“Me preferían desnuda y callada”: ‘Emmanuelle’, el hito erótico que incomoda 50 años después
En pocas películas convergen tantos errores del siglo XX como en el clásico erótico protagonizado por Sylvia Kristel, que 50 años después permanece más como una cápsula social que como una película reivindicable
Una forma eficaz de desentrañar Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974) comienza por su célebre cartel, que muestra a la actriz protagonista, Sylvia Kristel, semidesnuda, sentada en una silla de ratán y aderezada con una ristra de perlas. No solo porque en él estén contenidos casi todos los elementos de la película –aunque la imagen no aparezca en ella–, sino porque cada uno de esos componentes desvela su naturaleza paradójica. Cualquier conclusión obtenida se confronta con su opuesta en una segunda aproximación, igual que ocurre en el filme.
Emmanuelle muestra sus pechos desnudos sobre el vestido de encaje blanco, pero también viste tupidos calcetines de lana hasta las rodillas y botines de cordones, mientras acerca las perlas a su boca. Todo esto es una forma de instigar la tensión erótica resultado de otras tensiones, las que se dan entre el atavío y la desnudez, la inocencia y el libertinaje, pero también corresponde a los códigos de representación de lo burgués. Los ojos se dirigen a los del espectador, mientras la pierna izquierda se cruza sobre la derecha, tapando su sexo: hay, por tanto, un doble mensaje de incitación e impedimento. Todo sobre la silla filipina –desde entonces conocida en Europa como silla Emmanuelle–, que remite a un exotismo orientalizante al gusto occidental, y con plantas tropicales de fondo.
Este año se cumple medio siglo desde el estreno de Emmanuelle, un fenómeno cultural que fue mucho más allá del éxito de taquilla, y que ha atravesado diversas etapas en la apreciación de la crítica y el público. Tras el furor inicial –solo en París central atrajo más de tres millones de espectadores para una población total de unos dos millones– pasó a ser considerado un subproducto propio de una determinada coyuntura ya superada, pero también a reivindicarse como un manifiesto de la revolución sexual, para después servir como objeto de análisis desde perspectivas feministas.
Hace dos años la cineasta y crítica francesa Clélia Cohen dirigió el documental Emmanuelle, la plus longue caresse du cinéma français (Emmanuelle, la caricia más larga del cine francés), que destacaba las vinculaciones con la emancipación post-mayo del 68. Poco antes se había anunciado el proyecto de una serie, hoy en suspenso, sobre la biografía de Sylvia Kristel (1952-2012), protagonista del film original, que resuena especialmente en los tiempos del #MeToo. Y próximamente se estrenará una suerte de remake que ha rodado la directora Audrey Diwan –autora de El acontecimiento (2021), sobre el derecho de las mujeres al aborto– con Noémie Merlant y Naomi Watts en su reparto.
Sentirse bien sin sentirse mal
La Emmanuelle de 1974 narraba las peripecias eróticas de una joven francesa en matrimonio abierto con un diplomático, en el marco de una Tailandia de reportaje de revista aspiracional. Aunque sus escenas de sexo –siempre simulado– no superaran la cota media de lo que hoy puede encontrarse en las plataformas de streaming, para el cine comercial de la época resultaban inusualmente explícitas. Llegaron a rodarse hasta 43 películas “oficiales” con el sello Emmanuelle, a las que hay que sumar incontables explotaciones. Esto incluye una Emmanuelle negra (Emmanuelle negra, 1975), una monja (Suor Emanuelle, 1977) y una intergaláctica (Emmanuelle in Space, 1994).
Hace 50 años, cuando se estrenó la original, el terreno estaba convenientemente abonado. La onda expansiva de mayo del 68 había traído un relajamiento de las costumbres sexuales proclive a la experimentación y al cuestionamiento de la monogamia. Las investigaciones sobre la sexualidad de Alfred Kinsey o Masters y Johnson habían abierto la vía a publicaciones como el superventas Open Marriage: A New Life Style (Matrimonio abierto: un nuevo estilo de vida) en el que Nena y George O’Neill desgranaban las prometedoras posibilidades del matrimonio abierto. En Francia, muerto Georges Pompidou, el conservador Valéry Giscard d’Estaing acababa de ser elegido Presidente de la República francesa venciendo al socialista Mitterrand, tras esgrimir –qué paradoja– la promesa electoral de eliminar la censura, lo que generó una oleada de estrenos eróticos de los que Emmanuelle fue buque insignia.
Poco antes había irrumpido una avanzadilla: El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), La gran comilona (1973, Marco Ferreri) o La mamá y la puta (1973, Jean Eustache) ya incorporaban elementos argumentales libertinos y escenas sexuales realistas en un contexto, digamos, prestigioso, alejado de lo pornográfico. Sin embargo, en ellas lo sexual constituía una vía para expresar un determinado malestar y cuestionar las instituciones imperantes, mientras que Emmanuelle reflejaba una postura despreocupada y hedonista, con vocación de condimento picante en el guiso de lo burgués: su eslogan para el mercado anglosajón, “la película que le hará sentirse bien sin sentirse mal”, no escondía sus intenciones.
El proyecto surgió de Yves Rousset–Roard, un antiguo empleado de notaría recién reconvertido en productor cinematográfico decidido a debutar con la adaptación de la novela erótica Emmanuelle, firmada en 1959 por Emmanuelle Arsan. Bajo este seudónimo se escondía Marayat Bibidh, una mujer de la alta sociedad tailandesa, hija de diplomático y casada con Louis–Jacques Rollet–Andriane, funcionario francés de las Naciones Unidas consignado en Bangkok. Según se ha sostenido con frecuencia, en realidad el autor de Emmanuelle podría ser el propio Rollet–Andriane, aficionado a la literatura erótica, o tratarse de un trabajo a cuatro manos. Así lo confirmaba en 2016 la escritora danesa Suzanne Brøgger, amiga del matrimonio, en su posfacio para el libro La philosophie nue.
Marlon Brando, lagarterana
Para dirigir la película se optó por otro debutante, el joven fotógrafo Just Jaeckin, que había destacado por sus editoriales de moda, de un refinado esteticismo. Según contaba Jaeckin, fue él quien descubrió a Sylvia Kristel, que estaba de paso en un casting para otra película. Kristel era entonces una modelo y actriz holandesa de 21 años, ganadora del concurso de belleza Miss TV Europe, emparejada con el prominente poeta y novelista belga Hugo Claus (dos décadas y media mayor que ella), y con un historial de desarraigo familiar y un lúgubre episodio de abusos sexuales en la infancia. Puesto que su experiencia interpretativa era limitada, y como al fin y al cabo lo único que interesaba de ella era su imagen y su soberbia anatomía, su voz fue doblada en la banda sonora: lo mismo ocurriría en prácticamente toda la filmografía posterior de Kristel, arrollada por la apisonadora Emmanuelle.
Sylvia Kristel apareció en otros tres filmes y una serie televisiva de la saga Emmanuelle, con éxito decreciente pero aún considerable. Sus mejores películas –Alice ou la fugue (1977) de Claude Chabrol, Una mujer de la vida (1976) de Walerian Borowczyk o René la Canne (1977), de Francis Girod– fueron fracasos comerciales hoy casi imposibles de encontrar. Sus dotes actorales siempre fueron rebatidas –”de actriz tiene lo que Marlon Brando de lagarterana”, escribió el crítico Jordi Batlle Caminal en EL PAÍS en 1990–, aunque en justicia nunca obtuvo demasiadas oportunidades para demostrarlas.
Pese a su dominio del inglés, Kristel no consiguió desarrollar una carrera en el cine norteamericano. Algunas malas decisiones profesionales –según Jeremy Richey en su libro Sylvia Kristel: From Emmanuelle to Chabrol (2022), habría rechazado papeles en El huevo de la serpiente de Bergman, Dune y Terciopelo azul, de David Lynch, o el King Kong de John Guillermin– y su adicción al alcohol y la cocaína tampoco ayudaron.
La actriz falleció a consecuencia de un cáncer en 2012, tras publicar unas memorias donde describía con singular lucidez la posición ambivalente en el que se la había instalado, la de una estrella venerada y al mismo tiempo denigrada. Le pesaba que ninguna de sus películas no eróticas hubiera atraído al público. “Yo estaba vestida, pero la gente me prefería desnuda”, escribió. “Yo hablaba, pero me preferían silenciosa o doblada. Me di cuenta de que al público le había afectado profundamente Emmanuelle y querían prolongar su fantasía, guardarme dentro de ella, simbólica y desnuda, idealizada y necesaria”.
Erotismo sí, pero
Ciertamente, el éxito de Emmanuelle superó todas las previsiones. Cincuenta millones de personas llegaron a verla en su prolongado estreno internacional. Se mantuvo en cartel durante más de diez años en el cine Le Triomphe de los Campos Elíseos parisinos. En España hubo que esperar a 1978 –muerto Franco– para que llegara a las salas, donde vendió más de tres millones y medio de entradas, aunque para entonces incontables curiosos habían cruzado los Pirineos con el único propósito de participar del fenómeno.
Su perfume de escándalo había arrasado, aunque proviniera de un producto en realidad bastante conservador, sometido a las concepciones burguesas y patriarcales de su tiempo. Emmanuelle enlaza las aventuras extramatrimoniales, incluyendo orgías y sexo con personas desconocidas, pero casi siempre tutelada u observada por hombres. El modo en que están filmadas la desnudez –casi siempre femenina– y las uniones sexuales no se aparta un milímetro de lo que la crítica feminista Laura Mulvey había denominado la mirada masculina en su célebre ensayo Visual Pleasure and Narrative Cinema, escrito un año antes del estreno de Emmanuelle y publicado un año después.
“Los años setenta son los del nacimiento de las teorías fílmicas feministas”, apunta Violeta Kovacsics, crítica de cine y profesora de la ESCAC (Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya). “Creo que en este caso es interesante tener presente el libro de Laura Mulvey, que justamente articula una crítica a la mirada masculina a partir de la noción freudiana de la escopofilia, el placer de mirar, muy aplicable en el cine erótico. Pero, además, Mulvey detecta un mecanismo por el cual confluyen las miradas de los personajes masculinos, que son tanto la del director como la del espectador. Esa es la mirada masculina: la de todos, que observan, u observamos, ese cuerpo femenino”.
Los mismos principios operan en todo lo que se refiere a la homosexualidad. Emmanuelle busca el placer en los cuerpos de otras mujeres, como su amiga Bee (interpretada por Marika Green) y la joven Marie–Ange (Christine Boisson, que apenas tenía 18 años en el rodaje y que contaría más tarde que tambén había sufrido violencia sexual en la infancia). Pero estos episodios no favorecen tanto la hipótesis de una Emmanuelle lesbiana como el espectáculo servido, una vez más, a la mirada masculina. “Ese tipo de escenas lésbicas vistas desde el punto de vista de un voyeur masculino son muy típicas del cine de la sexploitation de los años 70, y han marcado la representación del lesbianismo en el cine hasta hoy”, respalda Francina Ribes, doctora en Medios de Comunicación y Cultura por la Universitat Autònoma de Barcelona y autora del libro Ausencia y exceso. Lesbianas y bisexuales asesinas en el cine de Hollywood (Dos Bigotes, 2022). “De hecho, el ámbito de la cultura popular en el que más se ha representado el lesbianismo es la pornografía, siempre desde ese punto de vista androcéntrico y para disfrute del hombre. Esto no quita que, a menudo, las mujeres lesbianas y bisexuales nos hayamos apropiado de esas representaciones, en parte debido a la falta de otros referentes y en parte porque, en algunos casos, estas imágenes abren nuevos horizontes y pueden tener una fuerza iconográfica que va más allá de la intención con que han sido creadas”.
Fetichizando el colonialismo
Menos estudiadas han sido las implicaciones colonialistas de la saga, que ha tendido a buscar emplazamientos exóticos en los que los habitantes locales se limitaban a ser figuración o a desempeñar el papel pasivo de instrumentos de placer o a ser observados como salvajes de sexualidad irrefrenable. Empezando por la película inicial, rodada en Tailandia, único país de la región del sudeste asiático que no ha sido colonia europea (colonialismo sin colonia, por tanto), y que en aquel momento atravesaba un periodo democrático entre dos dictaduras. En una de las escenas finales, Emmanuelle, de visita en un ring de boxeo tailandés, se ofrece como trofeo al rudo ganador del combate, y lame excitada el sudor que goteaba de su frente, en el no va más de la fetichización de un cuerpo exotizado.
Dos años después se estrenaría El imperio de los sentidos (1976), obra maestra del director japonés Nagisa Osima sobre las intersecciones entre el deseo y la muerte. Por su complejidad y su enfoque nada complaciente del erotismo, por sus impactantes escenas de sexo no simulado y por haber sido dirigida por un autor oriental, podría interpretarse como el exacto reverso de Emmanuelle.
Con todas sus contradicciones, es difícil ver en Emmanuelle algo más que un artefacto destinado a reforzar el statu quo burgués desde una vaga apariencia de transgresión. Cabe recordar que, a mitad del siglo XIX, una novela en teoría mucho más recatada, Madame Bovary, de Gustave Flaubert, desencadenó un proceso judicial por ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres, es decir, al abecé de las instituciones burguesas. Una adaptación de Madame Bovary era, precisamente, el proyecto que Sylvia Kristel trató de llevar a la pantalla para salir de su encasillamiento como Emmanuelle. Nunca lo consiguió.
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