Julian Schnabel: “Es ridículo intentar contar la vida de alguien en dos horas. No hago películas biográficas, sino retratos”
El artista y cineasta reconocido mundialmente tanto por su genialidad como por su carácter recibe a ICON en San Sebastián para hablar sobre arte, crítica, cine, su relación con España y su próximo proyecto: la película ‘In the Hand of Dante’
El sol de invierno baña Donostia. La ciudad amanece cortada por su popular maratón, así que nuestra cita con Julian Schnabel (Nueva York, 72 años) se restringe al hotel María Cristina, que acoge a las estrellas durante el festival de cine y donde el premiado cineasta y artista estrella, superviviente de la rutilante y trágica generación de Keith Haring o Jean-Michel Basquiat, ha vivido alguna que otra juerga. “Piensa que viví en esta ciudad unos años [con su segunda mujer, la exmodelo donostiarra Olatz López Garmendia], y prácticamente ejercía de embajador con muchos actores y artistas. Los sacaba a beber y tomar pintxos”, suelta como bienvenida, casi sin dar tiempo a encender la grabadora.
Hace ocho años que Schnabel no visita la ciudad y, aunque se lamenta de que “se hayan cargado muchas cosas por modernizarlas, como este hotel, el Mercado de la Bretxa o la Tabakalera, donde hice una exposición cuando estaba en ruinas antes de que lo transformaran en un centro de arte horroroso”, se imponen los buenos recuerdos. “Como cuando cocinaba en casa para Milagros, la mujer que tan bien nos daba de comer en el restaurante San Martín. O cuando invitaba a amigos durante el festival de cine: Benicio del Toro, Lou Reed, Ben Gazzara, Max von Sydow, Willem Dafoe, Dennis Hopper… Aquí presenté a Javier Bardem y Bernardo Bertolucci. A Robert De Niro cuando vino le volvió loco el jabugo. Se lo envasábamos al vacío para que se lo pudiera llevar a escondidas en la maleta... ¡Y ahora resulta que han puesto aquí un Nobu! [la lujosa cadena de hoteles y restaurantes de fusión japonesa de la que es socio Robert De Niro]. ¿Lo sabías?”.
El bombardeo de nombres célebres con el que le gusta conquistar a sus interlocutores le precede. Su fama de arisco, también. Pero el monstruo que muchos pintan se desvanece casi al instante. Schnabel recibe en su suite como recién caído de la cama, con su imponente figura envuelta en un mono blanco manchado de pintura y calzado con unas zapatillas de loneta medio reventadas. Es el mismo look con el que acudirá un par de días después al Guggenheim de Bilbao para recoger el premio a la inspiración que le otorga SundanceTV; una estampa informal, la de genio desarreglado y fugado del taller, que forma parte de su personaje desde hace décadas, junto con su alter ego: el Schnabel vestido con los pijamas de seda que diseña su exmujer, Olatz López Garmendia, y que él fue pionero en sacar a la calle.
Schnabel ha quedado con López Garmendia y sus hijos en común, los gemelos Olmo y Cy, de 30 años, para comer en uno de sus restaurantes favoritos junto a la playa de la Concha. Olmo y Cy son el cuarto y el quinto de sus siete vástagos; la última, nacida hace apenas dos años, la tuvo con su tercera esposa, la diseñadora de interiores y escritora sueca Louise Kugelberg. Schnabel presume de que el éxito, para él, está en lo bien que convive su progenie. Por ahora, todos, desde el galerista estrella Vito Schnabel, hasta sus hijas Lola –pintora y realizadora– y Stella Madrid –actriz y poeta–, han seguido la senda de profesiones creativas que vieron en casa.
Schnabel encabezó lo que se conoce como el retorno de la pintura: lienzos que trataban temas universales –la obsesión, la muerte– con energía neoexpresionista y a escala espectacular. En 1979, su primera exposición en la galería Mary Boone de Nueva York se inauguró con todas las obras vendidas. En 1981 debutó en el espacio de Leo Castelli, el mítico marchante de Andy Warhol, Roy Lichtenstein o Bruce Nauman, y volvió a polarizar a la escena. “Muchos me odiaron por envidia, porque Castelli no había cogido un artista nuevo en 10 años”, dice hoy. Su veloz triunfo y gusto por el glamour forman parte de su leyenda. Cierto Schnabel representa tanto los años ochenta que, en Wall Street –la película de 1987 que condensó la fabulosa y perversa afluencia de los millonarios de las finanzas–, fue él a quien Oliver Stone llamó como asesor artístico para elegir las obras de los pisos y los despachos de los protagonistas: cuelga un cuadro de Schnabel en el apartamento posmoderno que Daryl Hannah decora al personaje de Charlie Sheen. Aquellos hombres no se andaban con tonterías. Cuando, pasados dos años de firmar, Schnabel abandonó a Castelli por la poderosa Pace Gallery, el galerista manifestó a The New York Times que Schnabel quería ser “el King Kong del arte. Es un arrogante absorbido por su propio ego”. El temido crítico de Time Robert Hughes escribió: “Schnabel es al arte lo que Stallone a la interpretación, solo que Schnabel se da más aires”.
Hoy, pese a que su obra forma parte de las colecciones de instituciones internacionales como el Metropolitan, el MoMA, el Guggenheim, el Reina Sofía o el Pompidou, el eco de aquellas críticas aún le persigue. ¿Cómo lo lleva? Se ríe, aunque parece hacerle poca gracia. “No puedes quitarte esa mierda de encima. A lo largo de mi vida he leído tanta basura... No siento que tenga que responder a nadie, aunque si hay una respuesta, siempre es la misma: seguir haciendo lo que me parece. Como artista, si traicionas tu autoría, dejas de existir”. En su caso, esa autoría se ha traducido en una producción diversa: una autobiografía publicada a los 35 años, un disco de country siguiendo las lecciones de amigos como Bruce Springsteen o Bono, de U2, o decorar como un teatral escenario el hotel Gramercy Park, en Nueva York, para el inventor de los hoteles boutique y cofundador de Studio 54 Ian Schrager.
La conversación con Schnabel sigue la corriente de su pensamiento. Escucha las preguntas y responde a su aire. Sienta al periodista a su lado, móvil en mano, para mostrar y comentar un extenso dossier con un histórico de sus exposiciones que quiere que proyecten durante la gala en el Guggenheim. Por el camino, sale su vena paternal. “¿Sabes que Cy tiene una galería aquí, en lo que era mi antiguo estudio? Tienes que ir a verla, está haciendo un trabajo estupendo. A ver si no lo pillo durmiendo”, e interrumpe la conversación para llamarle, sin éxito, por teléfono. Llama entonces a Olatz, su madre: “Despierta a Cy, quiero que un periodista vaya a verle”. Villa Magdalena, el lugar donde Cy Schnabel ha abierto su galería, es un caserío en la falda del monte Igueldo donde la familia veraneaba. El espacio ocupa una antigua cochera que conserva el encanto de los muros de piedra originales. Al final, convencemos al padre para posar allí al día siguiente. “Cy también está abriendo galería en México. Mantenemos un fuerte nexo con México. Yo llevo bajando desde los años sesenta, y conservamos una casa en Playa Troncones, en la costa del Pacífico. Voy allí a surfear y a pintar”, cuenta, y aprovecha para alabar las playas de Gros, Getaria o Zarautz, donde también solía coger olas. “Surfear es como pintar: tienes que saber dejarte llevar por la ola. Es una sensación que sucede tan rápido que solo quieres repetirla una y otra vez”, dice, sin dejar de mirar la pantalla.
La relación de Schnabel con España se remonta a 1978. Paseando por el Parque Güell de Barcelona, tuvo una revelación cuando vio “aquellos bancos corridos de Gaudí hechos con cerámica rota [sus famosos trencadís]. De ahí me fui a comer a un restaurante cutre de pescado decorado con azulejos en las paredes. Y ya no podía sacarme la idea de la cabeza: ¿qué pasa si rompo un par de platos blancos y los pego en una base que me sirva como lienzo?”. A su vuelta a Nueva York, hizo su primer cuadro con platos rotos incrustados en resina de poliéster, la técnica que lo catapultó. Tenía 27 años. “Por entonces era cocinero. Hacía la compra a las cinco de la tarde, la llevaba al restaurante, pasaba la velada cocinando y, a eso de las dos de la madrugada, regresaba y pasaba la noche pintando hasta acostarme a media mañana”, recuerda, pero sin nostalgia. “En cuanto pude permitírmelo, empecé a pintar al aire libre y a la luz del día. Solo así ves cómo queda realmente una pintura”.
España, dice, es para él una fuente de inspiración inagotable. Goya, Buñuel o Picasso encabezan su altar. Al malagueño llegó a señalarle como su homólogo. En 1992, declaró a New York Magazine: “Soy lo más parecido a Picasso que vas a ver en esta puta vida”. Después dijo que era un chiste. ¿Lo mantiene? Clava una mirada socarrona: “¿Tú qué crees?”. Se hizo con un picasso en cuanto pudo: Femme au chapeu, una de las obras tardías del maestro. Durante años, durmió velado por esa pintura en su dormitorio de Palazzo Chupi, un edificio de ocho plantas y 15.000 metros cuadrados que levantó en una antigua fábrica de perfumes de Greenwich Village. La casa, que todavía habita, ocupa un lugar central en su historia: bautizada con el apodo que Julian puso a Olatz (Chupi viene de Chupa Chups), para cubrir el préstamo para su construcción, el artista subastó, además de algún warhol y algún dalí, su querido picasso en Christie’s por 7,7 millones de dólares. La pregunta está clara: ¿qué pone uno donde hubo un picasso? “Un cuadro mío, por supuesto”, responde Schnabel.
Ingrid Sischy, histórica directora de la revista Interview e íntima del neoyorquino, dijo una vez que Palazzo Chupi era “una suerte de autobiografía arquitectónica”. Con sus techos altísimos y opulentos acabados, suponía el reverso de la casita de materiales humildes en la que Schnabel creció en Brooklyn antes de mudarse a los 15 años a Brownsville, Texas, el pueblo en la frontera con México donde descubrió las olas y el LSD. Sus padres, judíos inmigrantes, poco tenían que ver con el arte: él vendió desde carne hasta ropa de segunda mano y ella llegó a presidir la Hadassah, la organización que aglutinaba al sionismo femenino en EE UU. Julian pasaba los días pintando en la cocina. Con 10 años, su madre lo llevó al Metropolitan, donde tuvo su primer crush con Rembrandt. Y al cine, donde le fascinó Espartaco. “Después fui descubriendo el cine europeo: Vittorio de Sica y Pasolini siguen siendo de mis favoritos”.
Asegura que se hizo cineasta por casualidad. En 1996, para evitar que un documentalista contara mal la historia de su amigo Jean-Michel Basquiat, se adelantó con un biopic a modo de réquiem, Basquiat, dedicado al trágico grafitero muerto por sobredosis a los 27 años. También a su mentor, Andy Warhol, encarnado por David Bowie, que vistió para el rodaje la peluca y gafas originales del mito del arte pop. La jugada le salió bien: fue nominado al León de Oro en el Festival de Venecia. Mientras otros artistas plásticos de su generación –Robert Longo, David Salle, Cindy Sherman– fracasaban en el cine, Schnabel siguió perseverando. Su siguiente película, Antes que anochezca (2000), contaba la historia de Reinaldo Arenas, escritor cubano exiliado a EE UU y víctima del sida. Se hizo con el papel un desconocido en Hollywood, Javier Bardem. “Lo había visto en las películas de Bigas Luna, Jamón, jamón [1992] y Huevos de oro [1993], y me decía: o este tío es así o es muy buen actor. Resultó ser lo segundo”. La actuación le valdría a Bardem su primera nominación al Oscar.
Schnabel quiere repetir con Bardem en la adaptación de Buñuel despierta (2016), libro del recientemente fallecido Jean-Claude Carrière, guionista que acompañó al maestro del surrealismo firmando textos esenciales de películas como Belle de jour (1967). “Buñuel lamentaba no poder despertar de la muerte cada 10 años para leer las noticias. En la novela, es Carrière el que acude a su tumba a leérselas”, explica Schnabel. Carrière cofirmó junto a la actual esposa de Schnabel el guion de Van Gogh, a las puertas de la eternidad (2018), donde Willem Dafoe hacía del loco del pelo rojo. ¿Por qué siempre termina contando la vida de otros artistas? “Aprendí a hacer cine rodando directamente. Yo soy pintor, y mi ojo de pintor prevalece sobre todo lo demás. Pero también sé lo que significa ser un creador. Es ridículo decir que has contado la vida de alguien en dos horas. Por eso no considero que mis películas sean biográficas. Son retratos”. Su ojo de pintor ha sabido transformarse en talento cinematográfico: uno de sus retratos, el de La escafandra y la mariposa (2007), del que fuera editor de la revista Elle Jean-Dominique Bauby, fallecido tras un síndrome que le tuvo paralizado y comunicándose tan solo por el parpadeo de un ojo, le valió a Schnabel una nominación al Oscar a mejor director.
Su último rodaje terminó pocos días antes de esta entrevista: se trata de la adaptación de In the hand of Dante (2002), de Nick Tosches. “Ha sido intenso y loquísimo. En apenas un par de meses hemos recorrido media Italia: Sicilia, Venecia, Verona, Roma…”. El libro se lo descubrió Johnny Depp, después de que Schnabel lo dirigiera en Antes que anochezca, película donde interpretaba a un travesti. La idea era que uno filmara y el otro protagonizara, pero Depp, que había adquirido los derechos, terminó retirándose y fue sustituido por Oscar Isaac. La adaptación transcurre entre el presente y el siglo XIV, entre el descubrimiento del manuscrito original de La divina comedia bajo el Vaticano, que cae en manos de la mafia, y los viajes al pasado de un Dante reencarnado. “Muchos actores interpretan dos papeles, en el pasado y el presente. Participan [tomen aire]: Gerard Butler, Jason Momoa, John Malkovich, Al Pacino, Martin Scorsese, Franco Nero, Gal Gadot, Sabrina Impacciatore, Duke Nicholson [el nieto de Jack Nicholson], Galen Grier Hopper [hija de Dennis Hopper], hasta Benjamin Clementine, que canta y hace de Mefistófeles… ¿Te he dicho que sale Scorsese? No lo pongas, di solo que es productor ejecutivo. A Marty le encanta hacer cameos, pero es una sorpresa para el público”. Como varias webs ya lo han desvelado, levantamos, con permiso, el veto.
Toda la familia del cineasta ha participado de una manera u otra en sus proyectos: Schnabel ha sacado en cameos a sus padres, a Olatz y a todos sus hijos. Esta vez su esposa Louise repite como coguionista y montadora. “Trabajar con la familia, y con esa familia extendida que son los amigos, es cuestión de confianza. Conozco a John Malkovich desde hace 38 años. ¿Cómo no llamarle para divertirnos juntos?”, proclama.
Amanece en batín Olmo Schnabel, el otro gemelo, que ha estado desperezándose durante este largo rato en el dormitorio de al lado. Su padre lo presenta orgulloso: “¡Fue él quien me consiguió el dinero! Hoy en día es casi imposible lograr financiación”. Olmo venía de firmar su opera prima, Pet shop days, una historia de amor gay tóxico y criminal con Darío Yazbek, hermano de Gael García Bernal, como protagonista. Y atrajo al productor de su proyecto, Francesco Melzi d’Eril –habitual de Luca Guadagnino– para reunir los 25 millones de dólares que ha costado In the hand of Dante. Olmo saca una sudadera con capucha envuelta de la maleta y se la tiende a su padre. Es la que hicieron como regalo para el equipo. “¡Por fin consigo la mía!”, exclama Julian, y se la pone. En la espalda hay un mensaje: “There is only the eternal present”. Solo existe el presente eterno. Schnabel padre se reconoce en la frase: “Para mí no hay pasado ni futuro, solo el presente eterno”.
–Alguna vez ha dicho que no le da miedo la muerte. Ahora que ha cumplido los 72, ¿teme el paso de la edad?
–Acabo de hacer una película sobre un tipo que viaja 700 años en el tiempo para darse cuenta de que está con la mujer adecuada. Espero que a mí no me lleve tanto determinar si estoy en el camino correcto de mi vida.
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