La libertad del diablo
En un México en el que arrancan las campañas electorales, me gustaría escuchar de los candidatos un nosotros
¿También los niños suplican? “No, ellos no, ellos no saben, nomás se hincan y dicen qué está pasando, qué está pasando. Y ahí es cuando mueren”. Habla un hombre joven, tal vez no mucho mayor a aquellos niños a los que ha asesinado. ¿Qué cambió en ti la primera vez que mataste a un niño?, pregunta una voz de fondo. “Lo primero que cambió fue mi cara, se me llenó de remordimiento”. Y una no sabe si creerle. Aunque tampoco importa.
Cuando caen los créditos respiramos un poco, nos acomodamos. Me observo en la recuperación de mis pedazos anímicos, en la revisión discreta de mi tensión. Y hasta entonces te atreves a mirar al de junto. Poco a poco. Está cabrón, ¿no? Sí, está cabrón.
Everardo González sabe hacer de la realidad su lienzo. Le he visto otros y también extraordinarios documentales, pero La libertad del diablo (estrenada hace unos días en México) es además un golpe seco al estómago. Y a la vez es una narrativa compasiva, un duelo visual y con silencios. En planos muy cercanos discurren frente a nosotros hombres, mujeres, niñas, niños; víctimas, sicarios, militares, policías; todos.
Víctimas y victimarios, víctimas y victimarios, víctimas y victimarios.
Cubiertos con una máscara similar a la que usan los pacientes que se recuperan de quemaduras (aunque fabricadas con un material poroso porque González quería que se filtraran lágrimas, mocos y salivas), las personas miran a la cámara para narrar sus desventuras. O solo para mirar. Ahí están las jovencitas que vieron cómo se llevaban a su madre que se entregaba para salvarlas. Está otra madre que llora a través de su máscara mientras se despedaza frente a la cámara por el viacrucis de buscar a sus hijos entre el maltrato de las autoridades. Aparece el muchacho quebrado que cuenta cómo se mete a delinquir para llegar con los jefes que le puedan decir dónde están sus hermanos. O el otro que narra cómo es torturado, violado por hombres y mujeres policías. Están el militar y el policía, y otros hombres oficialmente armados: cada uno desde su miedo repite atrocidades cometidas, cuerpos enterrados y remarca con un “estás aquí para cumplir una orden, una orden, una orden”. Y luego los sicarios, esos muy jovencitos que platican cómo se inician en lo de matar. Uno de ellos, vestido con suéter y camisa de adolescente escolar, cuenta el momento de abatir a un hombre en un balcón de la capitalina colonia Roma: ¡pam, pam, pam!, parece que está jugando. El otro de los sicarios se detiene unos segundos para contestar. ¿También los niños suplican? “No, ellos no, ellos no saben, nomás se hincan”.
Un cine físico, una máscara que los iguala, un plano en donde esas víctimas y esos victimarios terminan no siendo tan diferentes en su tragedia, una sucesión de mexicanos desechables, un nosotros. ¡Vaya atrevimiento de Everardo González!
Cuando en agosto de 2010 se encontraron en Tamaulipas, al norte de México, los cuerpos de 72 migrantes indocumentados asesinados, escribí que como mexicanos deberíamos sentir una enorme vergüenza por lo sucedido. Las reacciones fueron iracundas: “¡No aplica el nosotros!, ¡yo no maté a nadie!”. Fracasé entonces porque no logré explicar que hablar desde un nosotros, distinguiendo acción de compasión, permite el reconocimiento contextual de sucesos estructurales: reconocer para reconstruir. Y convoca la anhelada empatía. Hoy que salgo de ver la extraordinaria película de Everardo González y que estoy en un México en el que arrancan las campañas electorales, me gustaría escuchar de los candidatos un nosotros, una necesaria implicación empática para encontrar mejores y más creativas maneras de humanizar la reconstrucción anímica del país. No minimicemos los tiempos azarosos que vivimos, decía el jurista Jorge Carpizo. Y sí, no los minimicemos.
¿Qué le harías a los que te hicieron daño?, le preguntan a una jovencita que mira firme tras su máscara. “Yo creo que ni perdón ni olvido”, dice, “yo les haría sentir miedo, hacerles saber que soy dueña de sus vidas, de sus miedos, de sus sentimientos”. Y mientras eso veo, me pregunto si todavía estaremos a tiempo de acotar la libertad del diablo.
No lo sé.
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