¡Mudarse es divertido!
¿Qué le dedicas a una casa que dejas? Busco citas sobre mudanzas y solo encuentro fanfarria motivacional
Mudarse de casa es como te lo tomes. Podría ser una especie de hoguera de San Juan si no fuera porque no quemas nada, simplemente lo mandas a otra casa o al guardamuebles. Supongo que no soy sentimental: cuando me independicé de mis padres, la primera noche que pasé en mi casa nueva me dormí, y punto, ni nervios ni mariposas en el estómago, y mira que me gustaba ese piso. Porque fetichista sí que soy. Cuando estaba seleccionando las cosas importantes que sí o sí tenía que manipular yo y no los mudanceros, me acordé de una anécdota que cuenta en su columna de este número Carlos Primo: la vez que, aquejado de peritonitis, Antonio Gala se vio obligado a pasar unos días fuera de su hogar, le pidió a una amiga que le preparara el neceser con lo indispensable para ir al hospital “y ella puso en un maletín ‘un par de zapatos de color diferente, uno de ellos de esmoquin, una camisa de seda natural, dos bañadores y una corbata”. Si alguien se cruzó un caluroso fin de semana de junio con un hombre armado con una extraña lámpara con cabeza de samurái y una caja llena de tazas muy pequeñas, ese era yo.
Si tienes suerte, lo que te une a tu casa es una historia de amor. Nora Ephron ilustró muy bien ese estado de suspensión del raciocinio en un texto que le dedicó en 1996 a The Apthorp, el edificio que habitó con su familia en Nueva York hasta que el fin de la renta antigua y el bum inmobiliario dieron carpetazo al idilio. El edificio era para enamorarse: ocupaba toda una manzana y tenía historiadas fachadas neorrenacentistas, por no hablar de los cinco dormitorios y el gran patio en medio. Cuando le dijeron el alquiler, que obviamente era terrorífico, Ephron hizo que la contabilidad se plegara a sus deseos: “Lo amortizaré”, se dijo, para luego aclarar que ella nunca usaba el verbo amortizar si no era “para tratar de demostrar que algo que no me puedo permitir no es que sea una ganga sino casi gratis”. Pero no hablemos de dinero. Esto es amor.
¿Qué le dedicas a una casa que dejas? La primera casa que compraste, la casa donde pasaste 12 años, la casa que decoraste creyéndote un pequeño faraón. El lugar por el que pasó toda la gente que quieres y donde fuiste feliz. Para los que no tenemos hijos, la casa es nuestro pariente más intenso: el que más atención demanda y da mayores alegrías. Existen tratados de corte sociológico, e incluso científico, sobre cada habitación; la historia del hogar es la historia de nuestra civilización. Hay mil datos y mil historias: en su libro At Home, Bill Bryson cuenta que una de las 38 teorías que razonan que el hombre se hiciera sedentario fue “el poderoso deseo de elaborar y beber cerveza”. En cambio, busco citas sobre mudanzas y solo encuentro fanfarria motivacional. En una escala de horrible a todavía peor, cosas como “si tuviéramos que permanecer siempre en un sitio, tendríamos raíces y no pies”, “una mudanza es una oportunidad” o algo que ya directamente me parece una falta de respeto: “¡Mudarse es divertido!”.
Tu casa encapsula un momento de tu vida, pero hasta que se vaya posando todo lo que me ha pasado en la última década, creo que lo que más recordaré es este pifostio de mundo que se desarrolla mientras saco la enésima zapatilla de la enésima caja. Escribo esto y alertas informativas sobre la ultraderecha en las instituciones se cruzan con vídeos del Orgullo LGTBI en París o Nueva York, y noticias de temperaturas disparadas se enredan con urgencias vacacionales. Por fortuna este momento también lo representa el número de verano de ICON, una de las pocas cosas que no quedarán sepultadas bajo un montón de notificaciones en su pantalla. Está lleno de promesas musicales y veteranos del pop, deportistas reflexivos y juventud que rechaza las etiquetas —y, sobre todo, rechaza la idea de que tengan que tolerar—, y prendas e historias para zambullirse aunque sea entre cajas. ¡Feliz lectura, y feliz verano!
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