Pablo Escobar: retratos inéditos de un narco
El Chino, su fotógrafo personal, fue la sombra del bandido durante su guerra al Estado colombiano en los años ochenta
Parece absorto, ensimismado en sus pensamientos. Un cóctel de color azul humea ante su cara. Su madre, doña Hermilda, está sentada a su derecha, con un vestido azul de lunares. Sobre la mesa hay restos de comida y un vaso con cigarrillos de cortesía para los comensales. En esa foto, Pablo Escobar Gaviria asiste en secreto al decimosegundo cumpleaños de su hijo Juan Pablo. Hay pocos invitados, solo su círculo más cercano. Lleva cinco años escondido, desde que desafió al Estado matando a un ministro de Justicia. En la clandestinidad come mal y no hace ejercicio, su obesidad se ha pronunciado. Se ha afeitado su célebre bigote. Ese año de 1989, todavía tendrá tiempo de asesinar a un candidato presidencial y a un coronel del ejército, de volar por los aires el edificio del servicio de inteligencia en Bogotá y de hacer estallar una bomba en un vuelo de Avianca repleto de pasajeros. El Gobierno de Colombia lo quiere muerto a toda costa, los muchos enemigos que se ha ganado a lo largo de los años, también. Pero no se va a dejar cazar fácilmente. Escobar está lleno de ira y quiere ver el mundo arder.
“Llevaba como 15 minutos así en la mesa, ausente. Es el retrato de un hombre triste, lleno de problemas. Es de las pocas fotos, por no decirte la única, en la que parece preocupado. Me acerqué y se la saqué. Pablo ni se dio cuenta”, relata Edgar Jiménez, el que fuera el fotógrafo personal del narcotraficante más conocido de la historia. En su ordenador guarda imágenes inéditas del bandido, como esta en la que se le ve pensativo en mitad de una fiesta. El Chino, como le apodan desde niño, fue su sombra desde que coincidieron a finales del año 80 en la Hacienda Nápoles, la finca de Escobar por la que desfilaron políticos, militares, delincuentes, periodistas y reinas de la belleza.
No era la primera vez que se veían. Habían sido compañeros de clase en el Liceo Antioqueño, en Medellín. A Pablo le apodaban el Osito, como llamaban a su hermano mayor, Roberto, un ciclista profesional muy popular en ese tiempo. Al Chino le decían así porque padecía rotacismo, un trastorno del habla. Pensaban que hablaba en otro idioma. Cursaron tres años juntos y se separaron cuando Pablo repitió y pasó al turno de tarde. Dejaron de frecuentarse hasta que 15 años después un amigo le dijo al fotógrafo que le iba a presentar al dueño de esa majestuosa finca llena de animales exóticos. Al reconocerlo, Pablo lo recibió con cariño: ¡Hombre, Chino, cuánto tiempo!”.
Desde ese día trabajó a su servicio, sin sueldo fijo. Su primer encargo fue retratar los hipopótamos, las cebras, las jirafas y las aves que Escobar había hecho traer de África. Guarda una foto de un amigo suyo, que le hacía de asistente, dándole un cigarrillo a un avestruz. Ese mismo animal, en celo, le atacó un día que estaba desprevenido y el retratista tuvo que correr en zig zag para hacerle perder el paso (“si le doy la espalda, me rompe la columna”). El Chino desplazó a todos los fotógrafos que hasta ese momento habían trabajado a las órdenes Escobar. Se quedó como el único retratista de su intimidad.
Al poco de llegar el Chino, Escobar montó una fiesta en la hacienda. Era la víspera de su cumpleaños. Agotado, el anfitrión se fue a dormir a su habitación a las tres de la mañana. Un rato después, siguió llegando gente. “Estábamos enrumbados y llegaron más amigos y familiares con guitarras. Ya había pasado medianoche y dijeron ¡ay, ya sí es el cumple de Pablo! Fuimos a despertarlo”, recuerda el Chino. En ese instante tomó la que quizá sea su foto más icónica: Escobar duerme con una mano apoyada en la almohada, sin camiseta, tapado por una colcha. Un vaso apoyado en el suelo. Su cuñada, esposa del verdadero Osito, se sienta en una esquina de la cama. En la puerta, una multitud de amigos quería verlo, aunque fuera dormido. Escobar acababa de cumplir 31 años. Era el rey.
Su muerte, 13 años después, acabó con la época más excitante de la vida del Chino. Se siguió dedicando a la fotografía, pero no con las descargas de adrenalina que le provocaba estar cerca de un icono del mal. Se calcula que Escobar asesinó a más de 4.000 personas. Chino guarda sentimientos encontrados acerca de su relación con él. En el barrio de Medellín en el que vive, Aranjuez, cuna de muchos de los sicarios que conformaron el brazo armado del cartel, era y es intocable. Todos saben de su amistad con el patrón. Sin embargo, durante muchos años ha guardado silencio y a la gente que ha ido conociendo después apenas les ha hablado de esta aventura.
Chino tiene ahora 72 años y frecuenta el bar Maracaibo. “Si me emborracho los muchachos me traen, todos saben dónde vivo”, añade. Allí pocos saben de su pasado. Eso está a punto de cambiar. Hace unos años, el reportero Jon Lee Anderson lo buscó para un reportaje en el New Yorker. Lo localizó a través de un periodista local, Alfonso Buitrago. El Chino aparece mencionado brevemente en el texto de Jon Lee. Buitrago, un tipo con instinto, supo que tenía ante sí una gran historia y desde entonces ha pasado horas y horas buceando en su archivo para hacer un libro que saldrá en breve. Trabajan cuando Buitrago, editor de un periódico local, tiene un rato libre y el fotógrafo no tiene resaca. Se titula El Chino, y la foto de portada es una de él mismo subido a la trompa de un elefante en la Nápoles.
—Pablo fue ladrón de lápidas y carros, sicario, contrabandista, narcotraficante y, en el punto culminante de su carrera, fue parlamentario.
El Chino se muere de risa cuando hace la enumeración en el salón de su casa. Suena a que lo ha repetido un millón de veces. Se ocupó de las fotos de la campaña de Escobar al Congreso. Visitaron los barrios más pobres de Medellín, como el de Morabia, un basurero a cielo abierto. El narcotraficante construyó viviendas para 500 de las familias que vivían en la miseria. En los mítines repartía billetes, comida, promesas de que con él vivirían mejor. Escobar se sintió tan seguro con el micrófono en la mano que llegó a fantasear con la idea de ser presidente de Colombia. Los que le rodeaban, como el Osito o su primo Gustavo Gaviria, su principal socio, le advirtieron de que aquella exposición pública acabaría con él. No escuchó a nadie.
Chino guarda fotografías del patrón en lo alto de una tarima durante un mitin. De Escobar inaugurando un campo de fútbol, de sus ruedas de prensa. Los asistentes a sus eventos era gente pobre que lo veía como un Robin Hood paisa. Su llegada al Congreso, sin embargo, fue el principio del fin de su imperio. En Bogotá la clase política lo recibió con recelo y la prensa empezó a investigarlo. El director de El Espectador, Guillermo Cano, y sus reporteros encontraron la prueba que fulminaría sus aspiraciones: una foto policial antigua de Escobar, con un número de preso, tras haber sido detenido por tráfico de drogas en 1976.
Más tarde, el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, se dedicó a perseguirlo y a exponerlo públicamente como un delincuente. La ilusión de Escobar de enterrar su pasado de bandido y ser admitido en la hermética clase alta colombiana se esfumó de golpe. La amenaza de extradición a Estados Unidos pesaba sobre su cabeza. En ese tiempo ordenó matar jueces, policías que no se doblegaban, militares, políticos. Se obsesionó con acabar con Lara Bonilla. Le recomendaron que no lo hiciera, que la fuerza del Estado le caería encima. Su esposa, Victoria Eugenia, estaba embaraza de ocho meses. “Y aún así mató a Lara Bonilla. De ese tamaño era Pablo”, dice el Chino.
En las reuniones de la hacienda no se tocaba ninguno de estos temas. Colombia ardía en llamas mientras ellos jugaban partidos de fútbol en un campo pequeño, bien iluminado, con una pequeña tribuna a un lado. Bebían whishy importado y fumaban Marlboro de bares en los que nadie tenía que pagar.
—Solo hablábamos de cosas intrascendentes, pendejadas. Qué cochino es el Chino, decía Pablo de mí cuando jugaba. Yo daba mucha pata. Toda la vida he sido huesudo, pero con huesos muy fuertes.
Pablo se convirtió en un prófugo. Prefería la muerte a cumplir condena en Estados Unidos. Le perseguían el Gobierno con un comando especial, un grupo paramilitar llamado los Pepes y sus rivales del cartel de Cali. Chino trabajó entonces para el resto de la familia. En el archivo hay decenas de fotos de bodas, bautizos y comuniones en las que no está Escobar. Algunas de ellas, que publica ahora EL PAÍS, nunca habían visto la luz. Queda claro que sus dos hijos, Juan Pablo y Manuela, crecen sin él. Manuela sale montada en un caballo que le regaló Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, uno de los cabecillas del cartel de Medellín, amante de los caballos. Escobar le pidió al Chino que inmortalizara ese momento.
Se trata de un álbum familiar siniestro. Está lleno de fantasmas, de gente asesinada por los enemigos de Escobar o por el propio Escobar. Ahí lucen sus sicarios más célebres: Pinina, El Negro Pavón, El Arete, Otto. En el segundo plano de muchas fotografías se ve a la Yuca, uno de sus primeros matones a sueldo. La Yuca ganó poder y tuvo su propia escolta. Hasta oídos de Escobar llegó que el matón se quejaba de los porcentajes que cobraba Pablo, un huevón que no hacía nada. El jefe lo llamó a su oficina y allí lo esperó con tres gatilleros que le descargaron más de 70 balas. En otras imágenes sale sonriente Héctor Barrientos junto a su familia. Fue el segundo guardés que tuvo la Nápoles. El trabajador comenzó a exportar cocaína utilizando las pistas de aterrizaje a escondidas del patrón. “Pablo lo pilló y, claro, lo mandó matar. Le pasaron el carro varias veces por encima”, recuerda el Chino.
El fotógrafo captó una época brutal. En el Medellín de los ochenta predominó una cultura marcada por el consumismo, la fiesta y la muerte. El Chino cree que Escobar fue la bisagra entre el mundo antiguo y el premoderno. La ciudad pacata, de misa diaria, patriarcal, dio paso a una de jóvenes en moto, sin más ley que la de sus revólveres. Los chicos de los barrios excluidos desarrollaron un sentido de pertenencia, una adoración al patrón. El hombre que les ofreció algo cuando la vida no había sido nada generosa. Por el camino se emborracharon, consiguieron respeto y amantes y mataron sin escrúpulos. Al cabo de un tiempo, alguien les pegó un tiro por la espalda.
No solo vivió el Chino de las fiestas privadas de Escobar. Fue el retratista de la primera revista porno de Colombia, editada por un amigo de Escobar y financiada por él, claro. Trabajó en el periódico Medellín Cívico, una publicación local dirigida por un tío del narcotraficante. Los editoriales hablaban de Escobar como de un dios. También tuvo encargos de otros capos históricos. Un día sonó el teléfono de su casa:
—¿Aló, Chino? Aquí Carlos Lehder.
—Sí, hola.
—En una hora traiga el equipo a tal sitio.
El Chino se preocupó. Lehder era el más excéntrico de los narcotraficantes. Socio de Escobar, creó su propio grupo armado en el Quindío, su región natal. La retórica de su movimiento era un delirio fascio-comunista que confiaba en tomar el poder del país, a la manera de Fidel Castro. Ese día llevó al fotógrafo al aeropuerto Olaya Herrera, en el que murió Carlos Gardel en un accidente de avión medio siglo atrás. Lo recibió vestido de militar, con una metralleta y una pistola al cinto. Así caminaba por Medellín, tan tranquilo. Mientras se fumaba un porro le explicó al Chino que sacarían fotos de un basurero y otras zonas de la ciudad .
“El hijoeputa helicóptero no tenía puerta, se la habían quitado para que yo sacara las fotos”, se asustó el Chino al ver el aparato en medio de la pista. Sobrevolaron la ciudad con Lehder a los mandos de la máquina y él de pie, con una mano en la cámara y otra sujetándose para no caer al vacío.
Poco tiempo después, coincidió con el delincuente mesiánico en la Nápoles. Iba acompañado de una mujer muy hermosa que se fijó en Rollo -también hermoso-, uno de los trabajadores de Escobar. El narco se puso celoso y mató a Rollo en el campo de fútbol, delante de todo el mundo. Una semana más tarde, Lehder fue detenido y extraditado a Estados Unidos por la DEA. La versión más extendida, que comparte el Chino, es que Escobar lo entregó por haber matado a alguien que consideraba un amigo.
El Chino vive todavía en casa de su madre, de 96 años. Tiene una novia con la que lleva más de medio siglo y con la que ha tenido una hija, pero no se atreve a dar el paso definitivo. “La convivencia mata el amor”, opina. Es un hombre austero. No hizo fortuna pese a estar cerca del tipo más rico del mundo, según Forbes.
Cuando Escobar le enviaba dinero, una cantidad importante pero no extremadamente generosa, los intermediarios se quedaban con una parte. Uno de ellos le pidió tiempo después que le prestara el libro que había editado Pablo en el que contaba su vida a través de recortes de prensa y caricaturas. Era una edición limitada, bañada en oro, con su firma en relieve y su huella plasmada como signo de autenticidad. Escobar se lo regaló solo a su círculo más íntimo. “Fui un pendejo y lo presté. Nunca lo recuperé”, se lamenta.
Miles de negativos se han extraviado. Los paramilitares incendiaron la bodega de una casa de Escobar donde se guardaban cajas y cajas de material. Otro tanto lo ha perdido por su propia dejadez. Documentalistas de medio mundo han estado en su casa rebuscando en el archivo. Buitrago, el autor del libro que llevará su nombre, le ha hecho ver que el suyo es un testimonio extraordinario.
—Esa sí no me la sabía, Chino—, corta a veces la entrevista, cuando descubre detalles nuevos.
—Eso lo metemos en un segundo tomo, jajaja.
Lo que le queda, sobre todo, son recuerdos. Tiene una fecha grabada, 2 de diciembre de 1993. Ese día estaba en un laboratorio de fotografía revelando unos rollos. De repente, en la radio interrumpieron la programación para dar una noticia de último momento: Pablo Escobar acababa de ser abatido por las autoridades mientras trataba de huir por un tejado de Medellín. El Chino no sabía muy bien qué pensar. “Sentí alivio porque la sociedad se libraba de un bandido y un terrorista. Pero también me puse triste, Pablo era mi amigo”.
Al Chino se le aguan los ojos cuando lo cuenta.
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