‘Uber Files’ y el credo ‘colaborativo’
Plataformas tecnológicas como Uber se presentaron como algo ‘cool’ y horizontal, generador de riqueza, de empleo. El filósofo francés Éric Sadin sostiene que el credo tecnoliberal que ensalzaba la disrupción ha supuesto una regresión social
Mark MacGann, exjefe de cabilderos de algunas regiones clave de Uber, ha filtrado recientemente unos 100.000 documentos internos, fechados entre 2013 y 2017, que sacan a la luz las prácticas llevadas a cabo por lo que entonces era todavía una empresa tecnológica de reciente creación con el fin de ejercer presión sobre una serie de líderes políticos de todo el mundo.
Los documentos difundidos muestran una estrategia hábilmente elaborada y agresiva que pretendía —ante la irritación anunciada de quienes podrían ser las principales víctimas, los taxistas— presentar este modelo como una promesa económica tal que sería un error histórico, o una falta de lucidez evidente, frenar su desarrollo.
Efectivamente, se trata de un modelo inédito que había inaugurado, entre otros y desde 2009, la empresa de vehículos de transporte con conductor (VTC), la cual se convirtió en uno de los principales símbolos de un nuevo tipo de economía: la de los datos y las plataformas. Gracias al auge de los teléfonos inteligentes, su localización por GPS y los avances de la inteligencia artificial, estaba ahora destinada a explotar la interpretación del comportamiento de los individuos por medio de su consumo y de la posibilidad de sugerirles un número potencialmente infinito de productos o servicios hiperpersonalizados.
Es decir, una arquitectura tecnológica que ha permitido que surja el principio de una relación supuestamente “directa” entre proveedores y consumidores. Como Airbnb, por ejemplo, lanzada un año antes, que permite establecer acuerdos entre anfitriones e inquilinos ocasionales.
Lo característico de esta configuración es que parecía materializar la filosofía inicial de la web, basada en una estructura no jerarquizada y capaz ya de estimular, casi sin barreras de entrada, el espíritu emprendedor, o para un gran número, especialmente las poblaciones más desfavorecidas, ejercer nuevas profesiones sin largos periodos de formación previa. En cuanto a los usuarios, de repente se les permitió beneficiarse de una comodidad adicional y ver cómo el mundo, con un simple clic, iba hacia ellos.
Para que las prácticas de presión sean plenamente efectivas, no bastan recursos económicos considerables y hábiles formadores de opinión, sino que también se requiere un elemento decisivo: un contexto favorable. Y este contexto se tradujo más que nunca en el triunfo de una creencia que en aquel entonces sostenía en todas partes que este punto de inflexión industrial auguraba gigantescos yacimientos de riqueza, favorecería la creación de empleo y también de nuevos métodos de gestión, “cool y horizontales” (los que se supone que prevalecen en las start-ups).
Todos estos componentes podrían hacer surgir una especie de “capitalismo socialista”, del que todos, si quisieran, podrían sacar el máximo provecho, así como formas de desarrollo personal. Esto explicaba entonces el entusiasmo —la embriaguez deberíamos decir— manifestado por casi todos los miembros del espectro político por este espíritu emprendedor y su afán de apoyarlo con ardor.
Lo que revelan estas filtraciones no es tanto la voluntad de facilitar deliberadamente las cosas como de mantener una actitud de dejar hacer, partiendo de la premisa, con ayuda de economistas dogmáticos —y a veces a cambio de una sustanciosa remuneración—, de que este proceso es tan inevitable que sería inútil intentar obstaculizarlo.
Este postulado generó una nueva disputa entre antiguos y modernos; los primeros, partidarios de no suprimir de un plumazo las estructuras existentes, y los segundos, dotados del don de la visión de futuro. O sea, una ecuación cuyos mismos términos dan implícitamente la razón a los presuntos visionarios, permitiéndoles así mirar con ojos burlones a todos los retrógrados, tan poco enterados del sentido de la historia, y sobre los que nos gusta ironizar con que muchos de ellos llegan a inclinarse por una forma de vida amish. La prioridad de las prioridades debe darse a la primacía sacrosanta del crecimiento, haciendo caso omiso de todas las consecuencias derivadas.
Economistas dogmáticos, a veces remunerados, afirmaron que el proceso de Uber era inevitable.
Diez años después del fulgurante auge de la economía de datos y plataformas, se confirma el hecho de que se ha infligido un gran daño como consecuencia del credo cardinal de la disrupción, entendida entonces como negación declarada de todo lo adquirido en beneficio de la glorificación de la llamada innovación de “ruptura”. O, en otras palabras, ahora se confirma el hecho cruel de que determinado tipo de desarrollo técnico es, sistemáticamente, sinónimo del principio de regresión social.
Citemos algunos —entre muchos otros— de los efectos perniciosos que provoca este tecnoliberalismo, apóstol de una revolución perpetua. Sofisticados procedimientos de evasión fiscal; mano de obra obligada a someterse al incierto régimen de trabajadores autónomos, sujeta a una presión permanente, a una humillante evaluación por parte de los usuarios. O también el surgimiento de un nuevo tipo de clase salarial en los almacenes logísticos, donde se ve a los almacenistas equipados con auriculares de audio o tabletas digitales que les indican en todo momento las acciones correctas que deben realizar, a través de sistemas de inteligencia artificial que los obligan a cadencias infernales, reduciéndolos a robots de carne y hueso.
En realidad, más allá de las meras consecuencias sociales, se trata de un modelo de civilización que se está instaurando a gran velocidad: el de una creciente automatización de los asuntos humanos. Hasta el punto de que la firma Uber se plantea, a la larga, sustituir a los conductores por vehículos autónomos, o Amazon entregar los productos por medio de drones. Porque en esta ideología que aspira a la eficiencia suprema en todas las cosas, el ser humano se considera en última instancia supernumerario o básicamente deficiente. Por un lado, en los procesos de producción se le ve de hecho como un simple engranaje inconstante llamado, como tal, a ser impulsado de ahora en adelante por algoritmos y pronto a desaparecer. Por otro lado, en la vida cotidiana, las tecnologías nos permiten actualmente considerarnos como individuos cuyos comportamientos deben ser continuamente analizados y orientados con fines comerciales o para la optimización extrema del funcionamiento de la sociedad.
Desde luego, si bien en muchos países el legislador se ha dejado llevar fácilmente a ser tan poco escrupuloso, y ahora pretende serlo mucho más, nos engañaríamos si tomamos la regulación como una panacea. Porque no solo intervienen los procesos, sino, sobre todo, este ethos de la automatización continua de los asuntos humanos. Y la característica de un ethos es que no se puede regular, sino enmarcar en alguna de sus innumerables formas; lo que, en el fondo, no modificaría en modo alguno ni su prevalencia ni su naturaleza profunda.
A pesar de la evolución de las conciencias, parece que la historia titubea. Porque desde los confinamientos por la pandemia de la covid estamos pasando de una economía de datos y plataformas a una “a distancia”. Con esta perspectiva, destinada a generar fuentes inagotables de ganancias, Mark Zuckerberg anunció, en octubre de 2021, el cambio de nombre de su empresa, Facebook, al de Meta. Con el objetivo de construir un entorno informativo que —por medio de los llamados cascos de “realidad virtual”— dé la impresión de inmersión en una realidad tomando únicamente contornos de píxeles: el metaverso.
Con la pandemia estamos pasando de una economía de datos a una economía a distancia.
Son nuestras relaciones con la realidad, con los demás, con nosotros mismos, las que están llamadas a cambiar, gracias a sistemas que rastrean el más mínimo de nuestros gestos y lo orientan al único fin de lucro o de hiperracionalización de nuestras acciones. Esta galaxia de simulación integral podría imponérsenos pronto sin que se produzca ningún debate público, a pesar de sus gigantescas consecuencias para la civilización. Y esta trayectoria está siendo apoyada ahora enérgicamente por medio de inversiones masivas o, por ejemplo, por Emmanuel Macron, presidente de la República Francesa, que ha declarado que quiere trabajar en la configuración de un “metaverso europeo”. Finalmente, en un examen más detenido, todas estas sofisticadas prácticas de presión implementadas por la industria digital, especialmente desde el punto de inflexión de la década de 2010, y la aprobación que a menudo han obtenido solo confirman un fenómeno poderoso: el paso gradual de la política al mundo técnico y económico.
Ha llegado el momento de comprender hasta qué punto, desde hace dos décadas, un puñado de miles de personas se dedica a administrar de cabo a rabo el curso de nuestras existencias individuales y colectivas con el único propósito de satisfacer sus intereses particulares y con una visión estrictamente utilitaria del mundo.
Por eso nos corresponde a cada uno de nosotros, y en todos los niveles de la sociedad, extraer lecciones de estas desviaciones y expresar, con hechos, nuestra capacidad de influir en el curso de las cosas, así como nuestras aspiraciones a instaurar modos comunes de existencia y de organización basados en principios y valores completamente diferentes. Se trata de un importante imperativo moral y político de nuestro tiempo.
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