Gobiernos descartables
En la hora más difícil del euro es imprescindible que la política de verdad vuelva al primer plano
Una analista china de visita en Barcelona para estudiar la crisis de la deuda nos hizo un comentario que da que pensar: la Unión Europea se parece cada día más al FMI. Paralelos no faltan: intervención y supervisión de países, dominio de los grandes (sobre todo, de un grande) sobre la toma de decisiones, ortodoxia aplicada sin tener en cuenta los costes, menosprecio por la legitimidad democrática interna, dobles raseros. Pero la Unión Monetaria no es un fondo internacional: es parte de un proyecto político y democrático mucho mayor. No está de más, en estos tiempos turbulentos, recordarlo.
La crisis de la deuda ha desatado un fuego cruzado de reproches. Tratando de salvar los muebles y atajar un incendio que está prendiendo en su propia economía, cada Gobierno echa pelotas fuera y acusa al otro de los problemas de todos, e incluso le achaca males de cosecha propia. Los Gobiernos elegidos democráticamente aparecen como piezas de las que se puede prescindir sin miramientos. No es excepcional que, en situación de grave crisis como la actual, la oposición de un país tilde a su Gobierno en ejercicio de “amenaza para la nación”. Pero en estas latitudes estábamos menos acostumbrados a ataques directos de prensa internacional, amenazas apenas veladas de gobernantes de países socios y admoniciones de las instituciones internacionales. Elecciones anticipadas en Irlanda, Portugal, España e incluso Eslovaquia (un país que ni siquiera está en el foco de la crisis, pero cuyo Parlamento cuestionó la ampliación de la Facilidad Europea de Estabilidad Financiera), dimisión del primer ministro griego, acoso al presidente del Consejo de Ministros de Italia, todo parece poco. Los Parlamentos nacionales son presentados como un engorro a las ratificaciones de los acuerdos alcanzados en Bruselas, por no hablar de los tribunales constitucionales. Incluso las propias Constituciones se han convertido en objetivo legítimo, aunque, eso sí, nada de referendos para modificarlas.
La necesidad de la hora lo exige, es innegable, y no podemos abrir procesos de consulta y reforma cuando la crisis está al rojo vivo —para ello elegimos a unos Gobiernos que luego tendrán que rendir cuentas—. Las mismas instituciones nacionales sufren descrédito: sin necesidad de llegar al escándalo mayúsculo que es el abuso del poder para fines privados de Silvio Berlusconi, no se puede decir que el Parlamento griego cumpliese su función de control presupuestario o que las Cortes Generales españolas hiciesen lo necesario para garantizar la sostenibilidad del crecimiento. Pero en este lance la institucionalidad democrática está siendo vapuleada intensamente no por los movimientos de base que exigen una mayor apertura hacia los ciudadanos, sino por fuerzas exteriores —los mercados, las capitales internacionales— que no entran en el tradicional pacto entre gobernantes y gobernados. Con toda la lógica, el foco estos días está en la necesidad de reformar la gobernanza europea, y no solo en lo económico. Pero a la salida de esta crisis nos podemos encontrar que los pilares fundamentales del gobierno democrático en los Estados de Europa han quedado seriamente dañados. Ningún nivel de integración supranacional, por más exitosa que llegue a ser, podrá sustituir estos pilares fundamentales, y cualquier arquitectura construida sin repararlos será inestable.
La gestión de la crisis no deja espacio ni tiempo para procesos deliberativos ni de participación, pero no será duradera si aparta por completo a la ciudadanía y a sus representantes directos, los Parlamentos. Sarkozy y Merkel, y tantos otros gobernantes y ministros, han perdido el miedo a hablar sin ambages a los líderes de Eslovaquia y Grecia, de España e Italia, incluso en público. Tal vez va siendo hora de que empiecen a hacer lo propio con sus conciudadanos. Llevamos demasiadas narrativas desde el inicio de esta crisis —la desregulación financiera, las insostenibles prácticas de las grandes corporaciones, las burbujas especulativas, los desequilibrios entre productores y compradores, la prematura austeridad, la falta de competitividad, el excesivo endeudamiento— y cada uno se agarra a la parte que más le interesa de la explicación.
Se está imponiendo en este momento la idea del endeudamiento excesivo como causa de todos los males, y también en esto la Unión Económica y Monetaria se parece más de lo que sería deseable al FMI y el Consenso de Washington que preconizó por lustros. Sería un error encorsetar con lo que Philip Whyte llamó el Consenso de Berlín a los países del euro, dificultando así la verdadera prioridad: crear empleo. El euro no nació como necesidad del mercado, sino por una voluntad política decidida. En su hora más difícil, es imprescindible que la política de verdad, la que se dirige a los ciudadanos, vuelva a primer plano.
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