Sobrevivir en Tamaulipas
Una alcaldesa, un periodista y un general encarnan la lucha de quienes no se rinden al narco en el Estado más violento de México
En los mapas, Matamoros se sitúa en el noreste de México, a orillas del río Bravo, cara a cara con Brownsville (Texas). Pero en la mente de los mexicanos es lo más cercano al infierno. La ciudad, de medio millón de habitantes, vive en un estado de guerra permanente. Bajo el control del cártel del Golfo, enzarzado en una demencial lucha contra Los Zetas, hay días en que los sicarios cortan los principales accesos, y las autoridades piden a los vecinos que no salgan a las grandes avenidas. El aire se llena entonces de pólvora. Pero pocas veces se sabe de dónde proceden las balas. Con una tasa de asesinatos casi 40 veces superior a la española, la segunda ciudad de Tamaulipas es, para muchos, una tumba abierta. Desde este agujero, un periodista, una alcaldesa y un general cuentan su historia. Todos viven amenazados por el narco.
La alcaldesa de Matamoros
Norma Leticia Salazar Vázquez, de 37 años, es una mujer de una pieza. Nacida y criada en Matamoros, está dispuesta a morir luchando. No lleva armas, pero se ha entrenado para, si llega el momento, apretar el gatillo. “Pelearé hasta el final”, dice esta alcaldesa del Partido Acción Nacional (PAN) que se ve a sí misma como la última encarnación de la ley al sur del río Bravo. Suya es la frase: “Después de Dios, la única autoridad aquí es Lety Salazar”. Toda una declaración de intenciones en una ciudad devastada por la bestia del cartel del Golfo. Un municipio de calles lunares donde las espuelas del crimen resuenan en cada esquina.
A las 20.10 del pasado domingo 8 de marzo, el Chevrolet Tahoe en el que regresaba de un acto fue emboscado. Dos vehículos se cruzaron en su camino y empezaron a ametrallarlo. Salazar y su escolta lograron esquivar la primera embestida, y perseguidos a balazos recorrieron media ciudad hasta hallar refugio en el Ayuntamiento. Se salvaron, pero posiblemente al narco ya le daba igual. La señal había sido enviada.
Han pasado tres semanas, la alcaldesa de Matamoros está sentada en la sala noble del consistorio. Tras los cristales blindados, Salazar, sombra de ojos a juego con su camisa azul, parece una mujer menuda. Pero la impresión es engañosa. Toda ella exuda vitalidad. Y ambición. Quienes la conocen, dicen que nunca descansa. Ha sido edil, diputada federal y ahora no oculta su sueño de ser gobernadora.
Al llegar al Ayuntamiento en 2013, liquidó a la Policía Municipal, vasalla del narco, y purgó de corruptos los departamentos más sensibles. Hizo de la seguridad su bandera. En la capital del cártel del Golfo, algunos creyeron vislumbrar una nueva etapa. Su nombre comenzó a ser conocido, pero pronto también sus sombras: su mano derecha fue detenido por fraude al fisco, y la unidad paramilitar encargada de la seguridad cayó involucrada en el asesinato de tres jóvenes estadounidenses. El fango de Matamoros empezó a burbujear a su alrededor. Y fue entonces cuando el cártel del Golfo apuntó contra ella. “Sabíamos que iba a atacar”, rememora Salazar.
De la emboscada asegura que no le han quedado secuelas y que prefiere mirar adelante. “Para llegar hasta donde Dios me lleve”. En Lety Salazar, nieta de una pastora de la iglesia Templo Aposento Alto y ella misma una evangelista, la fe es un arma lista para disparar.
El periodista
La rutina, en ocasiones, es un acto heroico. A las siete de la mañana del pasado 4 de marzo, Enrique Juárez, director de El Mañana de Matamoros, recibió la llamada que ningún periodista quiere oír. Por teléfono le informaron de que los ejemplares de su periódico no habían llegado a la ciudad. La víspera, después de tres días de sangrienta ofensiva del narco, Juárez había tomado la decisión, junto a su editor, de publicar en primera página lo que estaba ocurriendo. El titular, a cuatro columnas, decía: “Combates: 9 muertos”. La información detallaba, sin dar el nombre de los cárteles, el horror habitual de Tamaulipas: tres días de asedios en zonas urbanas y carreteras, cuatro ciudades bloqueadas por los sicarios, enfrentamientos a tiros con las fuerzas de seguridad, avenidas principales cortadas con trailers para desvalijar a los conductores, cadáveres en las cunetas… La verdad que nadie cuenta ya en Matamoros, condensada en una primera página. Un desafío que al cartel del Golfo no le pasó inadvertido.
En la autopista, los sicarios interceptaron la furgoneta de distribución y la sacaron del firme. Su destino era quedar ahí. Pero Juárez hizo lo que nadie esperaba: logró convencer a una grúa y él mismo acudió a rescatar la edición. A las once, El Mañana de Matamoros llegaba a los quioscos. Cinco horas después, dos sicarios irrumpían a cara descubierta en la modesta sede del periódico. “Intenté defenderme con un cuchillo, pero me derribaron. Cuando bajaba las escaleras, me resigné a morir”. Le metieron en una furgoneta y ahí le insultaron, golpearon y amenazaron. Cuando la tortura terminó, Juárez supo que debía abandonar para siempre Matamoros. Se quedó en el periódico hasta las ocho de la tarde y, ya de noche, cruzó la frontera con Texas. Ahora, sentado en un bar de Brownsville, tomando a sorbos lentos una cerveza, se pregunta cuándo se perdió la batalla. “Hace mucho tiempo que dejé de entender”, murmura. En su relato emerge un universo derrotado por la violencia, donde el lenguaje se ha corrompido y a la víctima se le llama abatido, y a los sicarios, civiles armados; donde quienes se atreven a contar lo que ocurre, incluso anónimamente o a través de las redes sociales, son localizados y exhibidos muertos en su propia cuenta de Twitter.
“Tengo la vana esperanza de que algún día se arreglen las cosas y podamos hacer periodismo, porque lo de ahora es pura simulación; los cárteles, las autoridades, la gente lo saben; todos simulan”. A sus 51 años, Enrique Juárez es consciente de que jamás podrá regresar a Matamoros, pero sueña, como cualquier periodista, con volver a informar.
El general
El general Arturo Gutiérrez García tiene a la muerte por sombra. Desde su cuartel en Ciudad Victoria dirige la ofensiva contra el narco en el Estado más explosivo de México. Su puesto de mando es un fortín de ocho hectáreas, con un muro perimetral de cinco metros de alto, por el que asoma la agreste sierra Maestra. A la entrada, un cartel recuerda a Calderón de la Barca: Aquí la más principal / hazaña es obedecer... Esa es la consigna. Cueste lo que cueste. Y cuesta.
Su jefe de inteligencia, el coronel Salvador Haro Muñoz, fue liquidado el año pasado a las pocas horas de acceder al cargo. Veinte sicarios, apostados en azoteas, aguardaron el paso de su vehículo para acribillarle. La información sobre su itinerario la proporcionaron subordinados suyos. Meses después otro de sus mandos más próximos, el general Ricardo César Niño Villareal, encargado de la zona norte, cayó a balazos con su esposa mientras conducía sin escolta. Más de 100 casquillos quedaron junto a su coche. “No se dejó cooptar por el narco y acabaron con él”, sentencia el general Gutiérrez. A él mismo, evangelista y admirador de Benito Juárez, trataron de corromperle. “Pero no lo lograron”. Fue al inicio de su mandato, hace un año, cuando tras abandonar el Ejército pasó a dirigir la Secretaría de Seguridad Pública de Tamaulipas, con el objetivo de crear una nueva policía estatal. Para ello puso a militares de alta graduación al frente de las unidades y, en coordinación con el Ejército, la Marina y la Policía Federal, emprendió una feroz persecución del crimen. Desde entonces, a su juicio, se ha dejado de tocar fondo y la ciudadanía ha vuelto a presentar denuncias. “Si hay autoridad, hay confianza”, dice.
Pero el general no se engaña. Sabe que en un territorio con 17 pasos fronterizos a Estados Unidos, cuna de los dos cárteles más sanguinarios de la historia de México, el fin de la violencia es una quimera. Ahí fuera, más allá de los muros de su fortín, aguarda el enemigo, esa fiera que espanta al mundo y ha convertido Tamaulipas en un humeante cráter de calles abandonadas y miradas huidizas. Con gesto profesional, bajo la luz blanca de su búnker, el general calibra a ese adversario. “Está bien organizado y es muy jerárquico. A los sicarios les une el miedo a ser eliminados, mutilados por sus propios jefes. Vivir en la incertidumbre les cohesiona”.Para enfrentarse a ese ejército bárbaro, Gutiérrez confía en la disciplina y la inteligencia. O como él resume con una amplia sonrisa castrense: “Mejor tener dos huevos, que uno”.
Puerta de entrada a las drogas y armas
Matamoros es la ciudad más convulsa de Tamaulipas, y este, a su vez, el Estado más peligroso de México. Pero, a diferencia de otros puntos negros, disfruta de una relativa bonanza económica. La región dispone de una poderosa industria manufacturera, da paso al 33% del comercio exterior mexicano, y su PIB per cápita triplica el de Guerrero, escenario de la tragedia de Iguala.
Con 3.300.000 habitantes, tiene dos puertos, cinco aeropuertos internacionales y, lo más importante, 17 pasos fronterizos con EE UU. Esta enorme puerta de entrada, como reconoce el secretario de Gobierno, Herminio Garza Palacios, es su mayor peligro. Los pasos, cruciales para el tráfico de drogas y armas, son el centro de la enloquecida guerra entre el cartel del Golfo y Los Zetas. Un combate que, con la caída de los grandes capos, ha pasado a manos de incontrolables franquicias de asesinos, como Los Metros o Los Ciclones.
La intervención militar decidida en mayo pasado por el presidente Enrique Peña Nieto, aunque apoyada por una mayoría de la población, apenas ha frenado esta espiral. La tasa estatal de asesinatos duplica la media mexicana, y la de secuestros es seis veces superior. “La militarización no ha servido. Disueltas las policías municipales, nadie investiga los delitos comunes. Y el narco sigue extorsionando a la gente. Nadie se les escapa”, dice Guadalupe Correa, profesora de la Universidad de Texas.
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