Entereza, no recordaba esa palabra
Habíamos llegado a acostumbrarnos tanto a la realidad que teníamos que la dábamos por descontada, no tenía misterio. Fíjense las películas que triunfaban: superhéroes, zombis, vampiros
No sé ustedes, pero es que yo no conozco a nadie que haya ido a un mitin en su vida, al menos en lo últimos cuarenta años. En Cataluña pasará como con el perro en la primera ola: si le sirve a la gente para moverse, le entrará unas ganas tremendas de asistir a uno. Es un avance democrático del que debemos congratularnos. Los mítines ya eran irreales, inverosímiles, sin interés, pero ahora vemos que pueden ser peores, telemáticos y sin gente. A los partidos les entra el miedo escénico de actuar sin extras para las secuencias de masas. Debemos salvarlos los ciudadanos, acudir desde otro municipio si hace falta. Hay que parar ya este avance de la irrealidad, porque cuanto más impactante es la realidad más tenemos que confinarnos en la irrealidad de las telecosas. Hasta ha aparecido una Lola Flores virtual que en realidad no es ella.
Habíamos llegado a acostumbrarnos tanto a la realidad que teníamos que la dábamos por descontada, no tenía misterio. Fíjense las películas que triunfaban: superhéroes, zombis, vampiros, policías de lo sobrenatural, tramas complicadísimas que no se inspiraban en la realidad, porque parecía bastante aburrida, no tenía esos desafíos, ni daba la trascendencia ni el chute de emociones suficientes. Y de repente llega esto, que supera cualquier guion (y ahora una cadena de terremotos en Granada, anda ya, esto sí que no me lo creo) y es interesante cómo reacciona la gente. Dejando al margen a la mayoría de los políticos, que siguen su propio guion, las personas te sorprenden con algo que me costó definir porque hacía tiempo que no usaba ni la palabra: entereza. Y deportividad, capacidad de encaje, tomar esto como viene, y perder a veces, y muchísimo más de lo que habíamos imaginado. Y el caso es que esto no lo sacan de las películas, desde luego no de las que de moda, sino que es algo como de familia, o que tenían por ahí escondido. A lo mejor ni ellos lo sabían. Era un comodín que nunca habían tenido que usar, una cualidad apenas requerida. Son actitudes que tienen algo antiguo. No es casualidad que sí las veamos en películas más viejas. En la edad de oro de Hollywood, muchos de sus artistas habían vivido la guerra, o combatido en ella, o fueron inmigrantes que llegaron con lo puesto.
Un ejemplo clásico, Casablanca (1942). Se empezó a rodar sin saber cómo acababa y habla precisamente de una situación de caos y heroísmo anónimo. Pero las historias del elenco de actores son casi mejores que las de sus personajes. El director Michael Curtiz era húngaro, herido en la Primera Guerra Mundial, como Claude Rains (el capitán Renault), que fue capitán de verdad en la contienda y perdió la visión en un ojo. Paul Henreid, el héroe de la resistencia, era austrohúngaro y se largó cuando llegó Hitler. El oficial nazi era un alemán, Conrad Veidt, el famoso zombi del gabinete del doctor Caligari, que dejó su país con el ascenso del nazismo, y cuya mujer era judía. Peter Lorre, otra estrella del cine alemán, era judío y otro que escapó. También lo era Carl, el entrañable jefe de camareros (S.Z. Sakall), otro húngaro. El ruso loco que está a sus órdenes, Sacha, era realmente ruso, se fue del país tras la revolución bolchevique. El croupier, Marcel Dalio, judío francés, huyó de la Francia ocupada en un viaje rocambolesco con los mismos problemas de visados que en la película. En fin, menos Bogart y el legendario Sam, que ni sabía tocar el piano, aquello era una panda de inmigrantes. Y sí iban a mítines, el bueno de Carl se saltaba el toque de queda para ir en la oscuridad a las reuniones clandestinas de la resistencia. También es cierto que hacían política de verdad.
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