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El nuevo aeropuerto se asoma a la ciudad de los dioses

Las minas de tezontle y basalto transforman el perímetro de Teotihuacán, la milenaria ciudad mexicana

La Pirámide del Sol y el cerro Patlachique.
La Pirámide del Sol y el cerro Patlachique.Hector Guerrero
Luis Pablo Beauregard

En la sociedad mexicana afloran, cada cierto tiempo, debates que enfrentan la promesa de la modernidad con la vasta herencia prehispánica. Estos diálogos de México con su historia suelen ser provocados por diversas razones. Puede ser el eterno impulso de regresar de Austria el penacho del emperador Moctezuma o la intención de abrir una cadena de supermercados cerca de una zona arqueológica. Una nueva controversia planea sobre México gracias a su nuevo aeropuerto. La gigantesca obra a las afueras de la Ciudad de México, valorada en 13.300 millones de dólares, proyecta su sombra sobre Teotihuacán, la ciudad de los dioses.

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Las obras del nuevo aeropuerto tienen un avance superior al 30%. Su destino, sin embargo, está en el aire porque el presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, someterá su conclusión a una consulta ciudadana. Pero los trabajos ya han dejado una huella indeleble a 30 kilómetros al noroeste de la ciudad, en lo que fue el corazón del mundo mexica.

Para secar 12.500 hectáreas del húmedo subsuelo del lago de Texcoco, una región que fue gobernada por Nezahualcóyotl, los ingenieros utilizan basalto, arena de río, tezontle y tepetate. La necesidad de surtir a la megaobra con más de 60 millones de metros cúbicos de estos materiales causó una fiebre minera en diez municipios ubicados en los límites entre el Estado de México e Hidalgo.

La extracción ya ha afectado a Teotihuacán. No precisamente la zona arqueológica visitada por 4.1 millones de turistas el año pasado, sino un área más extensa que ha sido estudiada desde hace décadas. Arqueólogos como René Millon determinaron en los 60 y 70 del siglo pasado que la ciudad de los dioses se extendía entre 22 y 25 kilómetros. Esta región llegó a tener 200.000 habitantes en su momento de esplendor, hace unos 1.700 años, lo que convirtió a la ciudad en la más grande del continente y una de las más extensas del mundo antiguo.

Cualquiera que se pare sobre la Calzada de los muertos, la larga avenida que lleva hasta la Pirámide de la Luna puede ver cómo una gran mina a cielo abierto ha desgastado el cerro Patlachique, al sur de la Pirámide del Sol y La Ciudadela.

La mina a cielo abierto que ha desgastado el cerro Patlachique.
La mina a cielo abierto que ha desgastado el cerro Patlachique.Hector Guerrero

“Las minas han violentado un valle y un paisaje donde se encuentra por doquier el extraordinario legado de los teotihuacanos”, dice Rafael de Antuñano, un antropólogo social y arqueólogo. “Decir que no hay daño alguno por las minas es simpe y burda ignorancia porque es entender la ciudad como si esta fuera únicamente lo que hoy en día visitan los turistas”, agrega.

Para entender lo que ha modificado la actividad extractiva de basalto y tezontle hay que comprender lo que es una pirámide. Estas grandes construcciones no fueron impulsos arquitectónicos de una civilización antigua sino que fueron una motivación humana por imitar la naturaleza sagrada. Bernardino de Sahagún fue uno de los primeros en explicar las edificaciones que hoy vemos en Teotihuacan:

“Y toda la gente hizo allí adoratorios, al Sol y a la Luna, después hicieron muchos adoratorios menores. Allí hacían su culto y allí se establecían los sumos sacerdotes de toda la gente… Una pirámide es como un pequeño cerro solo que hecho a mano. Por allí hay agujeros de donde sacaron las piedras, con que hicieron las pirámides, y así las hicieron muy grandes, la del Sol y la Luna. Son como cerros y no es increíble que se diga que fueron hechas a mano”, escribió el misionero franciscano en los Códices matritenses, conformados por las impresiones de sus más viejos informantes nahuas que, a su vez, oyeron los relatos de los antiguos pobladores que llegaron desde la cuenca del río Pánuco a poblar la ciudad.

Antuñano y la arqueóloga Daniela López explican en un escrito que las montañas eran entidades vivas y que en su interior residían los antepasados y dioses responsables de asuntos tan vitales como la tierra, el agua y la fertilidad. Además, los cerros eran un “vehículo comunicante” de los tres niveles que componían el cosmos para los mesoamericanos: el subterráneo, el terrestre y el celeste.

Las pirámides eran una forma de apropiarse de lo divino. Los edificios se levantaban para imitar el entorno, eran “montañas domesticadas”, según describen los arqueólogos. “En Teotihuacán tenemos quizá el mejor ejemplo aún existente de ello: la impactante ‘continuidad’ entre la Pirámide del Sol y el cerro Patlachique”, explican. El perfil de la imponente construcción de la pirámide empata perfectamente con las formas del cerro, que está a varios kilómetros de distancia del centro ceremonial que es patrimonio cultural de la humanidad de la UNESCO desde 1987.

“No es exagerado decir que destruir esos cerros es acabar con una parte de la Ciudad de los dioses”, dicen los arqueólogos. Si se agudiza la destrucción del Patlachique, desaparecerá para siempre la inspiración de los teotihuacanos. Todo por la eterna necesidad de la transformación.

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Sobre la firma

Luis Pablo Beauregard
Es uno de los corresponsales de EL PAÍS en EE UU, donde cubre migración, cambio climático, cultura y política. Antes se desempeñó como redactor jefe del diario en la redacción de Ciudad de México, de donde es originario. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Los Ángeles, California.

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