Los afganos, ante el recuerdo de los atentados del 11-S: “Todo cambió a partir de entonces”
Los ciudadanos de más edad rememoran el miedo del día del ataque, la incertidumbre durante la guerra y una cierta mejora en su calidad de vida en los primeros años de la intervención estadounidense
Pocos en Afganistán recuerdan el 11-S. Dos tercios de sus 39 millones de habitantes tienen menos de 25 años. Solo los mayores guardan memoria de aquellos atentados ocurridos a 10.000 kilómetros de su país, pero que dieron un vuelco a sus vidas y reescribieron su futuro. En los lugares más remotos ni siquiera se enteraron de inmediato. Con la televisión prohibida por los talibanes que entonces gobernaban y ahora han vuelto al poder, la radio y el boca a boca fueron las principales vías de información.
Wahidullah tenía 25 años cuando Al Qaeda echó abajo las Torres Gemelas y atacó el Pentágono. Ya entonces trabajaba como cambista de divisas en el Saray Shahzada (Mercado del Príncipe) de Kabul, un trabajo informal pero autorizado. “Dos días antes habían matado al comandante Masud y eso era todo lo que se hablaba en el mercado y en la ciudad”, evoca en referencia al asesinato del líder guerrillero Ahmad Shah Masud por Al Qaeda. “Luego ocurrió el ataque contra Estados Unidos y todo cambió a partir de entonces”, resume.
Todavía siente un ligero escalofrío al recordar la noticia. “Nos enteramos por la radio. Como entonces la televisión estaba prohibida, por la noche en mi familia solíamos escuchar la radio”, relata. “Al principio, no sabíamos qué había sucedido o quién estaba detrás, pero cuando EE UU acusó a Bin Laden, nos asustamos mucho porque era una gran potencia y su amenaza resultaba peligrosa”, declara. Todos sabían quién era Osama bin Laden, el líder de Al Qaeda. “Vino a hacer la yihad y se quedó”, apunta Wahidullah.
En pocas semanas, empezaron los bombardeos. “Mucha gente se fue, pero mi familia se quedó y viví los ataques sobre Kabul. Ninguno de mis parientes murió en esa guerra, pero sí alguno de nuestros vecinos”, rememora. El daño vino después, cuando la ocupación se prolongó y muchos afganos murieron en los bombardeos de EE UU y sus aliados, y los atentados de los talibanes contra su presencia.
Solo un tercio de los 39 millones de afganos tienen más de 25 años. Muchos no se enteraron de inmediato, ya que en 2001 la televisión estaba prohibida por los talibanes
Hoy, este padre de ocho hijas se muestra convencido de que la intervención estadounidense mejoró sus vidas. “Hubo más trabajo, abrieron las escuelas, aunque yo continué con lo mío, también el negocio aumentó mucho”, resume. Ahora, dice no haber recibido ninguna amenaza ni tener miedo, pero le preocupa la economía. “La situación está muy mal y no hay trabajo. Ese es nuestro problema”, concluye.
Fuera de Kabul y otras ciudades, la información circulaba más lenta. Todavía en la actualidad apenas el 30% de la población afgana es urbana; entonces, quienes vivían en el campo rondaban el 80%. Shaima, un ama de casa de 50 años, estaba entre ellos; residía en Surhood, un pueblo de la provincia de Nangarhar. “Lo oímos en la radio a la mañana siguiente; no sabíamos qué iba a pasar cuando Estados Unidos atacara, pero decidimos quedarnos”, cuenta la mujer —cubierta con pañuelo, pero con la cara descubierta— durante una visita al mercado. No lamenta esa decisión.
Su marido, que había estado en el ejército comunista y entonces trabajaba un pequeño terreno adyacente a su casa, se unió al nuevo ejército. “Hemos tenido una buena vida gracias a su salario y al de nuestro hijo”, confía. “Nuestros hijos han estudiado, el mayor es ingeniero, la segunda acaba de terminar contabilidad y ahora, sin ingresos, no podemos pagar el colegio de la pequeña”, explica. “No tengo miedo de los talibanes; solo quiero trabajo para mi marido y mis hijos; para poder vivir y pagar la educación de Maryam”, añade mientras la pequeña, de 12 años, se esconde tímidamente detrás de su madre.
Mohsen Kayumi debió de ser uno de los pocos afganos que se enteró del 11-S por la televisión. “Aunque estaba prohibido, en casa teníamos un aparato escondido y por la noche la sacábamos”, justifica este hombre de 52 años, propietario de una pequeña tienda de venta de oro. “Al principio pensamos que era un mero accidente aéreo. Solo entendimos la gravedad, cuando EE UU amenazó a los talibanes con un ataque si no entregaban a Bin Laden. Nos preguntábamos qué sería de nosotros”, recuerda.
Aun así, tampoco los Kayumi se fueron de Kabul durante “la guerra americana”. “Yo seguí trabajando con mi padre en esta misma tienda, como ahora lo hacen mis hijos conmigo”, dice señalando a Bashir y Navid. Algún pariente murió en los bombardeos, pero en la familia cercana no hubo víctimas. Bashir, de 28 años, recuerda la agitación y los nervios de aquellos días. Navid, de 18, solo lo que le han contado los mayores.
El padre coincide con otros entrevistados en que la intervención estadounidense resultó positiva, aunque lo que vino detrás la arruinó. “El negocio no iba bien durante los talibanes. Con el nuevo Gobierno de [Hamid] Karzai todo mejoró. Ahora hemos vuelto a 2001, la gente no tiene dinero y está preocupada por el futuro”, resume mientras entrega un billete de 10 afganis (0,1 euros) a cada pedigüeño que se asoma por su puerta (y son al menos media docena en la media hora que la periodista pasa con él).
La economía de Afganistán ya sufrió un fuerte golpe el año pasado, cuando la tasa de pobreza aumentó del 55% al 72% debido a la contracción provocada por la covid, según datos del Banco Mundial. El Programa de Desarrollo de la ONU (PNUD) estima que en los próximos seis meses el número de afganos que vive con menos de dos dólares al día alcanzará hasta el 97% debido a la interrupción de la ayuda extranjera y la prolongada sequía.
Kayumi explica que los afganos solían comprar oro como inversión, para las bodas o, en el caso de las mujeres jóvenes, “porque les gusta y como ganaban dinero se lo podían permitir”. Sin embargo, desde el 15 de agosto dice que no ha vendido nada. “Por lo demás, la vida sigue normal. No es como antes de 2001, cuando los talibanes golpeaban a la gente por la calle sin motivo. Ahora eso no ocurre, pero la economía está parada”, subraya.
Pero sus hijos desconfían. “Los jóvenes tenemos miedo. Hasta ahora no nos han dicho nada sobre la ropa ni el pelo, pero tememos por el futuro”, interviene Navid que viste unos vaqueros y una camiseta con dibujos. “Nadie está contento”, asegura Bashir quien, como su padre, ha optado por el tradicional shalwar kamiz (camisa larga sobre pantalones amplios).
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