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Volver al campo para repensar la ciudad (y salvar el planeta)

La inercia del mundo es irremisiblemente urbana, pero las visiones de los que vuelven a entornos rurales plantean vías de solución al colapso de la Tierra

Una peregrina del Camino de Santiago se cruzaba en mayo con un granjero, en Pola de Allande (Asturias).
Una peregrina del Camino de Santiago se cruzaba en mayo con un granjero, en Pola de Allande (Asturias).Ana Fernandez (SOPA/GETTY IMAGES

Hay un campo desierto y mecanizado y ciudades llenas de descontentos. Habitamos un planeta urbano, donde más de la mitad de sus 8.000 millones de personas viven en ciudades. El campo, o lo que queda del campo, es esa cosa extraña e idealizada que aparece en el fondo de escritorio de las pantallas o donde los humanos acuden vestidos de ropa técnica y cuentapasos. Quizá también ese lugar vacío al que regresar buscando un no sé qué que se echa en falta. Así lo siente nuestra especie, aquejada de una falta de clorofila que va más allá de la nostalgia. Sin olvidar el susto reciente de la covid, que obligó a esta sociedad a permanecer en sus casas tan soñadas y tan hipotecadas. Todo es naturaleza, dice Gary Snyder, el poeta beat, porque la naturaleza “no es un sitio que se visita”. La naturaleza es “nuestro hogar”.

En los últimos años, ha habido algún destello de migración hacia áreas rurales. En España, entre 2018 y 2021, más de 200.000 personas se registraron como residentes en pequeños municipios. De los más de 57.000 que lo hicieron en 2021, el 46% tenía menos de 35 años. En un artículo en Rural Sociology, el demógrafo de la Universidad de Nuevo Hampshire Ken Johnson observa que entre abril de 2020 y julio de 2021 la población rural de Estados Unidos creció un 0,13%. Pero estos datos no son la esperanza del regreso a una Arcadia rural, más bien reflejan el goteo de nuevos pobladores con otra idea de naturaleza que sus ancestros. La inercia del mundo es irreversiblemente hacia una cultura urbana. Como indica el Banco Mundial, el 56% de la población mundial —4.400 millones de habitantes— que vive en ciudades aumentará a más del doble para 2050, cuando se estima que siete de cada diez personas sean habitantes urbanos. Los que vuelven al campo lo hacen, quizá, por lo mismo que cantaba Battiato, porque “se quiere otra vida” (y no bastan tranquilizantes ni terapia). La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya ha declarado que el estrés es la epidemia del siglo XXI y cada vez más científicos aseguran que es el modo de vida de esta civilización lo que nos hace enfermar.

Baños de bosque

El doctor Qing Li, autor del exitoso El poder del bosque. Shinrin-Yoku (Roca Editorial), nos recuerda que los humanos tenemos una necesidad profunda de conectar con la naturaleza. Tenemos “biofilia”, que significa “amor por la vida y el mundo vivo”. Desde su despacho en la Universidad de Tokio, este experto contesta a nuestras preguntas subrayando las ideas fuerza que dan sentido a su obra y convencen al más profano de la necesidad de visitar los árboles. El doctor Li sostiene que formamos parte del mundo natural y que nuestros ritmos son los de la naturaleza. Algo que parte del mero color del bosque: “El verde nos tranquiliza a un nivel muy primitivo”. Li ha calculado que la simple contemplación de patrones fractales naturales reduce el estrés hasta en un 60%. “Nos sentimos cómodos en la naturaleza porque es donde hemos vivido la mayor parte de nuestra vida en la Tierra. Estamos genéticamente determinados a amar el mundo natural. Está en nuestro ADN”. Para este inmunólogo, el mayor experto mundial en medicina forestal, podemos curarnos a través de la naturaleza: el efecto de los aceites esenciales de los árboles, los fitoncidas, “llega a ser más efectivo que los antidepresivos para potenciar el buen humor y asegurar el bienestar emocional en pacientes con trastornos mentales”. Li nos recuerda que Buda encontró la iluminación bajo un árbol y propone como terapia los baños de bosque, tan arraigados en la cultura japonesa.

Una mujer abraza un árbol cubierto de musgo en Olvera, Cádiz, el 26 de enero de 2021.
Una mujer abraza un árbol cubierto de musgo en Olvera, Cádiz, el 26 de enero de 2021.Cavan (GETTY IMAGES)

Bombas de semillas

Hoy, el déficit de naturaleza no es solo un asunto de estrés ni ecoansiedad. También de una nueva conciencia hacia toda la vida vegetal. Esta civilización urbana está configurando un clima en el que no podrá seguir viviendo. Y muchos de los que vuelven al campo lo hacen desde la militancia naturalista. Para ellos, la vida en el campo es, más que un regreso, un activismo. El escritor Gabi Martínez, que ha vuelto a la estepa extremeña, cuenta por mail que su llegada al campo lo puso frente a una soledad tan reconfortante que “los días volaban”, junto a “personas que cuidan sus espacios con enorme cariño mientras deben enfrentarse a una nueva especie de señores feudales. Esa nueva especie en la que caben desde los terratenientes y políticos corruptos de toda la vida hasta empresarios y propietarios de medios de comunicación”. Martínez buscó en lo próximo para aprender: “Mis mejores maestros han sido los ganaderos, pastores, apicultores, agricultores, resineros…”.

Y es que son muchas las escuelas de agricultura para el neófito que emprende el camino de regreso. El japonés Masanobu Fukuoka, padre de la agricultura del no hacer, mezclaba arcilla y abono para envolver semillas en bombas de tierra comprimida que lanzaba a los campos baldíos. Fukuoka describió en La revolución de una brizna de paja (1978) su tratado ecuménico de la llamada agricultura natural. Esta se basa en dejar hacer a la naturaleza y romper con las reglas clásicas que regían la agricultura desde su invención en el Neolítico hasta sus mejoras tecnológicas de la revolución verde: no arar, no usar abonos ni fertilizantes, no eliminar malas hierbas, no usar pesticidas ni tampoco podar los árboles. Sus ciclos de siembra de arroz, trébol blanco y cereal de invierno demostraron en su granja de Shikoku rendimientos equiparables a los cultivos mecanizados. Sin labrar los suelos de sus campos en 25 años, Fukuoka cosechaba entre 4.900 y 5.800 kilos de arroz por hectárea. Esta producción era aproximadamente la misma que se obtenía entonces con el método químico en su región.

Tras él, una legión de botánicos, agricultores e ingenieros agroforestales como Robert Hart, Martin Crawford o la escritora y jardinera Pia Pera, autora de El huerto de una holgazana (Errata Naturae). Fukuoka cruzó caminos con la permacultura de Bill Mollison, el australiano que pasó de talar bosques a “trabajar con la tierra y no contra ella”. El enfoque de la permacultura es hoy un mantra casi obligado para cualquier cultivador ecológico, desde los bancales elevados hasta el aprovechamiento de agua en todo su ciclo. Mollison desarrolló íntegro el diseño de paisajes y sistemas agríco­las para promover la biodiversidad como respuesta al impacto destructivo de la agricultura tradicional. Una nueva ética del campo que observa las interdependencias y regenera los ecosistemas degradados. Casi como una contestación a la mecanización que llenó los campos de tractores y herbicidas, varias de estas escuelas agrícolas inspiran hoy a nuevos agricultores biológicos.

Y ahora, ¿qué?

“Cuando dejé Madrid y me vine a Extremadura buscaba una vida fuera de los circuitos de mi propia civilización”, cuenta por teléfono Joaquín Araújo, el naturalista español que lleva casi 50 años en la sierra de Las Villuercas. Este antiguo colaborador de Félix Rodríguez de la Fuente quería vivir en la última naturaleza intocada. Araújo destaca la magnífica lección de sencillez de la vida en el campo. Y lo explica en términos civilizatorios: “Si esta crisis ecosocial y climática tiene alguna salida, es lo que técnicos y economistas llaman decrecimiento y yo llamo austeridad”. La versión castiza de Thoreau se queja de un campo sin campesinos: “Hace 80 años desapareció la cultura agraria. Si fuéramos rigurosos no llamaríamos agricultores al 90% de la gente que está todavía en el campo”. Porque, mientras asistimos a nuestro propio colapso, emitido en streaming y bailado en TikTok, la naturaleza sigue usándose en favor de la cultura urbana predominante. Las cumbres se rompen para parques eólicos, se parten bosques y se contaminan ríos y acuíferos para macrogranjas, minas o explotaciones intensivas.

Entre las principales voces regenerativas, la física y filósofa india Vandana Shiva responde por correo electrónico reclamando un activismo global que reencuentre la ciudad con el campo. “Es urgente fomentar un acuerdo entre la ciudad y el campo para superar la explotación capitalista. Una alianza entre ciudadanos y agricultores implica la venta directa y la difusión de los conocimientos agrícolas por toda la ciudad”. Shiva propone una especie de “educación al suelo”, para derrotar la idea de que construir es un acto de civilización, ya que “se trata de un acto de barbarie cuando se ejerce sobre tierras fértiles”. Esta líder ecofeminista cree que los agricultores han mecanizado prácticas que distan mucho de las de sus antepasados: “Hay dos futuros distintos de la alimentación y la agricultura: uno conduce a la regeneración de nuestro planeta, nuestros suelos, nuestra biodiversidad, nuestra agua, nuestras economías rurales y los medios de vida de los agricultores, nuestra salud, nuestra democracia. El segundo conduce al colapso de los ecosistemas y de los sistemas socioeconómicos que sustentan las comunidades rurales y la sociedad. Acelerar aún más por el camino sin salida conducirá a una mayor vulnerabilidad ecológica, social, económica y política y, finalmente, al colapso”.

Shiva es drástica: “Si seguimos por el camino industrial, el caos climático, la pérdida de biodiversidad, la sexta extinción masiva impulsada por venenos y monocultivos industriales acabarán con las condiciones para la vida humana. No habrá comida, ni gente, en un planeta muerto”. El retorno a un campo vivo estará protagonizado por mujeres: “Las mujeres sabían que el verdadero valor de los bosques no era la madera de un árbol muerto, sino los manantiales y arroyos, el alimento para su ganado y el combustible para sus hogares. Las mujeres declararon que abrazarían a los árboles y que los leñadores tendrían que matarlas antes que a los árboles”. Y nos recuerda una canción popular de India que cantaban las mujeres: “Estos hermosos robles y rododendros nos dan agua fresca. No cortes estos árboles. Tenemos que mantenerlos vivos”.

Todo está conectado

Esta nueva conciencia verde a la que se entregan personas anónimas, científicos y activistas se ramifica por el planeta en un nuevo despertar bajo la sombra del ecocidio climático. En Brasil, el suizo Ernst Götsch ha creado la llamada agricultura sintrópica, basada en la concepción de la Tierra como un organismo vivo capaz de restaurar suelos y generar bosques comestibles, siguiendo las tesis de Lynn Margulis y James Lovelock. En los últimos 40 años ha transformado un enorme territorio yermo en un vergel sin más tecnología que la escucha atenta del paisaje y una fe profunda en la autorregulación de la naturaleza.

Son asuntos que etnobotánicos como Stefano Mancuso o el silvicultor alemán Peter Wohlleben (autor del superventas La vida secreta de los árboles) parecen concordar, como si la ciencia fuese certificando la conexión inteligente de la naturaleza que antes anunciaron los druidas, antiguos sacerdotes depositarios de la sabiduría. “Compré un pedazo de tierra despreciada por la gente de la región, que llamaban Terra Seca. Me dijeron que no valía nada”, cuenta Götsch por videollamada desde su enorme huerto en la selva, llamado ahora Fazenda Olhos D’Água (Hacienda Ojos de Agua). Götsch sostiene que cada ser vivo tiene su función. Que no hay superioridad, sino “una interdependencia total”. Pero que el ser humano se transformó en la especie dominante del planeta por casualidad: “Nos perdimos en el camino hace unos 12.000 años, en la última época glaciar”.

Este agricultor y filósofo habla de amor y de cooperación entre todos los seres vivos: “Cuando comienzas a mirar las plantas de forma diferente, sin dividirlas en buenas y malas, sino por su función dentro del conjunto, todo cambia. No hay plantas invasoras, solo el hombre, que es el verdadero invasor”. En sus tierras no abona, sino que hace lo posible para que las hierbas de las tierras pobres aparezcan para ser sustituidas por tréboles y restauren el suelo, donde plantan trigo y alfalfa. Sobre ellos surgen los árboles y un paisaje verdecente. Götsch no propone volver al campo, cree que esta civilización urbana tiene una esperanza: “Pensemos en agricultura vertical y horizontal para que la gente produzca sus propios alimentos en las ciudades, que es la verdadera revolución de la sensibilidad”.

Cuando el mundo cambia de dientes, resuenan las palabras de Chateaubriand: “Los bosques preceden a las civilizaciones, los desiertos las siguen”. Una nueva generación de activistas y amantes de la naturaleza reclaman la necesidad de una “vuelta a casa”. Experiencias que no son nuevos libros de instrucciones civilizatorios, quizá un cambio de mentalidad para una relación menos extractiva de la tierra. Si el campo mecanizado es una factoría en plena naturaleza, un reencuentro menos drástico con el planeta que nos alimenta parece la única opción de supervivencia. Sin un planeta sano, el resto de los problemas humanos son insignificantes. Así, la nueva sabiduría natural bebe de la ciencia, sin dejar de mirar a los saberes indígenas y a la mística. Cuando la ciencia no llega, debe hacerlo la poesía. De algún modo, comprender la complejidad interconectada del planeta y darle la vuelta a la deriva civilizadora parece estar sobre la mesa. Es decir, sobre la tierra.

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