Brexit: ¿están locos estos británicos?
Las causas detrás del bloqueo en el Parlamento y la guerra interna en el Gobierno de May
Hay una sensación generalizada de bochorno entre los políticos del Reino Unido. A menudo, se les escucha reconocer que su país se ha convertido en el "hazmerreír de Europa". La primera ministra, Theresa May, se ha convertido en el chivo expiatorio al que culpar de todos los demonios que el Brexit ha desatado y que tienen poco que ver con las ventajas e inconvenientes de pertenecer a la Unión Europea. Ajustes de cuentas arrastrados durante décadas en el seno de las dos principales formaciones, el Partido Conservador y el Partido Laborista, han estallado sin disimulo en las últimas semanas.
El populismo alimentado por el referéndum de 2016 ha quebrado la relación de confianza y dependencia que cada diputado tiene con su circunscripción electoral. Pero, sobre todo, un país acostumbrado al reparto binario del poder -el ganador se hace con todo el poder durante el tiempo que le toque ejercerlo- ha sido incapaz de encontrar vías de entendimiento para salir de la crisis. Gobierno contra Parlamento; euroescépticos contra moderados; una izquierda anticapitalista y recelosa de Bruselas frente a un laborismo centrista y proeuropeo; una clase urbana cosmopolita y culta frente a una Inglaterra interior rezagada e irascible. Estas son algunas claves para entender por qué el país que hizo gala de su pragmatismo durante el último siglo no se reconoce hoy a sí mismo.
El pecado original
Cuando el Partido Conservador despertó, y un 52% de británicos había respaldado la salida de la UE, el monstruo de la división interna seguía ahí. El desapego hacia Europa, más como sentimiento o como gesto de desdén, les mantenía unidos, pero pocos se habían parado a pensar en el modo de llevar a la práctica una decisión tan compleja y con consecuencias tan drásticas. David Cameron, el responsable de un referéndum que nadie había pedido, dimitió. Los euroescépticos Boris Johnson y Michael Gove se anularon mutuamente en un juego de traiciones y deslealtades. Y Theresa May, quien no entraba en las quinielas de nadie, se encontró en Downing Street con todo el poder en sus manos. Comenzó a perderlo desde el primer minuto. Había hecho campaña a desgana en favor de la permanencia en la UE, y se le encargó el cometido de conducir al Reino Unido a la tierra prometida del Brexit.
Su primer error fue buscar un equilibrio imposible dentro del Gobierno entre euroescépticos y moderados. La consecuencia ha sido años de bloqueo, crisis internas cada semana, dimisiones en cascada (va por su tercer ministro para el Brexit) y la pérdida de una "responsabilidad colegiada" que se presupone al Ejecutivo. Hace ya mucho que los trapos sucios se ventilan a la vista de todo el mundo. Su segundo error fue convocar unas elecciones anticipadas, en 2017, convencida de que así obtendría un mandato claro para llevar a buen puerto el Brexit, y perdió estrepitosamente la mayoría parlamentaria que había heredado. Quedó en manos de los socios norirlandeses del DUP, hasta ahora. Pero su tercer error, el más grave, como le recordaba este lunes su jefe parlamentario, Julian Smith, en una polémica entrevista a la BBC, fue no entender que el mensaje implícito en esa derrota electoral era que ya solo estaba legitimada para buscar un Brexit suave y de consenso.
No lo ha tenido mejor el Partido Laborista. Su inesperado líder, Jeremy Corbyn, se hizo con las riendas del partido impulsado por movimientos extremos de nuevo cuño, como Momentum, plagados de gente joven, pero controlados por viejas figuras que arrastraban los tics antisemitas, anticapitalistas y antiglobalizadores (al menos, a ojos de gran parte de la opinión pública) del laborismo de los años setenta. Corbyn era uno de ellos, y enseguida tuvo enfrente a los restos del blairismo.
La generación que vivió los años del New Labour de los ex primeros ministros Tony Blair y Gordon Brown, que resucitó el glamour del Reino Unido y acuñó el término Cool Britannia para definir esa época dorada, dominaba el grupo parlamentario laborista y no se sentía cómodo con un laborismo que consideraban trasnochado y divisorio. Corbyn, como May, también hizo campaña a favor de la permanencia en la UE con muy poco entusiasmo. No lograba disimular su recelo hacia Bruselas, heredado de aquella corriente interna denominada "bennismo" (por Tony Benn, el histórico laborista) que se enfrentó al ingreso del Reino Unido en la UE. Asumió de inmediato el resultado del Brexit, y ha esquivado hasta el momento el mandato de una mayoría del partido que reclamaba un segundo referéndum. Por eso decidió el pasado jueves respaldar las opciones alternativas que suavizaban el Brexit pero aseguraban a la vez que fuera un hecho concluido.
Los euroescépticos: el partido dentro del partido
Theresa May ha dedicado su vida al Partido Conservador. Todo lo que es se lo debe a la formación. Y su principal obsesión, durante estos tres años, ha sido mantener intactas sus costuras. El resultado ha sido que cada nuevo giro en su política solo tenía un objetivo: apaciguar al ala dura, concentrada en el llamado Grupo de Investigaciones Europeas. Esta corriente parlamentaria conservadora, que en sus cálculos más optimistas puede reunir cerca 100 diputados, se ha convertido en la piedra de toque de los conservadores.
Dirigido por el carismático Jacob Rees-Mogg, un ferviente católico en un país de protestantes que defiende las virtudes de rezar tres veces al día el rosario y prefiere la misa tridentina, en latín, como Dios manda, al rito postconciliar, ha logrado cautivar con su oratoria ágil e inteligente a los medios conservadores. Su complemento perfecto ha sido Steve Baker, un político de formación técnica, procedente de la empresa privada, que se cayó del caballo europeo camino de Maastricht, cuando descubrió, según explicó a EL PAÍS, que el tratado europeo era "una conjura socialdemócrata para acumular el poder en Bruselas y acabar con la democracia".
Baker mueve las filas, controla los votos y calcula de modo exacto las maniobras. Estuvo detrás de la moción de censura interna contra May. La primera ministra logró sobrevivir por el sentido de decoro que muchos conservadores, asqueados por el extremismo de los euroescépticos, mostraron en esa ocasión. Quedó claro, sin embargo, que el partido estaba dividido en dos facciones irreconciliables y que solo una de ellas tenía el empuje, la unidad y el credo para dar la batalla hasta el final.
El fantasma de la violencia de Irlanda del Norte
Nadie contó con el endiablado backstop cuando se pulsó el botón del artículo 50 del Tratado de Lisboa y el Reino Unido puso el reloj en marcha para salir de la UE. Si Londres se iba, Dublin se quedaba. La frontera que divide la isla, entre la República de Irlanda y el territorio británico de Irlanda del Norte, pasaba a ser la frontera de la Unión Europea. El Acuerdo de Paz del Viernes Santo, ese prodigio de arquitectura reconciliadora que fraguaron Tony Blair, Bill Clinton y el senador estadounidense George Mitchell, había hecho invisible la línea divisoria entre las dos Irlandas. Es más fácil preservar la paz cuando se impone la ficción de que Irlanda es solo una isla, sin divisiones internas.
La UE comprendió de inmediato que el mínimo puesto de control fronterizo sería un reclamo de sabotaje para los grupos residuales que persisten en la violencia. E impuso la necesidad de que Irlanda del Norte permaneciera en la unión aduanera y el mercado interior europeo. La solución de May fue proponer que todo el Reino Unido, y no solo Irlanda del Norte, permaneciera en ese espacio hasta que fuera posible dar con una solución definitiva y se construyera una nueva relación comercial entre los dos bloques. No convenció a nadie.
Sus socios del DUP veían en peligro "la integridad territorial del Reino Unido". Los euroescépticos, una trampa eterna que convertiría a Londres en un "vasallo" de Bruselas, en palabras de Rees-Mogg. El resto de formaciones norirlandesas no tienen representación en Westminster, a pesar de sumar la mayoría política en su propio territorio, y han contemplado frustradas cómo la voz del DUP era la única determinante. La unión de intereses de los dos extremismos, unionistas y euroescépticos, dejó sin salida a May.
El populismo desatado
El referéndum del Brexit entregó el poder a la masa. El fantasma lo había despertado el ultranacionalista Nigel Farage, al frente del UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido), que sorprendió a los más desprevenidos con su victoria en las primeras elecciones al Parlamento Europeo a las que se presentaba y puso el miedo en el alma del Partido Conservador. El miedo, y la semilla de un populismo que nadie ha sabido controlar. Dos figuras moderadas de la formación, como los diputados Nick Boles o Dominic Grieve, han sufrido gritos e insultos de "traidor" en las reuniones con sus asociaciones locales de electores. Y a ambos se les ha mostrado el camino de salida, al retirarles de la candidatura conservadora.
Algo similar ha ocurrido en el Partido Laborista, con un puñado de unos treinta parlamentarios que contemplan con pavor cualquier alternativa para frenar la locura del Brexit. Saben que en sus respectivas circunscripciones, el respaldo a la salida de la UE en el referéndum de 2016 fue mayoritario, y que se juegan su puesto si hacen el menor guiño a Bruselas.
Las alternativas de May
Ninguna es buena. Con la fecha del 12 de abril a la vuelta de la esquina (el día impuesto por la UE para un Brexit sin acuerdo), la primera ministra solo tiene ante sí opciones desesperadas. Puede forzar una cuarta votación de su plan, hipnotizada por el hechizo de ver cómo en cada sucesiva prueba parlamentaria los votos en contra se han ido reduciendo. Sigue convencida de que, al llegar al precipicio, hasta los más fanáticos se detendrán. Pero la realidad y las cifras contradicen ese voluntarismo.
Puede pedir una prórroga más larga a Bruselas, pero deberá explicar para qué. Y la mera sugerencia de que utilizaría ese tiempo para negociar un Brexit más suave pondría en pie de guerra a los euroescépticos y rompería el partido. Puede amenazar con un adelanto electoral, pero hasta el conservador más alocado sabe que sería pegarse un tiro en el pie.
Las últimas encuestas dan ventaja al laborismo, y con un Partido Conservador en ruinas y una candidata desautorizada (no habría tiempo ni mecanismo para elegir alternativa) el movimiento sería suicida. O puede devolver la palabra a la ciudadanía, dar su brazo a torcer, y propiciar un segundo referéndum. En contra de sus principios y convicciones. Es, para muchos, la única salida de este embrollo. Pero a nadie se le escapa tampoco que supondría abocar al país a un grado irresistible de división y enfrentamiento cuando las fuerzas y el aguante de unos y otros han llegado ya al límite.
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