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EN PORTADA
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¿Por qué ya (casi) nadie es crítico con la publicidad?

La manipulación de las necesidades de las personas a través de anuncios publicitarios parece hoy una cuestión secundaria, y pocos critican en nuestros días la omnipresencia publicitaria, sus mecanismos o sus contenidos

Publicidad
Sr. García

La publicidad sale aparentemente de los radares cuando se trata de ejercitar nuestro “pensamiento crítico”, pero el debate se anima cuando se trata de la influencia de la tecnología digital, que vive de ella. Lo cual supone un punto problemático. Para reflexionar sobre él, podemos partir de lo que ocurre cuando algo evidente desaparece sin que seamos conscientes de ello inmediatamente.

He aquí un ejemplo relacionado directamente con el tema que nos ocupa.

Hace apenas unos años, el viajero que desembarcaba en La Habana por primera vez podía experimentar una extraña sensación de ausencia. Evidentemente, el paisaje urbano no se parecía a nada que pudiera haber conocido, y no solo porque, entre los pocos automóviles que circulaban, muchos eran coches estadounidenses remendados y tuneados que tenían al menos medio siglo. Hasta que se imponía la comprensión de esta impresión de un mundo extraño en el que algo, pero ¿qué?, estaba ausente: no había publicidad en las paredes, ni en los escaparates de las tiendas, ni en las calles.

Lo extraño hoy, y no solo en Cuba, es otra forma de desaparición de la publicidad, paradójica: es omnipresente y, sin embargo, ha dejado de ser objeto de debate, cuando no de crítica y reflexión, como pudo haber sido en otros tiempos. Se acepta hasta tal punto que ya no hay necesidad de hablar de ella. Su ausencia en el debate público es quizá su triunfo, pero ¿no es más bien una carencia que debería interpelarnos?

Un ciudadano junto a una campaña publicitaria en China el 11 de noviembre de 2023.
Un ciudadano junto a una campaña publicitaria en China el 11 de noviembre de 2023. CFOTO (Future Publishing/ Getty Images) (Future Publishing via Getty Imag)

Mientras en la década de 1960 Fidel Castro adquiría la estatura mundial de un gigante, la condena de la publicidad estaba en pleno apogeo. El contexto intelectual estaba caracterizado por el interés en el libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional (publicado en España en 1968) y por la crítica de La sociedad de consumo (título de un libro de Jean Baudrillard, publicado por Plaza & Janés en 1974), o de La sociedad del espectáculo (el ensayo de Guy Debord de 1967), así como por el formidable éxito de Roland Barthes (sus Mitologías datan de 1957, y El sistema de la moda y otros escritos, de 1967). La publicidad se presentaba como el instrumento decisivo de la dominación capitalista, y de la alienación que provocaba mediante la manipulación de las necesidades. La protesta era en gran medida política, de izquierda y de extrema izquierda, a veces libertaria, más a menudo marxista; modelada por intelectuales, estaba en parte ligada a reivindicaciones culturales, del tipo de las que el Mayo del 68 sacó a la luz: “La brecha” de la que hablaron en el calor del momento Edgar Morin, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis (Mayo del 68. La brecha, ed. Nueva Visión, 2009). Y en respuesta, el mundo profesional e ideológico del marketing y la publicidad no se quedó callado y defendió sus actividades. El debate era animado.

¿Y hoy? Nos fascina o nos aterra la influencia de las empresas del sector digital, las GAFA [Google, Apple, Facebook, Amazon] de principios de la década de 2000, y tantas otras posteriores. Instituciones nacionales, europeas, asociaciones como el Instituto de Derechos Fundamentales Digitales (IDFRights), presidido por Jean-Marie Cavada; el Instituto Hermes en España, y próximamente una iniciativa similar en Italia, pretenden regular el espacio global de potencia y poderío, militar y civil, generado por la inteligencia artificial y otras tecnologías digitales. Son innumerables las publicaciones que alimentan el debate, basándose, principalmente, en investigaciones y estudios rigurosos, pero también en afirmaciones adulteradas. De ello se desprende que la tecnología digital permite una fantástica modernización de la vida colectiva. Pero, aunque pueda parecer emancipadora, en muchos aspectos dibuja o reconfigura diversas formas de dominación y control, tanto estatales como privadas, hasta el punto de amenazar la democracia y, para algunos pensadores, la civilización misma.

Lo que falta son las controversias, las polémicas y sobre todo el vínculo con los movimientos sociales

Ahora bien, sin publicidad, muchas de estas modalidades difícilmente existirían, o no existirían en absoluto. En última instancia, si se ejerce un poder digital, es también, en muchos casos, para vender —productos, servicios, modos de distribución y acceso al consumo—, que permiten que las actividades económicas puedan funcionar. Si los “datos” tienen tanto valor en la economía actual, puede deberse a fines militares o de control social, en beneficio de la ciencia, de la medicina, o para transformar el trabajo, pero se debe también a fines comerciales que la publicidad permitirá concretar.

Con todo, la publicidad está desaparecida. No de la realidad: al contrario, se encuentra, más que nunca, en el corazón de nuestra vida cotidiana. ¿De la reflexión crítica sobre esta realidad? En verdad tampoco, o no del todo: varios escritos de la socióloga Eva Illouz, por ejemplo, le conceden un lugar en consonancia con un pensamiento crítico del capitalismo, que ella renueva poniendo en juego sentimientos y emociones (por ejemplo, en el libro Capitalismo, consumo y autenticidad. Las emociones como mercancía, de Katz Editores, 2019, Buenos Aires); Evgeny Morozov también denuncia la influencia descontrolada de la publicidad (por ejemplo, en “Democracy is in crisis, but blaming fake news is not the answer” [la democracia está en crisis, pero culpar a las noticias falsas no es la respuesta], The Guardian, 8 de enero de 2017). Y en una perspectiva que no está muy alejada, Shoshana Zuboff (en La era del capitalismo de la vigilancia, ed. Paidós, 2020) asocia la publicidad con la evolución contemporánea del capitalismo de la información hacia un proyecto de vigilancia singularmente lucrativo. Por lo demás, la publicidad tampoco ha desaparecido de la crítica cotidiana cuando ataca una campaña o mensaje publicitario en particular, lo que ocurre con bastante frecuencia.

Pero lo que falta, de hecho, es el debate en torno a la publicidad, ahora inexistente, las controversias, las polémicas, la confrontación de posiciones contradictorias y, sobre todo, el vínculo de las posibles críticas con los movimientos sociales o culturales de protesta. En el pasado, todo esto era animado, denso, altamente conflictivo, apasionado, pero ya no es así. La última vez, quizá, que el discurso publicitario fue capaz de hacer reaccionar a un público más allá del marco de los profesionales afectados, se remonta a 2004, y se desarrolló en Francia cuando Patrick Le Lay, director general de una importante cadena de televisión, TF1, llegó a declarar: “Lo que vendemos a Coca-Cola es tiempo de cerebro humano disponible” (en una entrevista publicada en mayo de 2004 por la empresa de investigación EMI en Los directivos ante el cambio). Lo explicará más adelante (en Télérama, 11 de septiembre de 2004). Pero las pasiones que podría haber despertado este cínico desprecio se apagaron rápidamente: cuando se trata de publicidad, los consumidores parecen haberse vuelto pasivos.

No es solo el aceite que permite que funcionen los engranajes de la economía digital, ni siquiera su combustible. Es el elemento central de la guerra

En comparación con los años setenta, el consumo ha cambiado. Con internet, los consumidores están en contacto mucho más directo que antes con los productos y servicios que compran, saben informarse cada vez mejor, y sus elecciones a veces implican un conocimiento muy preciso de la oferta. El acto de comprar ya no es el mismo; se puede hacer en línea o adoptar la forma de una entrega a través de una plataforma. Y aunque el consumidor pueda creer que es el dueño de sus elecciones y racionalizarlas, simétricamente, lo digital ha cambiado completamente el juego por el lado de la publicidad, que le conoce individualmente, sigue su existencia paso a paso gracias sobre todo a su teléfono móvil y a diversas tecnologías, se dirige a él personalmente e incluso lo llama por su nombre de pila, y se ajusta a él a la perfección; así de potentes son las herramientas de que dispone. Esto puede suscitar críticas dirigidas más a lo digital que a la publicidad en sí misma, pero también anima el discurso apologético, como cuando el director general de Webhelp insinúa que, en el comercio, la revolución digital ha puesto la tecnología al servicio de las personas y ha hecho del consumidor un sujeto que domina su experiencia experta e incluso una fuente de recomendaciones (Olivier Duha, Think human, la révolution de l’expérience client á l’heure du digital [la revolución de la experiencia del cliente en la era digital], ed. Eyrolles, 2022).

La industria de la publicidad ha cambiado, por supuesto, en todos los niveles de funcionamiento, ya se trate de concebir, comercializar o tratar con las distintas partes interesadas. Han aparecido nuevas figuras, empezando por las de los influencers, que instauran una relación de aparente cercanía y confianza con sus seguidores; la organización financiera y económica se ha transformado. La publicidad constituye un enorme ámbito de actividad y una fuente de ganancias considerables. Sin embargo, ahora los ingresos publicitarios son captados masivamente por las grandes empresas digitales, lo que pone en tela de juicio la financiación de la información: de ser cero en el mercado publicitario francés en 1999 (fuente: Alliance de la Presse d’Information Générale; Alianza de prensa de información general), la cuota del sector digital ha llegado al 52% en 2022, y los intermediarios de lo digital captan el 40% del gasto publicitario de los anunciantes, empezando por Google, que tiene una posición dominante en todos los niveles de la cadena publicitaria, y Meta, que aprovecha la suya propia a través de las redes sociales para explotar los datos personales de los usuarios. Así, los ingresos de Google por publicidad alcanzaron en el primer trimestre de 2024 los 567.000 millones de euros.

La publicidad es omnipresente en la práctica de muchas empresas digitales y en las preocupaciones de quienes pretenden regularla, por ejemplo, defendiendo los derechos de autor y otros derechos afines.

Hemos entrado en la era digital y de la información, y la publicidad es un elemento decisivo en ella. Sin embargo, cuando se evoca, es principalmente para preocuparnos no por su contenido, o por su impacto, sino por la forma en que las industrias digitales se apropian de ella a expensas, sobre todo, de los medios tradicionales. A fin de cuentas, sería incuestionable en sí misma, no discutible, por ser solo un recurso: el problema es saber quién dispone de él. Por eso, en nombre de la calidad de la información, muchos lamentan, en los medios de la prensa profesional, que alimente cada vez menos directamente a su periódico o revista. Pero más allá de este tipo de protesta, que en última instancia no la pone en cuestión ­—la publicidad apenas se cuestiona en sí misma— por lo que nos dice sobre nuestra cultura y lo que hace con ella. Puede suscitar críticas, como he dicho, pero no se vincula con las protestas culturales y sociales más generales, que a su vez tienen poco interés en ella.

Hoy estamos muy lejos de la época en que los movimientos de finales de la década de 1960 podían, como decían Edgar Morin, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis a propósito de Mayo del 68, constituir “la brecha” cultural en la que la impugnación de la publicidad encontraba su lugar. Muchos libros y artículos se preocupan por la forma en que las tecnologías digitales ponen en entredicho nuestra independencia cognitiva y el funcionamiento de la democracia, como Technopolitique (tecnopolítica, sin editar en español), de Asma Mhalla (2024). A veces, se examina la publicidad —no es el caso de este libro—, pero no para reanudar la crítica de lo que representa y qué hace de ella, junto al oxígeno, el hidrógeno y el nitrógeno, un componente del aire que respiramos.

Es como si las preguntas que inevitablemente genera la sociedad digital hicieran de la manipulación de las necesidades a través de la publicidad una cuestión secundaria, accesoria, una cuestión que ciertamente se percibe a veces, pero sin guardar relación con las disputas y protestas que emanan, o podrían surgir, en el seno de la sociedad civil. Una cuestión en la que lo que se debate es el poder de las empresas digitales, o el papel de las redes sociales, y no tanto el contenido de la publicidad.

Entre lo que no ha cambiado y habría que revitalizar y lo que es nuevo, ¿no es hora de reanudar la crítica de las décadas de 1960 y 1970, basándonos en la investigación que queda por hacer, y enlazando con los debates sobre la información de los consumidores y usuarios, sobre la manipulación de las mentes y la demanda? ¿O sobre el sometimiento de los medios de comunicación al dinero, en el nuevo contexto que aportan las tecnologías digitales a una sociedad que es más que nunca de consumo? No solo las noticias falsas merecen nuestra atención.

La publicidad merece algo más que el papel secundario que, en el mejor de los casos, ocupa en los análisis críticos que exige la era digital, y por ejemplo en la denuncia de los peligros y riesgos que suponen las redes sociales o la inteligencia artificial. No es solo el aceite que permite que funcionen los engranajes de la economía digital, ni siquiera su combustible. Es el elemento central de la guerra. Las sumas de dinero que pone en juego y la responsabilidad que conlleva para la libertad, la vida y, a veces, la supervivencia de los medios de comunicación merecen ser examinadas desde un punto de vista mucho más amplio que el económico y la cuestión de saber quién y cómo accede al maná de la publicidad; y pesan mucho en nuestro modelo de sociedad. Su lugar en la economía de las empresas digitales, las concepciones que tienen de ella, ¿no nos invitan a interpelar a quienes tienen la función de garantizar una vigilancia crítica, los intelectuales, los periodistas, y a pensar en la forma en que podrían vincular sus reflexiones al trabajo más general de la sociedad sobre sí misma, a controversias sociales y culturales más amplias?

La cuasidesaparición del debate sobre la publicidad y su cuestionamiento es un fenómeno que distorsiona, altera, transforma nuestra percepción del mundo, y comprenderlo mejor podría decirnos algo sobre este mundo. Debería inquietarnos más y suscitar asombro y preguntas.

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