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Tribuna
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Diez apuntes sobre la ‘cultura de la cancelación’

El verdadero cáncer dialéctico es la interpretación literal de los discursos y la infantilización general

Andrés Barba
El logotipo de Google en su sede de  Zurich.
El logotipo de Google en su sede de Zurich.Arnd Wiegmann (Reuters)

Durante estos días, la prestigiosa revista Harper´s ha publicado un manifiesto firmado por numerosos liberales de izquierda —con nombres tan eminentes como Noam Chomsky, Salman Rushdie, Anne Applebaum o Martin Amis— que ha reabierto el debate sobre la siempre polémica cultura de la cancelación en Internet y a favor de la tan vapuleada libertad de expresión. El debate, sin embargo, sigue polarizado precisamente porque elude esa ambigüedad que pretende defender y presenta el fenómeno como una estrategia diabólica en la que unas multitudes enardecidas se meriendan a unos pocos liberales que se atreven a manifestar alguna opinión poco ortodoxa. A partir de aquí, 10 puntos que creo que pueden ayudarnos a llevar el debate a lugares más complejos y menos previsibles:

1. No es verdad que todos los intentos de linchamiento en las redes prosperan; muchos fracasan. Hay campañas de difamación orquestadas con muchos recursos que no tienen éxito. Por otra parte, la ficción mitológica de los cuatro trolls destrozando el prestigio de unos poderosos productores de Hollywood es poco sostenible.

2. No es verdad que la mayoría de los objetivos de linchamientos digitales sean inocentes; solo algunos lo son en realidad. Lo que suele ser cierto es que las “víctimas” son con frecuencia hombres blancos y con un poder relativo en sus determinados ámbitos que muy pocas veces han visto cuestionados sus privilegios intelectuales. Tampoco es cierto que el ataque suponga en todos los casos un fin radical de sus carreras, solo en algunos. E incluso en esos, muchas veces solo temporal.

3. Es cuestionable también el mito de la masa enardecida. La gente por lo general no se abalanza a participar en todos los intentos de linchamiento digital. Por otra parte, cada vez somos más críticos y menos propensos a creer que un linchamiento corresponde a un delito real. También la credibilidad decrece.

4. Es cierto que se producen linchamientos injustificados, aleatorios y politizados pero también lo es que en muchos casos han servido para dar voz a colectivos o sectores tradicionalmente menospreciados. No deberíamos olvidar que cuando hablamos en estos contextos de proteger a la “víctima” muchas veces nos referimos a personas que hasta ahora han tenido un gran prestigio y poder social y con frecuencia lo siguen teniendo.

5. Reducir a la persona a su delito no es algo solo propio de la cultura de la cancelación, sino un signo de nuestros tiempos que comparten cada vez más —y tristemente— muchos pensadores supuestamente liberales. Si hay un cáncer dialéctico compartido es sin duda la falta de ambigüedad y la interpretación literal de los discursos, lo que conlleva una infantilización general en todos los ámbitos, una clasificación maniquea entre buenos y malos, y una desconfianza en la capacidad de restauración y cambio de opinión de las personas. Por no hablar de una desaparición del sentido del humor y la ironía más elementales.

6. No es infrecuente que los linchamientos digitales se utilicen como pretexto para atacar como agentes responsables a movimientos de carácter más amplio como el Me Too o el Black Lives Matter. Movimientos cuya intención es más la búsqueda de la justicia que el oprobio, y que por lo general conciben el oprobio como último recurso cuando la justicia resulta inoperante, cosa que no es infrecuente debido a la condición privilegiada de muchas “víctimas”.

7. La cultura de la cancelación no es el punto de llegada o la síntesis de un proceso, sino más bien un estadio intermedio —o una antítesis— en un proceso dialéctico. Su carácter es revolucionario, incendiario, y también por eso, inevitablemente limitado. Resulta poco creíble que la cultura de la cancelación haya llegado para instalarse; es una reacción pendular a otra situación igualmente perversa: la de la incuestionabilidad de unos pocos privilegiados, sea cual sea su signo ideológico o político.

8. Por muy desagradable que nos resulte, el puritanismo teatralizado y el populismo son también signos políticos de nuestros tiempos, y desde luego no excluyentes de la cultura de la cancelación. O por decirlo de otro modo: es paradójico que los detractores más furibundos de la cultura de la cancelación caigan en los mismos gestos que pretenden abolir. Cuando las figuras del establishment afirman que se debería “restaurar” y proteger la libertad de expresión se refieren casi siempre a la de ellos.

9. La punibilidad de los delitos no es inalterable. Una sociedad está en pleno derecho a cambiar de opinión sobre ciertos delitos y también a modificar su legislación. No hay más forma de tomar el pulso a esos cambios sociales que a través de ciertos movimientos espontáneos de estampida, como son muchos de estos casos relacionados con la cultura de la cancelación.

10. Si, como afirma el manifiesto firmado por los liberales de izquierda de la revista Harper’s, “se despide a editores por publicar artículos controvertidos, se impide a los periodistas que escriban ciertos artículos, o se investiga a profesores por citar determinadas obras en clase” tal vez habría que responsabilizar directamente a los directores de los periódicos y a los rectores de las universidades, por asumir como una culpa lo que en realidad era un embate dialéctico, alimentando un arrepentimiento falso, irresponsable e insensato.

Andrés Barba es escritor.

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