Un ‘albergue’ llamado Parlamento Europeo
Un edificio de la Eurocámara en Bruselas da cobijo a 103 mujeres vulnerables durante la pandemia
El albergue luce silencioso. Es mediodía en otra jornada azul de la inusualmente soleada primavera bruselense, y la mayoría de internas ha bajado ya a la cantina a por la segunda de las cuatro comidas del día. Hoy toca puré de zanahoria, pasta con salmón y mousse de chocolate. En un pasillo, dos operarios envueltos en plástico, guantes y mascarilla limpian concienzudamente las instalaciones como si pudieran ver el virus en cada esquina. Aquí casi nada es lo que parece. Las habitaciones son en realidad despachos de amplios ventanales de los que han sacado el escritorio y los papeles para colocar una cama. El albergue tampoco es un albergue. Es el Parlamento Europeo. Aunque para algunas, acostumbradas al duro suelo de las aceras o a las estancias masificadas de toses incontinentes, móviles sonando y maletas revueltas de madrugada, contar con un espacio propio y limpio les hace sentir en otra galaxia. “Es como un hotel de cinco estrellas”, proclama una de ellas.
La pandemia de coronavirus ha trastocado el uso de todo tipo de edificios. Las casas son ahora oficinas, y muchos hoteles acogieron a enfermos ante la falta de camas en los hospitales durante el pico de la pandemia, que se ha llevado por delante la vida de más de 350.000 personas en todo el mundo. El corazón de la soberanía europea no ha escapado a esa lógica. “Este Parlamento es la casa de la ciudadanía y en estos momentos tan difíciles, ahora más que nunca, queremos estar cerca de los que más sufren”, señala a este diario el presidente de la Eurocámara, el socialdemócrata italiano David Sassoli, en el marco de una serie de reportajes financiados por esta institución.
Desde el 29 de abril, el edificio Helmut Kohl es el hogar de 103 mujeres vulnerables sin hijos menores a su cargo. Son víctimas de maltrato, indigentes, drogodependientes e inmigrantes irregulares que suman a sus dramas personales la presencia de un virus que, si no les hace enfermar, bien puede hacer esfumarse sus oportunidades de encontrar un empleo. Allí permanecerán hasta el 31 julio. Después se les buscará acomodo en otro lugar, seguramente menos confortable. Los techos son altos, hay WiFi gratis y los trabajadores sociales no despiertan a las inquilinas a primera hora para que salgan a la calle como sucede en otros centros. Cuesta imaginar que este improvisado albergue fuera hasta hace poco un ir y venir de burócratas, funcionarios o lobistas.
La actividad legislativa del Parlamento Europeo pasa por dificultades. La crisis desencadenada por la pandemia ha acentuado el protagonismo de los Ejecutivos nacionales en la actividad política común. Además, las restricciones impuestas para evitar la propagación del virus han alterado el ritmo de trabajo de la institución. Con buena parte de los eurodiputados repartidos por sus países de origen debido a las limitaciones de viajes todavía vigentes, las reuniones de las comisiones parlamentarias se celebran por videoconferencia y están limitadas a dos horas de duración por la carencia de intérpretes. En los plenos solo pueden intervenir los que acuden presencialmente, aunque nadie pierde su derecho a voto al realizarse por correo electrónico. En ese contexto, la actividad se ha resentido, si bien en la última semana se ha notado el regreso de muchos parlamentarios.
En el edificio Helmut Kohl, rompiendo con el paisaje desierto, una mujer belga de origen marroquí aparece en pijama con el cepillo de dientes en la mano. “Me siento muy mal. Mi hermano me ha destruido”, dice desolada Al Sidel Souhad, de 50 años, víctima de violencia en el seno de su familia.
Myriam (nombre ficticio) es otra de las mujeres acogidas. También belga de origen marroquí, llegó huyendo de los celos enfermizos de su marido. “Escuché en las noticias que con la pandemia podía haber más violencia conyugal, y es lo que me ha pasado a mí. Ni siquiera podía hablar por teléfono. Me insultaba. Estaba secuestrada en casa”, cuenta. Su esposo, con el que vivía en el barrio de Molenbeek, desconoce su paradero.
“Durante la pandemia ha aumentado la violencia doméstica y muchas mujeres vulnerables se han encontrado en la calle. Esta iniciativa solidaria es importante”, apunta la eurodiputada francesa de los liberales de Renew Chrysoula Zacharopoulou, miembro de la comisión de Igualdad de Género. Los datos así lo confirman. En España, por ejemplo, las llamadas al 016 por violencia machista han aumentado un 18% durante el estado de alarma.
Las cocinas de la Eurocámara también trabajan a destajo. De ahí salen cada día 1.000 menús que se reparten a personas vulnerables en comedores de Bruselas. Lo más complicado para la UE será, sin embargo, pasar de lo micro a lo macro. Es decir, de ofrecer un techo y un plato en la mesa a movilizar miles de millones de euros en el plan de reconstrucción a gran escala que ahora está en lo alto de la agenda comunitaria. “El Parlamento Europeo no es insensible a lo que sucede a su alrededor. Es perfectamente compatible aprobar medidas legislativas y presupuestarias para toda la Unión con practicar también la solidaridad de las cosas concretas hacia las personas que más lo necesitan allí donde están presentes físicamente”, apunta Jaume Duch, portavoz de la institución.
La Unión Europea vive uno de esos momentos propios de crisis existenciales. El llamado plan de reconstrucción que debe concretar la cuantía del dinero movilizado para los países y sectores más afectados por la pandemia entra en su fase clave con ambición pero sin certezas. Pese a que populares, socialistas, liberales y verdes han aunado fuerzas para presionar a los países y evitar que el fondo quede descafeinado, las reticencias de Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Austria —grandes beneficiarios del mercado único, pero partidarios de que el dinero fluya a través de préstamos y no de subsidios por el temor a acabar pagando la crisis de los países del Sur—, amenazan su aprobación. En ese escenario de fricciones, aún no está claro que la UE sea capaz de lograr la unanimidad para aprobar un estímulo acorde a la magnitud de lo que se avecina.
La Comisión Europea propuso este miércoles dotarlo de 750.000 millones. Y, además, dos tercios del total estarían destinados a ayudas a fondo perdido. El Parlamento Europeo quería ir más allá y apostaba por un plan de dos billones de euros que actuara de cortafuegos para una economía en llamas por la pandemia. Pero a diferencia de lo que sucede con los cuatro países del Norte —los llamados frugales—, la Eurocámara parece dispuesta a ceder y aceptar la propuesta de la Comisión. La negociación, en cualquier caso, se antoja dura, porque solo con la aprobación de los Veintisiete y del propio Parlamento puede salir adelante el mayor plan de reconstrucción para Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Para el centenar de mujeres que ahora se aloja en el templo de la democracia europea, las prioridades son más terrenales y urgentes. La congoleña Luamba Mavandele-Pascaline se muestra agradecida por dormir a cubierto, aunque tiene razones para desconfiar de la burocracia comunitaria. En 2010 pidió asilo en Bélgica y fue rechazada. Desde entonces, deambula por las calles de Bruselas sin trabajo. A sus 60 años, duerme aquí y allá aceptando invitaciones ocasionales de iglesias, organizaciones sociales y desconocidos. La vida no se parece en nada a la que esperaba cuando hizo las maletas hace diez años. Una noche trataba de descansar a la intemperie cuando un hombre le hizo una oferta envenenada. “Me dijo ‘ven, vas a dormir en mi casa’. Al llegar sacó un arma y amenazó con matarme si no aceptaba mantener relaciones sexuales. Cedí e hizo conmigo lo que quiso”, cuenta en una pausa del almuerzo. ¿Denunciaste? “No tengo papeles”, contesta.
En las paredes del comedor, varias inquilinas han colgado folios en los que aparecen dibujados los perfiles de sus rostros con un mensaje. Mavandele-Pascaline se define así: "Me gusta rezar e ir a la iglesia. Sé preparar todos los platos congoleños porque vengo de Kinshasha. Tenía un pequeño restaurante muy limpio y acogedor, al que muchos clientes venían a comer. Soy muy valiente. No me siento bien porque no hago nada. Siempre estoy triste”.
La comunidad congoleña, antigua colonia belga, es una de las más representadas. Su compatriota Baddoko Fatu lee la Biblia en su habitación. Ha trabajado como camarera en el servicio de habitaciones de varios hoteles, lo que se conoce como una kelly. Ahora, está incapacitada por un problema en la espalda y ha sido desahuciada del piso de Bruselas donde vivía sola. Pasa las horas escuchando canciones religiosas y hablando por WhatsApp con sus hijos, que viven en Londres.
La mayoría de las mujeres proviene de otro centro mixto donde resultaba imposible mantener la distancia de seguridad en plena emergencia sanitaria. Al cambiar de instalación, a todas les hicieron el test PCR, y las 16 que dieron positivo cumplieron dos semanas de aislamiento en un centro de la Cruz Roja antes de instalarse en el edificio del Parlamento Europeo.
Las precauciones son visibles. Cada día reciben dos mascarillas nuevas, pero cuesta mantener la seguridad. “Las consumidoras de heroína y crack salen a por dinero para comprar, y a veces se prostituyen”, explica Valentine Calisto, coordinadora del Samusocial, la organización financiada por la región de Bruselas a la que la Eurocámara ha confiado las llaves de su finca.
El edificio de Bruselas no es el único que ha sufrido una transformación temporal. Con buena parte de sus casi 8.000 empleados teletrabajando, los cuarteles generales de la Eurocámara en Estrasburgo y Luxemburgo también han mutado. Su sede de la capital alsaciana se ha habilitado como espacio para realizar test a pacientes con síntomas compatibles con la enfermedad. Y de sus cocinas salen 500 comidas diarias que la Cruz Roja distribuye al que lo necesite. En el Gran Ducado reparten la misma cantidad de alimentos, y han prestado seis cabinas de interpretación para que los ancianos de una residencia en la localidad de Bettemburg puedan ver a sus familiares sin riesgo de contagio tras largas semanas de reclusión.
Su señoría, una mascarilla
Al eurodiputado de Ciudadanos José Ramón Bauzá, el estado de alarma le pilló en su domicilio de Marratxí, en Mallorca. Intentó un par de veces regresar a Bruselas, pero al ver cómo cancelaban sus vuelos, decidió pasar el confinamiento repartiendo mascarillas. Bauzá es dueño de una farmacia en la que, según cuenta por teléfono a El PAIS, pasa 14 horas al día compaginando la atención al cliente con su rol de eurodiputado en un despacho de la segunda planta, desde donde se conecta a videoconferencias. “Mis funciones son básicamente dos: informar a los clientes sobre cómo protegerse de la enfermedad y tratar de tranquilizarles”, cuenta el que fuera presidente de las Islas Baleares entre 2011 y 2015.
El democristiano alemán Peter Liese o el socialista portugués Manuel Pizarro son otros ejemplos de eurodiputados de profesión —pero sanitarios de formación— que han regresado al trabajo para el que estudiaron. Pero no los únicos.
En un hospital cercano a París, la eurodiputada francesa Chrysoula Zacharopoulou, del partido Renew, ha lidiado en primera línea con el virus. Cirujana ginecológica, seguía pasando consulta una vez a la semana, pero al suspenderse las operaciones programadas debido a la emergencia de la pandemia se ofreció voluntaria en un hospital militar volcado en combatir la covid-19. En las últimas semanas ha combinado su labor política con la sanitaria, examinando pacientes y realizando test. “A veces me preguntan si tengo miedo, y siempre respondo que cuando eliges ser médico puede que no te des cuenta del riesgo. El miedo no es lo primero, queremos prestar un servicio".
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