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Puerta de Europa para los migrantes y paraíso para turistas, las dos Lampedusas que casi nunca se cruzan

La otra cara de la isla que ha recibido esta semana a 12.000 personas en busca de una nueva vida es la floreciente industria del sol y playa, que acoge cada año a 30.000 viajeros

Un barco con migrantes rodeado de yates con turistas, este lunes en Lampedusa.Foto: CECILIA FABIANO/LAPRESSE | Vídeo: EPV

Los guardacostas italianos rescatan en el mar, frente a las costas de Lampedusa, a una barcaza a la deriva cargada de migrantes que tratan de llegar a Europa a través del Mediterráneo. Trasladan a los náufragos a un barco militar y los conducen al puerto. En el muelle serán identificados y atendidos por médicos. De ahí pasarán a unos autobuses que los dirigirán al centro de acogida, donde estarán unos días hasta que abandonen la isla en un barco rumbo a los centros de acogida de Sicilia o de la península italiana. Son apenas fantasmas para los turistas que, a pocos metros de la zona de desembarcos, en el centro urbano, plagado de bares con terraza y tiendas, se mezclan con los isleños, después de un día de playa, en el bullicio de una tarde de domingo de septiembre, aún temporada alta para el turismo en Lampedusa.

Las playas, los restaurantes y los hoteles siguen llenos. En los años más prósperos, llegan hasta 30.000 turistas, en su mayoría italianos, a la isla, que cuenta con unos 6.000 residentes. No hay ningún dato que haga pensar que la inmigración perjudica la actividad económica de Lampedusa.

Rescued migrants
Un grupo de migrantes a su llegada a Lampedusa, este lunes. CIRO FUSCO (EFE)

Las noches de verano, las calles del centro de la isla se transforman en una fiesta al aire libre, con conciertos que se alargan hasta bien entrada la madrugada y tiendas de souvenirs abiertas pasada la medianoche. También cuando cae la noche, en la plaza de la iglesia, adyacente a las calles centrales, se forman largas colas de migrantes que acuden para recibir un plato de comida caliente. Sucede casi a diario, pero no se cruzan con los turistas, que cenan en las terrazas de los restaurantes cercanos.

Esta semana, inusual en todos los sentidos, en la que han llegado a Lampedusa cerca de 12.000 migrantes a través del mar en apenas unos días, se produjo la excepción que rompe la regla. Un grupo de muchachos procedentes de Gambia, Liberia, Costa de Marfil y Nigeria, recién desembarcados en la isla, bailaba junto a turistas e isleños al ritmo del reggae de Bob Marley. Casi nunca pasa. Pero la mayoría de los vecinos, que se han volcado en llevar ropa, mantas, agua y comida a los náufragos, lo celebra como una señal de acogida y normalidad.

En Lampedusa conviven dos sistemas de acogida, uno para los turistas y otro para los migrantes que llegan a través del Mediterráneo. Unos contemplan la isla como un paraíso vacacional y para otros, que huyen del hambre, los desastres naturales o la guerra, supone la puerta de Europa, el fin de una peligrosa travesía por el mar en la que arriesgan sus vidas. Hasta la fecha, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calcula que han muerto en el Mediterráneo central más de 2.000 personas que salieron del norte de África para intentar llegar a Italia.

Lampedusa
Un grupo de migrantes en Lampedusa, el 15 de septiembre. CIRO FUSCO (EFE)

Sin embargo, un turista podría pasar semanas en la isla sin darse cuenta de lo que ocurre a poca distancia. Todo está organizado para que la cuestión migratoria no interfiera en la vida local. “Hay dos canales paralelos que no se cruzan. Cuando todo funciona normalmente, los turistas no ven a los migrantes. Estos días de emergencia, había migrantes por las calles, pedían comida, agua, pacíficamente, quien quería les ofrecía algo de ayuda y quien no quería no lo hacía”, explica a este diario Giusi Nicolini, antigua alcaldesa de Lampedusa.

En general, numerosas personas que viven o trabajan en Lampedusa afirman que hay muy pocos puntos de contacto entre las experiencias de quienes llegan por mar en una barcaza de hierro y las del resto de personas de la isla.

El centro de acogida se sitúa a poco más de dos kilómetros del puerto, enclavado en una pequeña colina, en una zona sin hoteles ni casas de vacaciones. A medio kilómetro hay un vertedero. Desde las calles centrales es imposible distinguir el lugar a simple vista. En el casco urbano de Lampedusa, poblado por un enjambre de casas bajas abrasadas por el sol, algún mural recuerda el drama por el que pasan los migrantes que se echan al mar para alcanzar Europa.

Desde hace poco más de un año, el alcalde de Lampedusa es Filippo Mannino, cabeza de una coalición de derechas. Entre otras cosas, ha mantenido en vigor una ordenanza que prohíbe a las personas alojadas en el centro de acogida salir del recinto. La normativa se implantó en 2020 por la pandemia, y, aunque ahora los motivos sanitarios sean inexistentes, el nuevo regidor ha decidido mantenerla. En la actualidad, solo pueden salir del centro de acogida quienes tengan la fuerza necesaria para saltar la valla y eludir los controles del ejército, que patrulla el exterior del recinto.

Protestar contra la gestión del Gobierno

Mannino ha insinuado recientemente, sin pruebas, que una gestión demasiado visible de los inmigrantes es perjudicial para el turismo. “El objetivo del Gobierno y de esta Administración debe ser minimizar el impacto de la acogida en este territorio, porque, de hecho, vivimos del turismo y queremos seguir viviendo de él”, ha dicho. El vicealcalde, Attilo Lucia, ha repetido este mensaje y ha animado a los isleños a protestar contra la gestión migratoria de Roma.

La antigua alcaldesa, Giusi Nicolini, que hace una década exportó un emocionante mensaje de acogida en plena crisis de refugiados que replicaron muchos ayuntamientos en Europa, rechaza esa visión. “La presencia de migrantes no es un problema, si lo fuera esta sería una isla en riesgo de despoblación. En cambio, es un lugar que crece demográficamente y en el que aumentan cada vez más las ganancias que proceden del turismo. De hecho, es un ejemplo positivo que demuestra que la convivencia es posible y que acoger no hace daño a nadie” defiende.

“Vinimos a pasar unos días de relax en el mar. Nos encontramos con un grupo de muchachos que pedían comida y agua. Se lo dimos y charlamos un rato con ellos, conocimos sus historias. Iban a ser unas vacaciones normales y se han convertido en una experiencia enriquecedora”, relata Ilaria Benedetti, una turista romana que visitaba por primera vez la isla con su esposo y sus dos hijos.

Muchos comerciantes locales no creen que la inmigración afecte a la imagen de la isla. “Apenas vemos a los migrantes, porque llegan en las barcas y los meten directamente en el centro de acogida desde el puerto. Su llegada no afecta en nada al turismo, ¿por qué iba a hacerlo? Los hoteles y restaurantes siguen colgando el cartel de ‘todo completo’, esa es la prueba”, sostiene Emanuele, taxista. “La inmigración y el turismo son cosas distintas”, le secunda Luciana, que trabaja en una tienda de artesanía del centro.

Uno de los pocos lugares que reúne tanto a turistas como a migrantes es el ambulatorio de la isla, dividido en tres secciones: la que atiende a los isleños, la sección de urgencias dedicada a los turistas —activa de mediados de junio a mediados de septiembre— y la unidad que atiende a los migrantes. Las tres secciones ocupan pabellones distintos del ambulatorio, pero la sala de espera es común. En este lugar puede ocurrir que un turista herido por una medusa en la playa y una mujer llegada de Libia, con evidentes signos de violencia tras meses en los centros de internamiento de inmigrantes, se encuentren uno al lado del otro.

El pequeño cementerio de la isla es otro espacio que todos comparten. Allí, las tumbas de los migrantes que perdieron la vida en el agua están al lado o no muy lejos del resto. En este camposanto durante años se enterró, hasta que no hubo espacio, a algunos extranjeros víctimas del mar, en tumbas sin nombre que rezan: “Aquí reposa un inmigrante no identificado”. Alguien ha dejado flores o un barquito de madera en ellas y las ha decorado con dibujos. La OIM estima que desde 2014, 17.000 personas han desaparecido en las aguas del Mediterráneo mientras trataban de llegar a Europa.

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