Hágase el dinero, y se hizo. La moneda es más que nunca una cuestión de fe
El dinero es, quizá, junto con Dios, el invento más influyente de la historia de la humanidad. Una herramienta civilizadora, pero también causa de alienación. La digitalización de la moneda nos conduce por una ruta impredecible
El dinero es un acto de fe. En el sistema y, más concretamente, en los bancos, que fabrican casi todo el dinero del mundo. La moneda es a la vez la institución más frágil (no hay nada que la respalde, salvo la confianza) y la menos discutida: nos resulta demasiado útil como para fijarnos en que se trata de un enorme vacío. Yendo un poco más lejos, según estableció el sociólogo Georg Simmel, nuestra noción del dinero es muy parecida a nuestra noción de Dios. El dinero, este instrumento misterioso que ha acompañado a la civilización desde sus inicios, se adentra ahora en un proceso de cambio profundo y lleno de incógnitas.
El bitcoin y otras criptomonedas, que nacieron como medios de pago, pero se han convertido sobre todo en activos especulativos, constituyen tan sólo un inicio titubeante. En unos años, pocos, casi todo el dinero puede ser digital. Eso creará un mundo distinto. La gracia consiste en que ningún especialista se atreve a predecir cómo será ese mundo.
“Hace apenas cuatro años, los pocos que proponíamos la moneda digital nos sentíamos como las sufragistas que en el siglo XIX exigían el voto femenino: nos consideraban chalados. Ahora ya la ensaya el Banco Central de China y tanto el Banco Central Europeo como la Reserva Federal de Estados Unidos, en cooperación con el Massachusetts Institute of Technology (MIT), trabajan en sus propios proyectos”. Esto lo dice Miguel Ángel Fernández Ordóñez, exgobernador del Banco de España y exsecretario de Estado de Hacienda y de Economía, uno de los más entusiastas promotores de la digitalización.
“Si la tecnología está transformándolo todo, ¿por qué no va a transformar también el dinero?”Xosé Carlos Arias, catedrático de Economía Aplicada
Hay también oponentes. Porque la apuesta es grande, y el riesgo, alto. Quienes piensan que la moneda digital (un largo código informático, similar en eso a las criptomonedas) será más o menos lo de siempre son los mismos que en 2008 consideraron el smartphone como un simple teléfono que también hacía otras cosas. El iphone nació hace menos de 14 años y ha cambiado nuestras vidas.
“Estamos en territorio desconocido y nos adentramos en un mundo que no imaginábamos”, comenta Xosé Carlos Arias, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Vigo. “Si la tecnología está transformándolo todo”, añade, “¿por qué no va a transformar también el dinero?”. Según Arias, el contexto del cambio viene marcado “por una situación sin precedentes, con una deuda pública y privada que asciende al 360% del producto interior bruto mundial, lo nunca visto”.
Ahora explicaremos posibles ventajas e inconvenientes de la nueva revolución. Una de las consecuencias podría ser la destrucción del sistema financiero como hoy lo conocemos. ¿Se imaginan un mundo sin bancos? Resulta concebible. Dos banqueros e inversores suizos, bajo el seudónimo Jonathan McMillan, lo describen en su libro El fin de la banca (2014). Fernández Ordóñez también ve deseable ese futuro, como refleja en su libro Adiós a los bancos (2020). Pero antes de explicar por qué, demos un breve merodeo por la historia de la moneda. O del dinero, si quieren.
En las sociedades mesopotámicas de hace 3.500 años se utilizaban metales preciosos como forma de pago. Luego, hará unos 2.700 años, empezaron a acuñarse monedas (algunas de formas muy caprichosas, como cuchillos) de forma simultánea en Asia Menor, China y la India. En el siglo IX los monarcas chinos emitieron los primeros billetes en papel, que no llegaron a Europa hasta el siglo XVII. Al papel se le daba valor porque alguna autoridad garantizaba su canje por una determinada cantidad de oro. Ese sistema, el llamado “patrón oro”, funcionó hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918). “Era un freno al crecimiento, la minería de oro no podía seguir el ritmo de la revolución industrial y las necesidades de dinero que generaba”, explica Antoine Quero, antiguo miembro del equipo de Joaquín Almunia como comisario europeo de Asuntos Económicos y experto en cuestiones monetarias.
El Reino Unido quiso recuperar el oro tras la guerra y con ello contribuyó a la catástrofe financiera de 1929. En 1944, la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas en Bretton Woods intentó simular que las principales divisas estaban respaldadas por oro. En 1971, Richard Nixon acabó con la ficción y declaró que el dólar no tenía otro respaldo que la confianza del público. Y así hasta hoy. Todas las divisas actuales son dinero fiat (del latín “hágase”), también llamado dinero por decreto: un Estado dice que ese pedazo de papel es dinero y, por tanto, lo es, porque sirve para pagar los impuestos.
Tendemos a pensar, sin embargo, que tras el pedazo de papel hay algo, una montaña de lingotes de oro o cualquier cosa parecida. En realidad no hay nada. Deberíamos olvidar incluso la idea del “pedazo de papel” impreso por un banco central y vagamente patrocinado por una autoridad pública. Billetes y monedas constituyen menos del 10% del total: más del 90% del dinero lo emiten los bancos privados con sus operaciones de crédito. Pero creemos también en ese dinero; en realidad, una deuda bancaria. Nuestra fe en el sistema da para eso y para más. ¿Cómo no vamos a creer en el sistema si el sistema somos nosotros? Somos nosotros, al menos, quien lo paga. No hace falta recordar los sucesivos rescates bancarios en el conjunto del planeta y su coste para el contribuyente. Cuando la abundante protección de las autoridades monetarias a la banca (crédito ilimitado del banco central, garantía de depósitos, etcétera) resulta insuficiente, ahí está el ciudadano para echar el resto.
La relación entre fe y dinero quedó clara hace ya mucho tiempo. En el siglo XVI, la Orden de Malta afrontó el coste de su guerra contra los turcos sustituyendo las monedas de plata por monedas de cobre con esta inscripción: “Non aes est fides”. Traducción: No es el cobre, es la fe. Una fe que, según la obra magna del sociólogo alemán Georg Simmel, La filosofía del dinero (1900), afronta de igual manera la noción de Dios y la noción de moneda. No es casual que el Gobierno de Estados Unidos decidiera en 1956, en plena Guerra Fría, que el lema nacional sería In God we trust (En Dios confiamos) y que cada billete de la divisa nacional, el dólar, llevara en adelante el lema bien visible: Dios y la moneda como símbolos últimos de la cohesión social.
Para Simmel, el humano es un creador de herramientas y el dinero es la herramienta más pura, la que hace accesibles todas las demás. El dinero permite además comprender la complejidad de las sociedades “civilizadas” (el sociólogo berlinés conecta directamente “civilización” y “dinero”), ya que refleja “el valor de las cosas sin las cosas mismas”. Y aún más: el dinero nos separa del trabajo y de las imposiciones de la materia, con lo que nos hace más libres. El hombre con mucho dinero, dice, se siente “libre y omnipotente”. Ahí tenemos a los megamillonarios de hoy, gente como Elon Musk o Jeff Bezos, con sus viajes espaciales y sus ensoñaciones de dominio universal. Y su coqueteo con las criptomonedas, el dinero privado y libre de ataduras estatales como fetiche último del hombre-dios.
Cuidado, porque el mismo Georg Simmel señala que el dinero también “desespiritualiza” las sociedades y contribuye a la alienación del individuo, en especial cuando existen grandes desigualdades económicas entre un individuo y otro. ¿Qué diría ahora Simmel, con una humanidad más desigual que nunca, con un planeta en el que hay más dinero que nunca y en el que la búsqueda de refugios rentables para el excedente dinerario (las poblaciones envejecen y en consecuencia ahorran) genera continuas burbujas especulativas?
Volvamos a la moneda digital. Distingámosla de criptomonedas, supuestas unidades de pago (por ahora, más bien activos especulativos como las acciones) con una singularidad excepcional: se trata de monedas privadas, sin regulación alguna por parte de la autoridad pública y, por tanto, de alto riesgo. Son muy conocidos el bitcoin, pioneros del asunto en 2008, o el ethereum, pero hay muchísimos otros tipos de criptomoneda en circulación. Más de 8.500. En general, se trata de códigos informáticos que encadenan una moneda con otra y cuya emisión (por parte de los llamados “mineros”) requiere computadoras potentes y un importante consumo de electricidad.
Las criptomonedas atraen a numerosos inversores, especialmente jóvenes, y, pese a bruscas oscilaciones en su cotización respecto al dólar y el euro, ha mantenido una clara tendencia alcista. “Ahí es fundamental la demanda de criptomonedas. Y, en el caso del bitcoin, la convicción de que un día dejarán de emitirse nuevas unidades, lo que tendería a aumentar su valor”, explica Óscar Jordá, economista y asesor de la Reserva Federal de Estados Unidos en San Francisco.
Como en casi todo lo referido a las criptomonedas, hay cierto misterio en el límite del bitcoin. Su inventor se oculta tras el seudónimo Satoshi Nakamoto. Nakamoto podría ser en realidad el australiano Craig Wright, o no. En cualquier caso, Nakamoto aseguró que el programa con que se produce cada bitcoin establecía un límite de 21 millones de unidades. Y ya se han emitido casi 19 millones. “Es como si la Reserva Federal anunciara que no emitiría más dólares y que, por tanto, no habría más que los actualmente en circulación: automáticamente el dólar se revalorizaría”, indica Jordá.
Las criptomonedas no son, salvo excepciones poco representativas, un auténtico medio de pago, ni siquiera en países como El Salvador, donde se ha establecido el bitcoin como moneda oficial. Funcionan más bien como inversión: cuando su cotización sube, se cambian por dólares o euros.
Últimamente empieza a perfilarse otra opción que sí está diseñada como medio de pago: la llamada “moneda estable” que estudian corporaciones tecnológicas gigantescas como Facebook. Se trataría de una moneda llamada diem cuyo valor dependería de una “cesta de monedas” regulares (dólares, euros, renminbis y yenes, por ejemplo), y que estaría respaldada por las reservas creadas al cambiarse una divisa convencional por un diem. En ese sentido, no propiciaría especulación.
Facebook es el país con más habitantes del mundo (tiene casi 2.900 millones de usuarios, frente a una población china de 1.400 millones) y, de crearse finalmente, su moneda adquiriría una relevancia inmediata. ¿Podría Facebook dedicarse al negocio del crédito? ¿Podría organizar plataformas de préstamos de persona a persona? En ambos casos, la respuesta es afirmativa. Eso constituiría una grave amenaza para los actuales bancos.
“Las monedas estables crecen con rapidez, ya hay varias plataformas que las utilizan para pagos internacionales rápidos. En 2020 había 20.000 millones de dólares en moneda estable; en 2021 ascendieron a 120.000 millones”, recuerda Miguel Ángel Fernández Ordóñez, para quien la hipotética moneda de Facebook podría facilitar y abaratar de forma drástica los cobros y pagos. “Imaginemos algo gratuito como WhatsApp para manejar nuestras cuentas: un mensaje equivaldría a un cobro o a un pago, instantáneo y a coste cero”.
Ahí se plantea una pregunta delicada: ¿queremos que una corporación como Facebook conozca también nuestro dinero y nuestras deudas, además de lo que le hemos contado ya, que es prácticamente todo?
“El sector financiero parece un resto del sistema soviético”Miguel Ángel Fernández Ordóñez, exgobernador del Banco de España
Volvamos al proyecto de la moneda digital emitida por los grandes bancos centrales. Por un lado, el manejo de monedas digitales supondría una reducción de la privacidad (solamente el efectivo, los billetes, garantiza el anonimato) y requeriría una regulación estricta para evitar abusos por parte del poder emisor. Por otro, podría quebrar un tabú: la actual prohibición de que los ciudadanos privados puedan tener (como la tienen los bancos comerciales) una cuenta corriente en el banco central. La moneda digital conectaría directamente a la autoridad que la fabrica con el ciudadano que la usa y, según todos los expertos consultados, permitiría que el banco central funcionara, en el sentido del ahorro y el crédito, como un banco comercial.
Si uno dispone de una cuenta en el banco emisor, en moneda digital auténtica (electrónicamente tangible y respaldada por un Gobierno, valga lo que valga ese respaldo), ¿por qué debería ahorrar en bits o apuntes contables como los que ofrece la banca convencional? Recordemos que el banco no posee en realidad el dinero que nos presta y que, por cada 10 euros que posee, presta más de 100. Cada moneda digital, en cambio, es tan física (sustituyendo el papel por un código) y única como un billete de euro o de dólar, aunque menos anónima. El llamado “dinero interno” que produce la banca privada se vería obligado a competir con el “dinero externo” acuñado por la autoridad pública y, en principio, no expuesto a quiebras. Esa sería la mayor amenaza para el actual sistema bancario privado.
Hay voces que piden un poco de calma. Como la del economista Óscar Arce, hasta ahora director general de Economía del Banco de España y en adelante director general de Economía en el Banco Central Europeo. Arce considera que la banca comercial maneja con eficacia “las fuertes variaciones en la demanda de dinero”, algo que podría resultar más difícil para los bancos centrales en un entorno con múltiples monedas digitales. Y señala que una proliferación de distintas monedas digitales (incluyendo criptomonedas privadas) podría suponer una seria complicación añadida para la tarea básica de un banco central: mantener la estabilidad de precios y un cierto orden en el sistema financiero. “La política monetaria clásica, basada en subir o bajar los tipos de interés de referencia, sigue siendo válida”, afirma Óscar Arce. En ello está de acuerdo Óscar Jordá, asesor de la Reserva Federal.
Pero las nuevas monedas ya se han adentrado en las “finanzas clásicas”. Muchos bancos poseen criptomonedas dentro de su cartera de activos. Recordemos que se trata de una inversión bastante volátil cuyo valor podría desplomarse. ¿Cómo no especular un poco? Goldman Sachs, uno de los mayores bancos de inversión del planeta (y uno de los protagonistas de la Gran Recesión), pronosticó recientemente que el bitcoin tendría en 2022 una rentabilidad cercana al 18% y que estaba ganando terreno al oro como valor de refugio. Cuando un banco tan importante hace una predicción de este tipo, suele tratarse de una profecía autocumplida.
Un detalle revela la fragilidad e importancia de la moneda convencional: es el único instrumento político (porque, recordemos, se trata de dinero fiat, una simple promesa política) que se sustrae al control democrático. Desde los años ochenta, pese a la firme oposición de dirigentes como Margaret Thatcher, los bancos centrales son dirigidos de forma independiente por profesionales de la materia. “Eso está bien porque se trata de asuntos técnicamente muy complejos, y está mal por la falta de legitimidad democrática”, señala el catedrático Xosé Carlos Arias, quien subraya que los bancos centrales sobrepasaron hace más de una década su función oficial de controlar la inflación y, con la aplicación de políticas heterodoxas, asumieron el papel de “actores centrales de la economía”.
Durante la pasada década, los grandes bancos centrales han comprado masivamente activos públicos y privados y han engordado sus balances a una velocidad de vértigo. El patrimonio de la Reserva Federal de Estados Unidos no alcanzaba en 2008 el billón de dólares; ahora supera los ocho billones. Todo ello, no para mantener la capacidad adquisitiva de la moneda, sino para mantener en marcha la economía internacional.
Mario Draghi, un hombre procedente de Goldman Sachs y supuestamente al margen de la política, fue como presidente del Banco Central Europeo (2011-2019) el hombre que evitó el colapso del euro y quien manejó de hecho la economía continental. Con un euro digital, su poder habría sido aún mayor. Miguel Ángel Fernández Ordóñez subraya una paradoja: hace falta un euro digital, es decir, dinero público (en oposición al “dinero interno” producido por la banca privada) para “liberalizar un sector como el financiero, tan intervenido y protegido que parece el último vestigio del sistema soviético”.
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