“Me ven fría y burguesa, pero no voy a perder el tiempo con gente que no conozco”: Catherine Deneuve, la musa extraña que solo podía existir en Francia
Una doble exposición en París celebra la figura de la actriz francesa más influyente de su generación, a punto de cumplir 80 años
-Eres tan bella que mirarte me hace sufrir.
-Ayer decías que te hacía feliz.
-Me hace feliz... y me hace sufrir.
François Truffaut consideró que este diálogo de su película La sirena del Misisipi (1969) definía tan bien a Catherine Deneuve, la protagonista, que volvió a incluirlo a modo de guiño en la siguiente que rodaron juntos, El último metro (1980), más de una década después. En el cine era como si no hubiera pasado el tiempo. En la vida real la cosa era distinta: después del rodaje del primer filme, Deneuve y Truffaut iniciaron un noviazgo que duró dos años. Ella lo dejó a él, que tuvo que ingresar en un hospital a causa de la depresión –lo mismo le ocurría, por cierto, al personaje interpretado por Jean-Paul Belmondo en la cinta–, mientras ella se embarcaba en una relación más duradera con Marcello Mastroianni.
Pero lo importante es que esa dualidad ha estado durante mucho tiempo asociada a Catherine Deneuve, actriz excelente y de imagen icónica en un sentido que posiblemente solo se produzca en el cine francés. A excepción de las heroínas de Hitchcock (y solo mientras trabajaban con él), la frialdad que se le atribuye no sería conveniente en las estrellas de Hollywood, obligadas desde hace décadas a mantener una cierta apariencia de cercanía. En su caso, esa supuesta gelidez se ha convertido en un valor que ella ha terminado aceptando sin gran pesar: “Hay gente que me ve como fría y burguesa, pero no voy a pasar mi tiempo intentando reconciliarme con gente a la que no conozco”, ha declarado. Y el público, como Belmondo, parece debatirse entre la distancia que su figura impone y la innegable atracción que siente por ella. Deneuve es la diosa viviente por excelencia del cine francés, la más respetada y la más longeva de todas. También es la modelo más recordada que ha tenido el busto de Marianne, la representación de la República francesa, como si a nadie le sentara el frío mármol mejor que ella. Es un caso único. Y, sin embargo, en sus inicios tuvo que librarse de la sombra de otras actrices con las que se la comparaba, hasta que conquistó esa personalidad propia que es requisito necesario para toda gran estrella.
A su imagen está dedicada la exposición Catherine Deneuve: Rive droit, rive gauche, que puede verse en sendas sedes de las dos orillas del Sena, La Galerie de l’Instant (Rue de Poitou, 46, París)y el hotel Lutetia, otro icono parisino. La muestra, que se anticipa a las celebraciones por el 80º cumpleaños de Deneuve (nació el 22 de octubre de 1943), incluye fotografías tomadas a lo largo de cinco décadas por autores como David Bailey (su único marido legal, entre 1965 y 1967), Helmut Newton, Ellen Von Unwerth, Kate Barry o Bettina Rheims.
Como toda imagen, la de Deneuve fue una construcción hasta cierto punto calculada, y requirió varios ensayos antes de dar en la diana. Con su sonrisa tímida y su oscuro flequillo pre-yeyé, durante los primeros años de su carrera proyectaba más bien el aura de una jovencita ingenua. Para la mayoría del público y la prensa, estaba por aquellos tiempos bajo la sombra de su hermana mayor, la chispeante Françoise Dorléac (quien fallecería en accidente automovilístico en 1967), la auténtica actriz vocacional de las dos. Fue su pareja de entonces, el director Roger Vadim, aquejado de un intenso y perenne complejo de Pigmalión, quien la convenció para que se tiñera el cabello y adoptara la melena rubia que, con algunas variaciones de largura, estilo y tonalidad, ha sido uno de sus sellos distintivos.
Antes, Vadim había hecho lo mismo con sus dos esposas, las también actrices Brigitte Bardot y Annette Stroyberg. Voces maledicentes proclamaron entonces que Deneuve era una pálida copia de Bardot, hipótesis a la que esta última se apuntó cuando en Initiales B.B., sus memorias publicadas en 1996, describió el primer encuentro entre ambas: “Vadim arrastraba consigo a una morenita de 17 años que se peinaba como yo, se vestía como yo y se llamaba Catherine Deneuve. Tenía un lado ñoño que a veces era exasperante”. Vadim dirigió a Deneuve en El vicio y la virtud (ella era la virtud) en 1963, el mismo año en que nacía el hijo de ambos, Christian.
El primer gran éxito mundial de Catherine Deneuve, Los paraguas de Cherburgo (1964), obtuvo la Palma de Oro en la misma edición del festival de Cannes en la que fracasaba La piel suave, de François Truffaut, protagonizada por Françoise Dorléac, lo que marcó una distancia entre las dos hermanas. El musical de Jacques Demy, donde la actriz interpretaba todo su papel cantando en playback con una voz ajena, parecía además confirmar su encasillamiento en un personaje de muchachita romántica. Incluso en la posterior Repulsión (1965), de Roman Polanski, donde era una psicópata asesina, se le pidió un registro tímido y apocado.
Pero entonces llegó el giro definitivo. Los hermanos Robert y Raymond Hakim, productores cinematográficos, habían comprado los derechos de una novela llamada Belle de jour (“Bella de día”), de Joseph Kessel, que en 1928 había generado escándalo por su argumento centrado en una esposa burguesa que se prostituye debido a un trauma infantil. Los Hakim eligieron como director a Luis Buñuel, y querían a toda costa que la protagonista fuera Catherine Deneuve. El director español dio el visto bueno a la imposición, considerando que Deneuve –”bella, reservada y extraña”, según sus palabras– era adecuada para el personaje. A cambio, el aragonés obtuvo libertad creativa para convertir la historia original, que él consideraba un folletín barato, en un complejo juego de cajas chinas en las que se fundían fantasía y realidad. Belle de jour fue el mayor éxito del director en taquilla y obtuvo el único León de Oro del festival de Venecia para un autor español, pero sobre todo fijó la imagen definitiva de Deneuve: glacial, enigmática, inescrutable. A esto contribuyó el vestuario, diseñado para la ocasión por Yves Saint-Laurent, que desde entonces se convirtió en su aliado y amigo.
Jean-Claude Carrière, guionista de la película y amigo íntimo de Buñuel, afirmó en una entrevista que él fue quien arregló el encuentro entre el modisto y el director. “Creo que fue la primera vez que Buñuel asistió a un desfile de moda”, reía. También recordaba que hubo fricciones porque Deneuve quería que el personaje vistiera con minifaldas, entonces muy de moda, a lo que Buñuel se oponía al inicio. Finalmente Deneuve se salió con la suya, y la decisión se demostró acertada: el look del personaje de Séverine Serizy –realzado por los zapatos de Roger Vivier, el maquillaje y peluquería de Carita y la exquisita fotografía de Sacha Vierny– parecía al mismo tiempo típico de su época y completamente atemporal. Algo que es común denominador de todo icono.
Catherine Deneuve dejó de ser una jovencita virginal y apocada para quedar atrapada en este nuevo cliché durante el resto de su carrera. Poco ha importado que, un par de años más tarde, protagonizara Tristana, de nuevo con Buñuel, en un personaje lleno de registros que empieza como una huérfana desvalida y termina como una amargada señorona. O que haya interpretado papeles de mujer fatal (La sirena del Misisipi), obrera industrial (Bailar en la oscuridad, de Lars Von Trier), madre de familia numerosa (Un cuento de Navidad, de Arnaud Desplechin) o intelectual alcohólica (Los ladrones, de André Téchiné, uno de sus mejores trabajos), y que en todos ellos consiguiera una exactitud y una autenticidad poco frecuentes. Curiosamente, Julia Gragnon, directora de La Galerie de l’Instant y promotora de la doble exposición, vincula el primer recuerdo que tiene de Deneuve a su voz antes que a su imagen: “Todo empieza con un fuerte recuerdo de infancia”, afirma. “Con Catherine Deneuve fue primero su voz, una voz única, tranquilizadora, clara y suave”. Las palabras de Gragnon se refieren a unas grabaciones de cuentos realizadas por Deneuve para Disney, pero también podrían aplicarse a cualquiera de sus interpretaciones en el cine, destacadas por esa voz muy característica, puntuada por matices sin aparente esfuerzo.
En el momento cumbre de su relación, François Truffaut escribió sobre ella en un artículo para la revista Unifrance: “Catherine añade ambigüedad a cualquier situación, a cualquier guion, porque da la impresión de disimilar un gran número de pensamientos secretos que se dejan adivinar como trasfondo y después, poco a poco, se hacen esenciales y forman el clima de la película”. La exposición que acaba de inaugurarse en París muestra a Deneuve en sesiones de estudio, en pleno trabajo o durante las pausas de rodaje, junto a Françoise Dorléac, Serge Gainsbourg o David Bowie. Seria, sonriente o melancólica, pero siempre fiel a ese principio enunciado por Truffaut: si se presta la debida atención, más que frialdad lo que se adivina tras su imagen es una idea retenida, que pugna por salir.
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