y éxito solo un par de veces y en otro contexto. Parece que siempre que utilizamos esas palabras es para referirnos sutilmente a la responsabilidad que tenemos con aquello que conseguimos o no, sin tener en cuenta si la realidad se impone. Si quiero hacer una fiesta al aire libre y llueve, ¿he fracasado o más bien se ha impuesto algo que no estaba en mi mano?”.
Alonso recuerda también varios textos de Susan Sontag en los que la teórica americana descubre que muchas personas vinculan la enfermedad con la culpa o el fracaso. “Es un ejemplo de cómo la lógica del esfuerzo y la recompensa, del mérito, lo merecido o lo inmerecido, ha llegado a filtrarse en tantos ámbitos de nuestras vidas”.
El fracaso, ese lujo de clase
La cultura es mala para ti (Liburuak, 2023) es un ensayo colectivo que aborda las desigualdades de clase entre los trabajadores de la industria cultural británica. Sus conclusiones podrían aplicarse a otros sectores y tienen mucho que ver con esos límites casi invisibles hacia los que señala el fracaso: “Las oportunidades de una persona de clase obrera de tener éxito en este sector siguen siendo extremadamente bajas. Estos problemas se deben a las barreras que imponen el trabajo no remunerado y a los herméticos entramados sociales, además de a formas más o menos sutiles de exclusión”.
Según una encuesta reciente, más del 90% de menores de 30 años con alguna relación laboral con la cultura británica habría realizado prácticas o trabajos no remunerados durante, al menos, varios meses (habitualmente varios años). Así, los trabajadores de clase obrera que necesitan “recibir un salario por lo que hacen” se ven obligados a competir contra otros que pueden permitirse (porque disponen de patrimonio inmobiliario, por ejemplo) anteponer “la autonomía, el prestigio o la libertad creativa” a la remuneración. Laura Sam es una de las poetas con más proyección de España y conoce bien estas desigualdades: “Estudié Bellas Artes y tengo muchos amigos vinculados con el mundo del arte. Algunos malviven, otros resisten y alternan trabajos precarios con su, digamos, verdadera vocación, que acaba convirtiéndose en un hobby, porque la vida acelera y tienes que pagar facturas. Hay quienes directamente abandonan y se inclinan por la seguridad de un trabajo fijo, si es que eso existe. Después están los demás, los que se dedican al arte porque pueden, sostenidos por una economía familiar que les ofrece lo mismo que una beca, pero sin fechas de entrega ni estancias máximas, con manutención, tiempo y espacio para la creación”.
Estos últimos, que “disponen de una red de seguridad y nunca se exponen a callejones sin salida”, como explica La cultura es mala para ti, serán los que terminen generando una narrativa relacionada con “la resistencia, el esfuerzo y el compromiso respecto a la vocación que obvia las fuertes barreras estructurales”. “Que tengas los medios no garantiza que tengas éxito, pero fracasar eternamente es más fácil desde ese lado del tablero”, añade Laura Sam.
En definitiva, las industrias tecnológica y creativa, a través de su tendencia a la deslocalización y a la desregulación y del entusiasmo con el que los propios trabajadores se someten a sus mecanismos de dominación, están generando un modelo de relaciones laborales (como la completa identificación entre empresa y empleado) que terminará por extenderse a todos los sectores. Un paradigma frente al que Espluga desaconseja las “estrategias políticas individuales que conducen a la rendición, el cinismo o el nihilismo”. El filósofo, en cambio, anima a una “renuncia colectiva” que imagina así: “Una indisposición general que no es no hacer nada, sino hacer nada, producir detención: bloquear el sistema para forzar a que las cosas cambien. Si lo queremos equiparar con fenómenos recientes, esta indisposición general tendría más que ver con la aparición de nuevos sindicatos en multinacionales como Starbucks, Amazon o, aquí en España con Inditex, que con la Gran Renuncia”.
Ya no quedan más abismos
Bas Jan Ader fue un artista californiano que trabajaba con conceptos como la aventura, la caída, la incertidumbre o el fracaso. En 1976, como parte de su proyecto In search of the miraculous, intentó cruzar el Atlántico sin apenas experiencia como navegante y a bordo de un velero minúsculo. Desapareció y, aunque durante años se dijo que podría haber sobrevivido, hoy resulta evidente que se ahogó durante la travesía. El artista encontró en la mar uno de esos límites infranqueables que constituyen los auténticos fracasos. Cuando Charles Baudelaire intentó ser admitido en la Academia Francesa de las Letras, se interpretó su candidatura como una protesta o una burla contra el orden burgués que representaba aquella institución. Su fracaso, tan sonado y escandaloso como su aspecto o sus poemas, sirvió entonces para poner en evidencia a los académicos, tan reaccionarios. Sin embargo, las vidas y los fracasos de los poetas malditos del siglo XIX y de principios del XX (esos que, como Gilbert-Lecomte, buscaron “sumergirse en el abismo”) ya no escandalizarían a nadie.
Las herramientas de nuestra época (el me gusta, métricas de audiencia o número de escuchas o visualizaciones) inmediatamente localizan, convierten en cifra el fracaso, y lo eliminan o lo reorientan de la manera más rentable. Así que, en opinión de Azahara Alonso: “Quien glorifica el fracaso en la actualidad y lo muestra como un valor del que presumir solo está dando un rodeo. Esas figuras tienen éxito precisamente porque parecen despreciarlo, con lo que entran de nuevo y sin obstáculos en esa dialéctica, reafirmándola”.
Laura Sam también es tajante al respecto: “Cuando empecé a leer poesía leía sobre todo a poetas malditos; suicidas, alcohólicos o tuberculosos, enfermos mentales, gente realmente desequilibrada que de alguna manera solo podía existir en aquellas palabras. Pero lo más parecido a ser maldito hoy en día es tener ansiedad porque no sabes muy bien quién eres ni qué haces aquí; porque es prácticamente seguro que jamás podrás tener una casa propia; porque ni siquiera tienes dinero para ir a terapia, pero probablemente sí para pedirte una pizza por Glovo, una pizza que te comerás viendo una peli en Prime y claro, eso no es lo que esperabas de la vida”. Puede que el abismo ya no engañe a nadie, o que la autoayuda intente transformar las expectativas frustradas, la confusión y los límites insuperables en estadísticas, productividad y purpurina, pero seguimos enfrentándonos a ellos. Todavía (y siempre) repetimos la experiencia del fracaso.
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