Indultar o no indultar: los dilemas del perdón
Algunos expertos lo consideran una rémora medieval. Otros señalan que es un recurso necesario y útil. Un recorrido histórico por indultos sonados arroja luz sobre el debate que divide a la sociedad española: el de la idoneidad del perdón a los líderes independentistas catalanes condenados a prisión
Un emperador romano destapa una conjura. Sus amigos planeaban apuñalarle. El emperador no sabe cómo reaccionar. ¿Los castiga? ¿Los perdona? Si los indulta, se arriesga a que vuelvan a tratar de derrocarlo o asesinarlo. Si los castiga, corre el peligro de alimentar el ciclo de agravios y revancha. “Quien con facilidad perdona invita a que le ofendan. Castiguemos al asesino, proscribamos a los cómplices”, dice Octavio César Augusto. Después se lo piensa mejor y lamenta: “Siempre más sangre y más suplicios. ¡Ni hablar!”.
Todo está en los clásicos, según un tópico raramente desmentido. Y muchas de las dudas que afronta cualquier gobernante al indultar a quien ha atentado contra la ley se encuentran en Cinna o la clemencia de Augusto, la tragedia de Pierre Corneille estrenada en 1641. Los dilemas del emperador romano no eran tan distintos de los que se le plantean estos días al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, a la hora de decidir si indultar a los líderes independentistas catalanes condenados a prisión por el intento de secesión ilegal en 2017.
“El derecho de gracia es una rareza jurídica: en los Estados democráticos hay mecanismos suficientemente refinados para abordar el error judicial, la atenuación de las penas o la noción de perdón”, sostiene en París William Julié, abogado penalista y especialista en cuestiones internacionales. “Ahora bien, la justicia no es infalible, los textos no son perfectos y su aplicación aún menos. En un sistema que funciona, conservar una válvula de seguridad quizá a fin de cuentas sirva para mantener un equilibrio”.
El perdón o el indulto ¿pueden entenderse como un gesto humanitario? ¿O esconden motivos espurios? El mundo del siglo XXI ofrece ejemplos de ambos casos. En el primero, podría incluirse la gracia —como se dice en francés— que el presidente francés François Hollande concedió en 2016 a Jacqueline Sauvage, condenada a 10 años de prisión por matar a un marido maltratador. En el segundo, la práctica de presidentes estadounidenses de indultar a socios, amigos y parientes. “Tengo todo el derecho absoluto a perdonarme a mí mismo”, llegó a decir Donald Trump, acechado por múltiples escándalos que podían, y pueden, derivar en procesos judiciales.
“En Estados Unidos, el poder de perdón presidencial se ha usado tradicionalmente para mostrar compasión hacia un individuo castigado injustamente, o como herramienta en el arte de gobernar”, explica en un correo electrónico Jeffrey Crouch, autor de The Presidential Pardon Power (El poder de perdón presidencial), libro de referencia sobre la cuestión. “Los redactores de la Constitución decidieron que el presidente era la persona correcta en quien confiar la capacidad de conceder la clemencia, y que este tendría que responder ante el público por sus decisiones”, añade Crouch, de la American University en Washington.
Trump, presidente entre 2017 y 2021, usó y abusó del perdón, como lo hicieron algunos antecesores suyos, según recuerda Crouch. Pero lo convirtió —y en eso fue único— en un espectáculo de telerrealidad, desde el suspense sobre los candidatos hasta la decisión final de indultarlos. “El perdón hoy es en gran parte una reliquia de un sistema antiguo en el que el rey ejercía su misericordia de una manera similar a la de Dios”, dice desde California Bernadette Meyler, profesora de Derecho y Literatura en la Universidad de Stanford y autora de Theaters of Pardoning (teatros del perdón), donde estudia el aspecto teatral de todo indulto a partir de las obras de William Shakespeare y el teatro inglés del siglo XVII. “Pero creo que es posible integrar el perdón en un sistema democrático con algunas reformas”, añade, y cita la posibilidad de implicar al Parlamento como sucede en muchos países con la amnistía.
El dilema que atormentaba a Augusto en la tragedia de Corneille es relevante en España: perdonar ¿incita al beneficiario de la clemencia a volver a las andadas? ¿o puede pacificar una sociedad agitada? “El perdón es la nodriza de un nuevo crimen”, avisa un personaje de Medida por medida, de Shakespeare. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de EE UU, matizó en los Papeles federalistas: “En casos de insurrección o rebelión, con frecuencia hay momentos críticos en los que una oferta oportuna de perdón para los insurgentes o rebeldes puede restaurar la tranquilidad de la comunidad”.
Perdón, indulto, gracia: cada lengua tiene su manera de decirlo. Todas se refieren a una práctica arcaica: la del soberano “capaz de ser clemente, a imitación de Dios”, como escribió el historiador Jacques Le Goff en San Luis, la monumental biografía que dedicó al rey francés. Uno de los debates más apasionados entre los legisladores que en 1787 redactaron la Constitución de Estados Unidos giraba en torno al indulto: no querían reproducir los vicios del Antiguo Régimen y había pocos tan graves como el del monarca de derecho divino por encima de la ley.
“El presidente no debería ostentar el poder de perdonar, porque con frecuencia podría perdonar crímenes que él mismo hubiese aconsejado cometer”, argumentó George Mason, delegado de Virginia. James Madison, que sería presidente de EE UU, proponía que, en casos de traición, fuese el Congreso el responsable de indultar y no el presidente.
Hamilton admitía el riesgo de que un presidente traidor se autoperdonase. Lo que le llevó a defender el indulto fue la convicción, expresada en el texto ya citado, de que podía ser útil para reconciliar un país tras una rebelión o insurrección. Casi un siglo después, en la Navidad de 1868, el presidente Andrew Johnson concedió un indulto y una amnistía total a los participantes en la rebelión de los estados esclavistas en 1860 y 1861, origen de la guerra civil o de secesión, que había concluido en 1865 con la victoria de la Unión. Uno de los indultados fue Jefferson Davis, presidente de la Confederación.
“El perdón y los procesos de amnistía, si se realizan de manera adecuada, pueden ayudar a reparar una sociedad”, admite la profesora Meyler. Tras la guerra civil, sin embargo, resultó más complicado. Meyler explica que durante la reconstrucción, el breve periodo en el que se intentó impulsar una cierta igualdad racial en el sur, los esclavos recién liberados pudieron acceder por primera vez a la propiedad de tierras. Pero los indultos y amnistías para los confederados frustraron esta posibilidad, pues permitieron que los viejos propietarios recuperasen sus tierras en perjuicio de los negros. “Desde entonces”, añade, “hay un legado de opresión que viene de los indultos y sus consecuencias”. La reconciliación fue un espejismo; la segregación sustituyó a la esclavitud.
La voluntad de cerrar heridas inspiraría a otro presidente estadounidense, Gerald Ford, al perdonar en 1974 a su antecesor, Richard Nixon, por su papel en el escándalo del Watergate. “Mi consciencia”, alegó Ford, “me dice que es mi deber no solo proclamar la tranquilidad interior, sino usar todos los medios para garantizarla”. Dos años después, perdió las elecciones presidenciales ante Jimmy Carter. El general Charles de Gaulle —el hombre que encabezó la lucha contra el ocupante durante la II Guerra Mundial— afrontó el dilema después de la liberación de París en el verano de 1944. Como presidente del Gobierno provisional, podía indultar a quienes habían traicionado a Francia y la habían echado en manos de Hitler. O negar la clemencia porque, como escribió Albert Camus, “el perdón (…) hoy tendría aires de injuria”.
En febrero de 1945, y pese a la petición de algunos de los grandes escritores de la época —entre ellos, Camus, contrario al perdón, pero aún más a la pena de muerte—, De Gaulle permitió la ejecución del escritor filonazi Robert Brasillach. En agosto del mismo año, el mariscal Philippe Pétain, líder de la Francia colaboracionista entre 1940 y 1944, fue condenado a muerte. De Gaulle le conmutó la pena y Pétain pasó el resto de sus días encerrado en un fuerte militar en la isla de Yeu, frente a la costa atlántica. “¿No ha llegado el momento de correr el velo, olvidar los tiempos en los que los franceses no se amaban e incluso se mataban entre sí?”, justificaría en 1972 el presidente Georges Pompidou el indulto del colaboracionista Paul Touvier.
El jurista australiano Daniel Pascoe, coeditor de Executive Clemency. Comparative and Empirical Perspectives (Clemencia ejecutiva. Perspectivas comparativas y empíricas), explica que, si las democracias más avanzadas mantienen el poder del indulto, es porque “sigue siendo uno de los atributos clave de la soberanía, como el de declarar la guerra, establecer relaciones diplomáticas o firmar tratados, y también las democracias necesitan proyectar su soberanía de alguna manera”. “La inercia legislativa y constitucional”, añade Pascoe, de la City University de Hong Kong, “significa que la mayoría de democracias ha retenido el poder de perdonar por costumbre, incluso después de la abolición de la monarquía, y si el poder sigue vigente, los responsables políticos encontrarán oportunidades de usarlo”.
Shakespeare decía en El mercader de Venecia: “La misericordia bendice a quien la da y a quien la recibe”. No siempre es así. Casos como el de Pompidou y Touvier, quien en los años noventa acabaría condenado por crímenes contra la humanidad, no engrandecen a nadie. En otros momentos fue distinto. Uno es la gracia presidencial en 1899 para Alfred Dreyfus, injustamente acusado de espionaje: más que redimir al condenado, el indulto pretendía redimir a la Francia que había sentenciado a un inocente sin pruebas y con un ánimo antisemita. Otro es el perdón póstumo de Isabel II en 2013 para el matemático Alan Turing, pionero de la inteligencia artificial, inventor de la máquina que descifró los códigos nazis durante la guerra y condenado en 1952 por una relación homosexual.
Como con Dreyfus, los papeles se invierten. El Reino Unido o Francia perdonan o indultan a Turing o a Dreyfus; en realidad, deberían ser Turing y Dreyfus quienes decidiesen si perdonar (o indultar) al Reino Unido o a Francia por el daño causado.
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